Testimonio del P. Anton Luli, jesuíta, superviviente de la persecución de la dictadura de Albania. P. Anton Luli pasó sus 50 años de sacerdocio entre cárceles y persecuciones.»Me sorprendo de haber podido soportar tanto sufrimiento, con una fuerza que no era la mía, conservando una serenidad que no podía tener otro origen que el corazón de Dios». «Esta es la verdadera enseñanza de mi experiencia de vida : en todo momento de sufrimiento y de dificultad «nosotros salimos vencedores gracias a Aquel que nos amó» (Rom 8,37).»ANTON LULI : FIDELIDAD Y MARTIRIO
Por desgracia, los actuales sufrimientos de la población albanesa no son algo nuevo. Con unos 3 millones de habitantes y algo más de 28.000 Km2, bañadas sus costas por el mar Adriático y limitando con la antigua Yugoslavia y con Grecia, Albania uno de los países europeos que más ha sentido la represión de una dictadura: Albania. Actualmente se vive allí un proceso de recuperación de las libertades, pero en esta nación, cuna de la madre Teresa de Calcuta, la Iglesia ha sufrido una de las más cruentas persecuciones desde que en 1945 tomaran el poder los comunistas y en 1967 su Constitución declara ateo al Estado.
Testigo de esta dolorosa historia fue el sacerdote Anton Luli, fallecido el día 10 de marzo en Roma a la edad de 88 años. El P. Luli, de origen albanés, fue arrestado en 1947 y liberado 42 años más tarde. Muchos de sus compañeros fueron mártires. No derramó su sangre, pero sí padeció profundos sufrimientos morales y físicos a causa de su fidelidad a Cristo y a su Vicario. Él mismo narró su experiencia durante las celebraciones del Jubileo Sacerdotal de Juan Pablo II en noviembre de 1996.
En el Aula Pablo VI del Vaticano, el sacerdote albanés habló ante el Santo Padre en nombre de los sacerdotes invitados que también cumplían 50 años de su ordenación: Todas nuestras experiencias, tan diversas, hechas de oración y trabajo, de predicación y guía personal de las almas, de cercanía humana y de acción sacramental, marcadas ciertamente por grandes alegrías y por la misteriosa sombra de la cruz, se reencuentran, como caminos que confluyen de puntos diferentes, en el lugar místico de donde partieron: el Corazón sacerdotal de Cristo.
El propio P. Luli también ofreció su testimonio, al comentar un misterio del Rosario, ante dos mil sacerdotes de todo el mundo reunidos ante la Virgen de Fátima en el I Encuetro mundial de sacerdotes, preparatorio del Jubileo2000, celebrado en Fátima en 1996.
Este era su testimonio:
Soy albanés y todos ustedes saben que mi país apenas ha salido de las tinieblas de una dictadura comunista de las más crueles e insensatas, que ha dirigido su odio contra todo aquello que podía, de alguna manera, hablar de Dios. Muchos de mis hermanos en el sacerdocio murieron mártires : a mí, por el contrario, me ha tocado vivir. Apenas había terminado mi formación, me arrestaron en 1947, tras un proceso falso e injusto. He vivido diecisiete años como prisionero y otros tantos de trabajos forzados. Prácticamente he conocido la libertad a los 80 años, cuando al fin en 1989 he podido celebrar la primera misa con la gente. Humanamente hablando he sido desposeído del derecho de vivir.
Pero, recorriendo con el pensamiento mi propia vida, me doy cuenta de que ésta ha sido un milagro de la gracia de Dios y me sorprendo de haber podido soportar tanto sufrimiento, con una fuerza que no era la mía, conservando una serenidad que no podía tener otro origen que el corazón de Dios.
Me han oprimido con toda clase de torturas: cuando me arrestaron la primera vez me hicieron permanecer nueve meses en un baño: me tenía que acurrucar por tierra encima de los excrementos endurecidos sin lograr jamás extenderme completamente, tan estrecho era aquel sitio. La noche de Navidad de aquel primer mes, siempre en este lugar, me hicieron desvestir y me ataron con una cuerda a una viga, en modo tal que podía tocar el piso sólo con la punta de los pies. Hacía frío ; sentía el hielo que subía a lo largo de mi cuerpo ; era como la muerte lenta. Cuando el hielo me estaba llegando al pecho grité como desesperado. Mis guardias corrieron, me golpearon y luego me tiraron al suelo. Con mucha frecuencia me torturaban con la corriente eléctrica : me metían dos alambres en los oídos. Era una cosa horrible. Durante un tiempo me amarraban las manos y los pies con alambres, y me echaban al suelo en un lugar oscuro, lleno de grandes ratas que me pasaban por encima sin que yo pudiera hacer nada. Llevo todavía en mis muñecas las cicatrices de los alambres que se me incrustaban en la carne. Vivía con la tortura de permanentes interrogatorios, acompañados de violencia física. Recordaba entonces los golpes sufridos por Jesús al ser interrogado por el Sumo Sacerdote.
