De la ilusión a la razón

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Durante estos últimos años, siempre desde mi militancia en el Partido Socialista, he defendido la necesidad de establecer entre el partido que gobierna en cada momento y el único que puede aspirar a hacerlo, acuerdos de Estado en materias tales como la política exterior, la política educativa, la lucha contra el terrorismo y las reformas constitucionales si éstas fueran necesarias.

Esta posición política debiera ser la consecuencia lógica que extrajera cualquiera al observar cómo con el paso de los años se diluía aquella ilusión de la Transición que nos unió por primera vez en mucho tiempo a todos o a una gran mayoría en un proyecto común. La pérdida inevitable de aquella pasión no fue sustituída por la fuerza de la razón, que hubiera impuesto seguir por el camino del acuerdo en los aspectos sustanciales de nuestra convivencia, sino por un oscuro y empobrecedor sectarismo.

Mi defensa de esos grandes acuerdos nacionales no se inscribe en una estrategia electoral o en los intereses de una opción política. ¡No! Es producto de un convencimiento profundo: los países de nuestro entorno, que han sido durante demasiado tiempo una anhelada referencia, han logrado ser importantes sujetos de la Historia merced a una definición clara y precisa de unas mínimas zonas de consenso o, para entendernos mejor, intereses nacionales, que han sido el producto de la destilación de su propia Historia. Parecen naturales porque son el resultado de una larga cadena de actos de voluntad, muchos pacíficos, otros brutalmente violentos, de sus respectivas sociedades. Nosotros, por desgracia, ese proceso lo hemos sustituido por unos esfuerzos de voluntad muy definidos y escasos. Lo que ha costado a nuestros vecinos años y años estamos obligados a realizarlo en poco tiempo, diríase que artificialmente, apresuradamente, si queremos seguir su estela.

Este convencimiento me ha llevado a analizar el acto de voluntad más importante de nuestra Historia reciente, la Transición Española y a hacerlo sin caer en el vicio frecuente de minusvalorar nuestros propios éxitos y sin abusar tampoco de una autocomplacencia que se suele generalizar entre las castas dirigentes y que ha impulsado a algunos, no con pocos motivos, a hablar de una «España boba», coincidiendo con periodos de estancamiento político y social previos a grandes desastres nacionales.

El periodo iniciado el 15 de junio del 77 y que culminó con la aprobación de la Constitución del 78 fue un gran éxito colectivo de la sociedad española. El éxito de la empresa, la ilusión por todo lo conseguido, nos impidió prestar atención a los defectos del sistema, a los errores cometidos, a las tareas sin realizar. O, simplemente, no nos dimos cuenta de que un acto de voluntad, por importante que éste fuera, no era suficiente para vencer definitivamente una tendencia histórica.

Sin ánimo de ser exhaustivo, señalaré a continuación los peligros que no remedió la Transición y que siguen allí, acechando a la sociedad española desde la oscuridad de nuestro pasado:

1.- Los nacionalistas no vieron la Constitución del 78 como un objetivo colectivo conseguido sino como una plataforma que les acercaba a sus últimas pretensiones políticas más ó menos indefinidas, según tuvieran mayor o menor influencia. Si los demás supieron ceder, renunciar a sus pretensiones máximas, si la derecha y la izquierda trascendieron sus propias siglas, los nacionalistas nunca renunciaron a sus objetivos últimos. Mientras los demás aprendimos de nuestra propia y terrible Historia de los años 30 que era necesaria la renuncia a los objetivos más radicales en aras de construir una sociedad democrática, pacífica, libre y tolerante, los nacionalistas siguieron confundiendo sus deseos políticos con los intereses de sus respectivas sociedades y se han ido envalentonando más, radicalizándose según se acercaban a sus ensoñaciones totalitarias.


2.- La Constitución fue el primer instrumento para que surgiera la ciudadanía española; es decir, una sociedad vertebrada en la que los ciudadanos fueran libres e iguales ante la Ley. El reto era aún mayor cuando a la vez nacía la España autonómica en la que lográbamos que las diferencias, las características de cada una de nuestras comunidades se convirtieran en un factor de enriquecimiento de toda la nación. Pero el fortalecimiento hasta extremos delirantes de lo identitario y una interpretación de estos sentimientos regionales como algo exclusivo, único, separador, hace que corra peligro el propio significado del concepto de ciudadanía. Prevalece, políticamente desde luego, y a punto estamos de ver una proyección oficial e institucional, un sentimentalismo identitario regionalista que arrasará, como si fuera un ciclón, con los principios de la Ilustración que son los de la ciudadanía.

