Alumbrar un hijo y después morir

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Historias que ahora salen en los periódicos, a remolque de los grandes titulares, pero que ellos, los vecinos de Lampedusa, llevan desde hace mucho grabadas. «“¿¡Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla!?”

Tal vez haya quien se pregunte por qué Lampedusa, la más grande de las islas Pelagias, con 20 kilómetros cuadrados de territorio y apenas 5.000 habitantes anclados en medio del Mediterráneo, a mitad de trayecto entre las costas de Túnez —a 113 kilómetros— y las de Sicilia —a 205—, se vuelca cada día, cada noche, con los inmigrantes. Tal vez sea porque, desde hace años, escucha de primera mano las historias que cuenta Pietro Bartolo, el jefe del centro sanitario, o los voluntarios de las ONG que trabajan en el centro de acogida. Historias que ahora salen en los periódicos, a remolque de los grandes titulares, pero que ellos, los vecinos de Lampedusa, llevan desde hace mucho grabadas…

Dice el doctor Bartolo con un gesto de inmensa pena en la cara: “La noche del viernes, siete de los 21 cuerpos que llegaron a Lampedusa eran de niños, pequeñísimos todos, entre seis meses y un año. Verlos llegar uno detrás de otro ha sido una tortura, una tortura infinita”. Pero no la única. Tras recibir asistencia, uno de los supervivientes, un sirio que no llegaría a los 30 años, contó que él, su esposa y una hija de nueve meses habían sido rescatados del agua y llevados a Lampedusa en buen estado de salud.

La mujer, sin embargo, estaba bajo shock, no conseguía articular palabra. El marido, llorando, contó por qué: “Cuando la barcaza volcó, agarré a la niña pequeña y la apoyé en mi pecho. Mi mujer estaba muy lejos, pero nuestro otro hijo había desaparecido. Luego lo hemos visto flotar, muerto, no hemos sido capaces de alcanzarlo”. El cuerpo del niño, de tres años, fue recuperado por otro de los supervivientes e izado a la nave de guerra italiana Lybra. Ya en Lampedusa lo reconocieron sus padres.

Historias que compiten en amargura. La de una joven siria encinta que dio a luz en el mismo barco que el viernes naufragó entre Malta y Lampedusa. Había sido asistida por su marido y por seis médicos sirios que formaban parte de los fugitivos de su tierra en guerra. “El parto fue bien”, según contó después uno de los supervivientes, “y todos festejaron el nacimiento como una señal de fortuna. Pero poco después el barco se fue a pique y murió. De toda la familia que viajaba junta, solo quedó el marido”. En medio de un centro de acogida abarrotado, donde los recién llegados, todavía temblando, se mezclan con el millar que llegó en las noches anteriores, el marido que se había quedado solo gritaba y se pegaba contra las paredes, incapaz de soportar tanto dolor.

“Temíamos que se suicidara”, dice uno de los psicólogos llegados desde Roma para intentar echar una mano, “no queríamos quitarle el ojo de encima, ¿pero quién nos dice que esos que no abren la boca, que están sentados en un rincón y no quieren ni probar bocado, no escondan una historia parecida? ¿Qué habrán visto en el mar? ¿A quién no habrán podido salvar?”.

Durante el fin de semana, Lampedusa vivió sobrecogida desde el puerto nuevo uno de los tragos más amargos. El momento en que una grúa izaba uno a uno los 359 ataúdes —después se recuperaron otros 20 cadáveres más— para cargarlos en el buque de guerra Cassiopea con destino a distintos cementerios de Sicilia. Un número pintado sobre las cajas —muchas de ellas blancas— y un ramo de flores marchitadas. El llanto, sin saber a dónde debía ser dirigido, de algunos supervivientes eritreos y sirios que habían logrado acercarse al muelle. Y las historias, todas las historias que, cuando la noche cae, se intercambian en las terrazas del puerto los médicos y los agentes de los Carabinieri, los periodistas y los buzos de la Guardia de Finanzas, incapaces unos y otros de quitarse de la mente lo que, desde hace años, los vecinos de Lampedusa llevan gritando: “¿¡Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla!?”.

Autor: Pablo Ordaz