Dado el peso moral del catolicismo en el mundo, con sus mil quinientos millones de miembros y su oferta específica de sentido para la vida humana, ya tampoco es pensable la historia del mundo en este siglo sin integrar lo que ese Concilio significó y lo que de él surgió…
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OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL
PARA sorpresa de próximos y lejanos, un hombre de origen campesino, con aspecto sencillo y bondadoso, convocaba el 25 de diciembre de 1961 el acontecimiento religioso de mayor trascendencia en el siglo XX. El convocante era Juan XXIII, obispo de Roma, como tal cabeza del colegio episcopal y con él la autoridad suprema de la Iglesia católica. El 11 de octubre de 1962 inauguraba solemnemente en la Basílica de San Pedro el Concilio Vaticano II.
Durante los meses de septiembre a noviembre de los cuatro años siguientes los dos mil quinientos obispos de la Iglesia católica, reunidos todas las mañanas en la basílica vaticana, repensaron la misión de la Iglesia en el mundo, la forma de acoger y expresar la revelación de Dios, las reformas necesarias para que el Evangelio apareciera como bella y buena noticia de Dios para todos los hombres.
El 8 de diciembre de 1965, fiesta de la Inmaculada Concepción, Pablo VI, heredero sagaz y realizador realista de la utopía de su predecesor, clausuraba ese concilio, ofreciéndolo a la Iglesia como don de Dios y tarea propia. A la vez, con él presentaba a todos los hombres la comprensión que la Iglesia tenía de sí misma (Ecclesia ad intra), junto con su proyecto de convivencia y colaboración con todos los hombres en la historia común (Ecclesia ad extra).
La historia de la Iglesia católica en el siglo XX ya no es pensable sin el Vaticano II. Sin él tampoco es ya pensable la historia de España. Más aún, dado el peso moral del catolicismo en el mundo, con sus mil quinientos millones de miembros, por su presencia física en toda la geografía y su oferta específica de sentido para la vida humana, ya tampoco es pensable la historia del mundo en este siglo sin integrar lo que ese Concilio significó y lo que de él surgió. Pensemos en Polonia, en Juan Pablo II y en los acontecimientos de 1989.
Como acontecimiento interno de la Iglesia católica, fue normal en un sentido y revolucionario en otro. Normal, porque la búsqueda colectiva de la verdad es una constante en la historia de la Iglesia, junto con la dimensión comunitaria de su expresión y la decisión última sobre sus contenidos dogmáticos y exigencias morales mediante una reunión material o representativa de todos los obispos. Un concilio no es nada más y nada menos que eso desde los primeros días de la Iglesia en Jerusalén: «Porque nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros» (Hch 15,28). Revolucionario, porque se propuso rectificar la historia anterior estableciendo conexión profunda entre conciencia cristiana y modernidad; ensamblar los mejores impulsos y esperanzas sociales con las potencias propias del Evangelio; crear en la Iglesia aquellas actitudes, expresiones e instituciones que no nublasen sino que mostrasen su verdadera esencia y su misión de ser signo de Dios para el mundo, altavoz del Evangelio, sacramento universal de salvación para una Humanidad que es admirable y gloriosa en un sentido, cruel y agónica en otro.
El concilio no podía decir una palabra verdadera a los de fuera, los no creyentes, si previamente no decía a los propios creyentes de la Iglesia una palabra iluminadora de esa esencia y fortalecedora de su misión. El corazón del concilio son las tres Constituciones: l) Sobre la revelación de Dios en la palabra, que ofreciéndose al hombre como una conversación de un amigo a otro amigo suscita la respuesta personal que es la fe (Dei Verbum). 2) Sobre la liturgia en la que la comunidad creyente rememora, actualiza, acoge y agradece la revelación y autodonación de Dios al hombre mediada por los sacramentos, sobre todo, y por las demás celebraciones comunitarias. (Sacrosanctum Concilium). 3) Sobre el propio ser y estructura de la Iglesia, situándola en el horizonte de la comunicación trinitaria, como pueblo de Dios en el que hay misiones y responsabilidades diferenciadas, que la gracia cualifica y mediante las cuales propone la salvación de Cristo, de quien recibe su luz, ya que ella, como la luna respecto al sol, no la tiene propia y sólo emite la que recibe de Cristo.