3.- Una dictadura de 40 años y, sobre todo, un pasado en el que las intervenciones del Ejército en la vida pública han sido continuas nos han llevado a confundir un Estado autoritario con un Estado fuerte. El nuestro, a diferencia de nuestro entorno, nunca fue capaz de lograr denominadores comunes amplios ni de ofrecer a la sociedad española un futuro mejor que el presente que vivimos. La posibilidad de volver al pasado, de empeorar, siempre ha sido temida por la sociedad española. Esta congénita e indiscutida debilidad del Estado no fue remediada por unos políticos con muy buena voluntad y gran capacidad de sacrificio, pero extremadamente condicionados por el reciente pasado y aquejados de una doble debilidad: la de una izquierda que había visto morir a Franco en la cama y la de una derecha contaminada por el Régimen anterior. Esa situación, unida a una acción continua y brutal de la banda terrorista ETA, fue aprovechada en los inicios de la Transición por los nacionalistas, que desde entonces mantienen un protagonismo castrante en la política española. Consecuencia de ello es un Estado cada vez más complejo, más caro, más ineficaz, más débil y menos capaz de garantizar la igualdad y la libertad de todos los ciudadanos españoles y la solidaridad nacional.

Estos peligros no merecieron nuestra atención mientras se mantuvo la pasión por llevar adelante el gran proyecto político del 78.Era tan gratificante construir un Estado plural y democrático, era tan satisfactoria la meta de ser y estar con y como los países de nuestro entorno que no hubo tiempo para las dudas, para las preguntas, para la reflexión. Según hemos ido haciendo realidad nuestros deseos, han ido apareciendo esos peligros no combatidos: volvemos a la necesidad de construir por enésima vez el país, no sabemos bien quiénes somos ni dónde vamos, volvemos a ensimismarnos. Buen ejemplo son los debates propuestos desde el País Vasco y desde Cataluña, como hicimos durante el siglo XIX y gran parte del XX. Las grandes dudas aparecen con fuerza y la división en dos bandos empieza a corroer las vigas maestras de nuestra convivencia. El proyecto de nuevo Estatuto aprobado en el Parlamento catalán nos ha hecho prestar atención a estos problemas que ya estaban latiendo en nuestra sociedad; la apuesta de la mayoría de la clase política catalana, en un buen ejemplo de aventurerismo e infantilismo político, propone al Gobierno actual un reto de carácter definitivo. O se afronta con serenidad, contundencia, tolerancia y un acuerdo básico entre PP y PSOE la propuesta de Mas, Carod y Maragall o sabremos que nuestra clase política no está a la altura. Sin embargo, ese mismo reto abre inmensas posibilidades políticas para solucionar tanto la propuesta concreta del Parlamento catalán como algunos de los peligros comentados anteriormente. El acuerdo para las reformas constitucionales debe inspirarse en 4 principios:


1.- Los cambios se harán para mejorar nuestra convivencia. El objetivo no puede ser integrar/satisfacer a unos nacionalistas que no tendrán plena satisfacción hasta lograr sus objetivos últimos.

2.- Las reformas, los cambios, deben partir de un acuerdo previo entre las dos fuerzas políticas nacionales. Ese acuerdo, que puede ampliarse a otras formaciones políticas, impediría el juego de división que mantienen con éxito después de 25 años los nacionalistas.

3.- No siempre es más progresista, más eficaz, mejor, transferir competencias desde la Administración central a la autonómica; sucede que la gestión de algunas es más eficiente desde una visión general de los intereses colectivos.

4.- Las propuestas de cambio constitucional no deben ser parte de la batalla política diaria. La importancia es de tal naturaleza que la embestida partidaria no es conveniente en modo alguno.

El primer gran reto para poner en funcionamiento estas reglas está servido. Nunca es tarde para apelar a la razón. Ante la propuesta del Parlamento catalán ha llegado el momento de fijar una posición conjunta entre los dos partidos nacionales que representan a la inmensa mayoría de la sociedad española. Una respuesta de esta naturaleza proporcionaría tranquilidad a todos, fortalecería al Estado y pondría a los nacionalistas en lugar adecuado a su representación. Y en Cataluña no pocos suspirarían con alivio al saber que asunto tan trascendente para ellos está en manos de Rodríguez Zapatero y Rajoy, y no de Carod-Rovira.

Es la opción más lógica. Exige capacidad de renuncia de los dirigentes del PP y del PSOE, que deben entender que los intereses generales están por encima de los propios. Pero si esto no sucediera, si perdiéramos la oportunidad de fortalecer el Estado y la ciudadanía española y de entender que es tan valioso lo que nos une como lo que nos diferencia, en poco tiempo clamaremos por un Gobierno de amplia base, participado por el PSOE y por el PP, para enfrentar una crisis institucional muy profunda y claramente expansiva l


(Nicolás Redondo Terreros fue secretario general del Partido Socialista de Euskadi entre 1997 y 2002. Actualmente es presidente de la Fundación para la Libertad)