Nadie lo ignora: han descendido los nacimientos hasta niveles alarmantes y está en juego el relevo generacional, muy distante en los países occidentales, de lo que sería necesario para un desarrollo social sostenible.
Según un informe de la ONU, «además del impacto económico, los cambios causados por el envejecimiento tendrán una influencia mayor en las cuestiones de equidad y solidaridad intergeneracional», y «la tendencia al envejecimiento parece que pueda ser irreversible, haciendo que las poblaciones jóvenes (algo común hasta ahora) se conviertan en algo raro en el curso de este siglo».
¿Causas? Las teorías malthusianas, pioneras de la cultura de la muerte.
Muchos adoptaron las opiniones de Malthus y las divulgaron como si se tratase de incuestionable axioma científico. Según esa ideología mortal, muchos seres humanos estorban en el planeta y, por tanto, hay que eliminar a una gran cantidad para que el dividendo de la tarta de la riqueza del planeta, pueda ser mayor; es decir, hay que procurar engordar procurando que no se sienten muchos a la mesa.
¿Y a quiénes se puede eliminar sin manchar la conciencia?
La respuesta la encontraron en Calvino, en su teoría de la predestinación: los ricos van al Cielo porque la riqueza es señal de bendición; y los pobres no merecen el amor de los hombres porque tampoco merecerán el amor de Dios.
Muy sencillo: había que eliminar a los pobres mediante el hambre, las guerras, el aborto, la eutanasia, la anticoncepción y ensalzamiento de la homosexualidad, además de trivializar la maternidad y valorar la sexualidad únicamente como instrumento de placer, desligado de su función natural generativa.
¿Quiénes interesan? Los que producen riqueza y bienestar: los ricos, la gente culta, los científicos, que pueden mejorar los medios de producción con su creatividad. ¿Nos parece raro? Pues todo esto está escrito y programado desde el siglo XIX.
Es la cultura de la muerte, que algunos creen progresista y que se basa en argumentos falsos que desprecian la vida del pobre, del enfermo, del nonato, del débil. Es contrario a los sentimientos de humanidad y de caridad, a la dignidad del ser humano y a la verdad; se apoya en ideologías ciegas y en la maldad del corazón avaro. Se equivocó el puritano Malthus cuando escribió que si continúa el crecimiento demográfico se acabarán las existencias económicas del planeta.
Yo le habría dicho: Pues deje usted que se acaben y que muramos por causas naturales; pero no nos manchemos de sangre las manos. Las riquezas no se acabarán; pero las manos de muchos están manchadas de sangre y el corazón negro por la injusticia que supone matar al débil para mayor engorde del rico.
Un país pobre en riquezas naturales, como Japón, ha dado un salto de gigante en su economía, dándonos así una lección. Si en Suramérica -digamos por caso- hay pobreza, no es por su suelo ni su población, sino por la ineptitud y el egoísmo de sus gobernantes.
Ni Calvino ni Malthus llevaban razón; pero el uno y el otro han contribuido a desencadenar la cultura de la muerte, aplicada primero en la Rusia soviética en los años 20 y extendida por occidente desde 1973, cuando se aprobara en Estados Unidos la ley del aborto con el caso Roe vs. Wade (era falso el caso límite concreto).
Las ideologías ciegan al hombre: Sucede, por ejemplo, en China: su política del hijo único es causa de su desajuste demográfico. Cada vez hay allí menos jóvenes y más viejos, y existe un desequilibrio entre número de hombres y de mujeres. Nada halagüeño tampoco lo que sucede ya en Occidente con el rechazo al niño, a la vida.
¿Cómo pueden llamar a esto, progreso? ¿Será para disimular la oscuridad de las ideas que encierra? ¿Se lo creerán a fuerza de repetirlo e imponerlo? ¿En dónde está el progreso? ¿En la muerte o en el estallido y conservación de la vida?
Lo que se necesitan son políticas familiares sanas que ayuden a paliar la situación en la que nos hemos metido.
Josefa Romo, Valladolid