El documento del Vaticano II que más eco público encontró fue la «Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual» (Gaudium et Spes). En ella, después de situar al hombre en su concreto mundo, expone en una primera parte la Iglesia y la vocación del hombre (la dignidad de la persona humana; la comunidad humana; la actividad humana en el mundo; la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo); y en una segunda parte analiza algunos problemas que considera más urgentes (la dignidad del matrimonio y la familia, el fomento del progreso cultural, la vida económica y social, la comunidad política, la comunidad de los pueblos y la paz). Es el documento conciliar más largo; el más trabajoso en su elaboración; el de mayor repercusión inmediata en la sociedad y el que más ha sufrido con el paso del tiempo. Hoy estamos interiormente implantados en un mundo que ya no es sólo fruto de los entusiasmos y esperanzas de la modernidad, sino que vive afectado también por los desgarros de una historia inhumana y la perplejidad de una posmodernidad que tantea y duda.
Estas cuatro Constituciones fueron acompañadas por otros documentos de intencionalidad y género literario distintos, pero de no menor importancia histórica: los nueve Decretos, referidos sobre todo a situaciones y tareas internas de la Iglesia, y las tres Declaraciones, referidas a problemas comunes, a sociedad e Iglesia, mostrando cuáles son el pensamiento teórico y los criterios prácticos de ésta. Entre los Decretos, subrayo la importancia capital del dedicado al ecumenismo: encuentro, diálogo y colaboración con las comunidades eclesiales nacidas de la ruptura realizada en el siglo XVI. Entre las Declaraciones, dos fueron de profunda repercusión mundial; mostraban una abertura-ruptura con anteriores posturas de la Iglesia católica: una sobre la libertad religiosa y otra sobre las relaciones con las religiones no cristianas (judaísmo, islam, hinduismo, budismo …).
La historia de España en el siglo XX es incomprensible sin lo que el Vaticano II desencadenó, liberó, posibilitó y exigió. De las cuatro transiciones que han engendrado la España actual (la económica 1959: planes de desarrollo; la religiosa 1962-1965: Vaticano II; la política 1978: Constitución; la moral-cultural: alternancia de los partidos en el gobierno de la nación), la religiosa fue la más radical y completiva, porque afectó a la raíz personal y moral de las conciencias, que es donde se religa o desliga todo. A una población de mayoría católica, determinada por una situación política de catolicismo nacional, le mostró las razones internas que hacían posible y necesario un cambio de actitudes morales,sociales y políticas. Y ello no para negar, sino para hacer más verdadera su fe católica.
La libertad religiosa no podía ser una isla en un océano sin las demás libertades; tras aquella tenían que venir todas estas. De ese espíritu del Concilio nació la necesidad de concordia, de reconciliación, de consenso y de paz en la justicia. Este es el quicio moral de la transición reconciliadora en una España democrática. Intentar olvidar, negar o trasmutar el sentido de esos hechos es invertir con violencia la historia vivida y sembrar las semillas de una nueva discordia incivil.
A los 40 años no se puede repetir sin más el Concilio, pero sí se debe revivir en la luz de las nuevas situaciones, problemas y esperanzas. Es la hora de pasar de una lectura situacional, política o eclesiástica a una lectura religiosa, teológica y eclesial; paso de una mera lectura del gesto y contexto conciliares al análisis objetivo de los textos; cambio de una lectura de sola información por una lectura de reflexión y conversión. Lectura con el mundo ante los ojos, pero no con el mundo como «anteojeras». Lectura con el Evangelio y la Ilustración como claves interpretativas. Lectura con atención a lo que el Espíritu Santo dice hoy a la Iglesia y a todo lo que la creatividad humana sigue suscitando.