Una vez me colocaron delante de un papel y un bolígrafo y me dijeron : «Escribe una confesión de tus crímenes y, si eres sincero, podríamos hasta mandarte a casa». Para evitar golpes y bastonazos empecé a llenar alguna página con los nombres de los muertos o de los fusilados, con los cuales nunca tuve nada que ver. Al final añadí : «Todo lo que he escrito no es verdadero, pero lo he escrito porque me obligaron». El oficial empezó la lectura con una sonrisa de satisfacción, seguro de haber logrado su objetivo, pero cuando leyó los últimos renglones, me golpeó y, blasfemando, ordenó a los policías que me llevaran fuera, gritando : «Sabemos cómo hacer hablar a esta carroña».
Cuando salí de la prisión, me enviaron a trabajos forzados como obrero en una finca estatal : me pusieron a trabajar en la recuperación de los pantanos. Era un trabajo fatigoso y con la poca alimentación que teníamos se nos reducía a gusanos humanos : cuando uno de nosotros caía extenuado, le dejaban morir. Pero en aquella etapa logré decir misa de manera clandestina y sólo desde el ofertorio hasta la comunión. Conseguí un poco de vino y algunas formas, pero no podía confiar en nadie ya que si me descubrían, me hubieran fusilado. En este trabajo en los pantanos estuve once años.
El 30 de abril de 1979 me arrestaron por segunda vez, me registraron y me llevaron a la ciudad de Scurati. No tenía más que el rosario, un cortaplumas y el reloj. Después de la requisa me tiraron al suelo de una celda. Me daba cuenta que me dirigía a un nuevo calvario ; pero fue precisamente en aquella ocasión cuando tuve una experiencia extraordinaria, que me recordaba la transfiguración de Jesús, en la cual Él tomó fuerzas para comenzar su sufrimiento. Él subió a la montaña, yo me sentía al principio como sepultado en lo más profundo de la tierra. Pero de improviso la desolación dio paso a una extraordinaria experiencia de Jesús. Era como si Él estuviera allí presente, frente a mí, y yo le pudiera hablar. Fue determinante para mí aquel momento porque comenzaron de nuevo las torturas y otro proceso. El 6 de noviembre de 1979 me condenaron a morir fusilado. La causa que adujeron fue «sabotaje y propaganda antigubernativa…». Pero, dos días después, la pena de muerte fue conmutada por 25 años de prisión.
Así ha transcurrido mi vida, pero jamás he albergado en mi corazón sentimientos de odio. Después de la amnistía, un día me encontré a uno de mis torturadores, sentí entonces el impulso interior de saludarlo y lo besé. La formación que recibí en la Compañía de Jesús me había acostumbrado a la idea de que la fidelidad al Señor es lo más importante en la vida de un jesuita y que a veces hay que pagarla a un alto precio. Incluso con la propia vida.
Pero, contemplando en el quinto misterio glorioso del Rosario, la gloria de María en el cielo, y pensando que también a nosotros se nos ofrece esta gloria futura con Dios, no puedo hacer otra cosa que dirigirme a vosotros, con las palabras de San Pablo : «Estimo que los sufrimientos del mundo presente no son comparables con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rom 8,18). Mientras contemplamos la gloria de María en el cielo, permanezcamos fieles, en pie, con fuerza y dignidad cerca de la cruz de Jesús, sin importarnos el modo en que esa cruz se presente en nuestra vida. Nosotros somos personas que nos entregamos al amor de Cristo. ¿Quién nos separará de este amor ? Esta es la verdadera enseñanza de mi experiencia de vida : en todo momento de sufrimiento y de dificultad «nosotros salimos vencedores gracias a Aquel que nos amó» (Rom 8,37).