Al llegar a Europa, se topan con una realidad con la que no cuentan, a la vez que paradójica: la ley, ésa que brilla por su ausencia en sus países de origen, y ésa que en el mundo civilizado debería protegerles, lo primero que les dice es que no pueden trabajar ni vivir entre nosotros.
Su viaje dura una media de tres años, durante los cuales atraviesan desiertos y mares, de país en país, de camión en camión, de barco en barco, para intentar llegar a Europa. No se sabe cuántos lo consiguen. Y menos cuántos se quedan en el camino.
Si recalan en España, la mayoría de las veces es por casualidad. Son los subsaharianos que deciden huir de la guerra, la hambruna, la violencia religiosa o étnica, la falta de libertad o simplemente de la pobreza. Buscan una vida mejor para los suyos, o sencillamente una vida que no se base en la pura supervivencia.
"No vienen porque aquí suceda algo, tipo que les den papeles o que haya riquezas. Vienen porque en sus países no pueden estar", explica Antonio Díaz de Freijo, director de la asociación Karibu de ayuda al pueblo africano. "No salen de sus casas para decir: 'Me voy a Europa'", continúa, "y menos: 'Me voy a Madrid', porque ni lo conocen. Salen de su pueblo para ir a un pueblo vecino, o a la capital, o a un país vecino, y el camino les va llevando a no encontrar soluciones, y les lleva hasta aquí, a terminar arriesgando su vida, cruzando el desierto o el mar en un cayuco".
Una vez llegan, el desamparo. Si empezar una vida nueva en un país desconocido es siempre complicado, en el caso de los subsaharianos se suma que vienen con lo puesto. Sin equipaje, sin destino, sin visado de turista y muchas veces sin documentos.
Quiénes son
A diferencia de la inmigración latinoamericana, caracterizada por venir la mujer a trabajar en el servicio doméstico, para después viajar su marido o pareja, en el caso de los africanos, suelen ser hombres.
Pero la violencia y la guerra obliga también a huir a las mujeres, muchas veces con sus hijos. El mismo día que visitamos las instalaciones de Karibu nos encontramos con un caso especialmente grave: una mujer con dos niños, de dos y tres años, recién llegada de Melilla. Están en la calle. Y aunque aún no han llegado los rigores del invierno madrileño, es urgente encontrarles alojamiento. No sólo por el frío, sino porque, si da con ellos la policía, es muy probable que avise a protección de menores y los pequeños sean separados de su madre.
"No tengo donde meterla", explica Díaz de Freijo, "igual en un hostal, pero es un gasto suplementario". Y es que hay que controlar las cuentas al detalle. La crisis se ha cebado también con las ONG. "Vivimos un momento muy difícil. Los recursos de las asociaciones han disminuido radicalmente, de hecho muchas han cerrado. Los que aguantamos somos menos y por lo tanto hay menos plazas", añade el director de Karibu.
Cómo viven
Ese día es como cualquier otro en la asociación. Una sala de espera empapelada con carteles de instrucciones para recibir comida, ropa y otras ayudas, llena de personas que aguardan su turno con paciencia. Una se acicala y coloca la corbata, probablemente en busca de trabajo. Otro lee el periódico. Mientras, una voluntaria de unos 70 años intenta comunicarse con una mujer, chapurreando francés. En el portal, otros aguardan para recibir ropa y alimento.
Muchos se encuentran en situación irregular, con pocos visos de que esto cambie. Y es que, al llegar a Europa, se topan con una realidad con la que no cuentan, a la vez que paradójica: la ley, ésa que brilla por su ausencia en sus países de origen, y ésa que en el mundo civilizado debería protegerles, lo primero que les dice es que no pueden trabajar ni vivir entre nosotros.
"Ahí empieza la clandestinidad. Desde el momento de la llegada en cayuco o patera, sea a Canarias, a las costas del sur de Europa o a Ceuta y Melilla, se van a encontrar con una detención que les va a llevar no a una cárcel, pues no han cometido delito, pero sí a un centro de internamiento de extranjeros, que es una cárcel en definitiva".
La 'amenaza' de la ley'
Cuando salen, bien porque no los pueden devolver a sus países de origen porque no tienen documentación, bien porque en esos países su vida corre peligro, se encuentran con que tienen que sobrevivir en medio de la clandestinidad, "siempre amenazados por la ley, por las persecuciones policiales, por órdenes y dictámenes de jueces que dictan una orden de expulsión…", explica Díaz de Freijo. "Su fuerza moral es lo único que les permitirá salir adelante".
De hecho, en más de una ocasión se han practicado arrestos en las instalaciones de la asociación. La última, el pasado abril, cuando los africanos que acudían a clases de lengua española, alfabetización e informática fueron detenidos por la policía a las puertas del centro.
Cara y cruz de una misma moneda
Así, en un limbo jurídico y permanentemente amenazado vive Joel Woguia-Hodiep, un pigmeo que abandonó su Camerún natal hace 11 años para probar suerte en Francia. La fortuna no le sonrió, y un accidente laboral lo dejó incapacitado para realizar trabajos físicos, así como dolores permanentes. Al no estar asegurado, no percibe ningún tipo de pensión. "Para mí la vida es dura aquí y allí", admite, aunque cree que eso le hace más fuerte. "Como las hormigas: si no pueden llegar a un sitio, hacen un puente. Yo igual".
Hace un año decidió instalarse en España, y desde entonces lucha por obtener trabajo y papeles. No quiere volver a Camerún. "Después de 11 años fuera, no tengo nada allí". Mientras espera ese giro que le cambie la vida, se vuelca con la música y la creación de instrumentos musicales tradicionales pigmeos.
* Extracto