En buena hora, en plena cuaresma y en plena travesía por el desierto que es la Venezuela de hoy nos llega esta Pasión de Cristo de Mel Gibson. Pasar del Viernes Santo al domingo de pascua es la tarea que nos queda a quienes somos actores, no simple espectadores de La pasión…
Por Mons. Baltazar Porras
Escribo bajo el impacto de la proyección de la magistral obra de Mel Gibson. No sé cuántas películas sobre Jesús de Nazaret he visto. Desde una vieja versión mexicana que causaba más hilaridad que devoción hasta los filmes más recientes, siempre polémicos y controvertidos. Esta llama la atención por lo ajustado al texto y contexto bíblico en su dimensión religiosa, en su fidelidad a los evangelios y en la evocación creyente u orante que sugieren sus escenas.
La cinta es más imagen que texto. En contadas ocasiones se aparta de la letra de los evangelistas. No hay concesión al color sino a la penumbra como en los mejores óleos de Rembrandt, Velásquez o Melchor Cano. Esos claroscuros son el mejor retrato de la sordidez cuando se irrespeta la condición humana. Con la excepción de la escena de la lágrima, al final de la película, se puede afirmar que el productor ha hecho poca concesión a la imaginación. La sangre, los azotes, las burlas, las indecisiones, la saña de los detentores del poder, el comportamiento de la soldadesca amparada en la impunidad, el lenguaje de los rostros, no provocan odio o repugnancia. Al contrario, despiertan la actitud orante y contemplativa que insinúa, en el encuentro con Jesús sufriente, la auténtica fuerza transformadora de las miserias y lacras humanas. El final no es la muerte sino la resurrección, la plenitud de vida que pasa por el tributo doloroso, absurdo, purificador del sufrimiento del inocente.
En buena hora, en plena cuaresma y en plena travesía por el desierto que es la Venezuela de hoy nos llega esta Pasión de Cristo de Mel Gibson. Pasar del Viernes Santo al Domingo de Pascua es la tarea que nos queda a quienes somos actores, no simple espectadores de La pasión.