La vida civilizada sólo es posible allí donde impera la regla de oro de la conducta humana
Sus mandatos no son exorbitantes, pues el contenido de esta regla moral, muy parco y de carácter negativo, se reduce a una prescripción única: «No hagas a otro lo que no te gustaría que te hicieran a ti». Aunque muchas veces no se cumpla, el aforismo anterior siempre nos gratificará psicológicamente al permitirnos en cualquier circunstancia diferenciar a un necio de un idiota.
No supone mucho esfuerzo perdonar a un necio, es decir, a las personas que simplemente no saben. El ignorante puro, aquel al que no le acompaña la sombra de la fatuidad, padece únicamente un defecto intelectual o una merma educativa que con frecuencia le impide incluso el conocimiento de sí mismo. El necio es un infeliz. El idiota, por el contrario, es un personaje muy distinto.
El idiota, desde los griegos, es el incapacitado para relacionarse con los demás. Su tara no es, como le sucede al ignorante, de naturaleza mental. Los idiotas pueden ser muy inteligentes, pero rara vez se despojan de su crónica indiferencia. Son tan insensibles como el necio respecto al mundo en que viven, pero la causa de su mal específico y particular -su indiferencia- es, en este caso, de orden moral.
Poco habría que objetar al automatismo desangelado de los indiferentes si su reino no traspasara la biología. En el mundo es conveniente que haya de todo y hasta los buitres se colaron, al parecer, en el Arca de Noé. El problema (con permiso de los psiquiatras), pertenece más bien a los ámbitos cultural y económico y, si me apuran, presenta igualmente derivaciones jurídicas. El idiota es un producto evidente del mercado -una institución necesaria que ofrece lo bueno y lo malo-, una excrecencia de cierto liberalismo que –Ortega dixit- se consume a sí mismo. La apatía moral no es una suma de átomos aislados, sino el carácter colectivo de una época. La idiotez es el precipitado sociológico de una determinada manera de actividad económica para la que cualquier sentimiento de culpa significa un estorbo en su desarrollo, un proceso que culmina en un consumo sin ton ni son. La indiferencia es realmente una ideología.
Se aproxima al totalitarismo en tanto que niega a los hombres su capacidad de sentir angustia, el derecho a paladear su propia libertad. Pero se aleja radicalmente del totalitarismo porque la renuncia del idiota a su humanidad -la idiocia es el ensimismamiento en la estricta privacidades, a fin de cuentas, voluntaria.
Nuestro Código Penal castiga el delito de omisión del deber de socorro cometido por el que no ayuda a una persona que se halla desamparada y en peligro manifiesto y grave, pudiendo hacerlo sin riesgo propio ni de terceros. El apático no es causante del mal que padece el desamparado, pero no puede excusar su auxilio cerrando los ojos, pues los dos pertenecen a la misma comunidad humana. El abúlico moral no debe justificarse alegando, por ejemplo, que la responsabilidad de los naufragios constantes en aguas del Atlántico recae en unos modernos negreros que nadie sabe del todo quiénes son. Sólo un idiota califica de ilegal la aventura de unas personas que huyen de la muerte o la miseria y las devuelve a su punto de partida. Sólo un incapacitado moral evapora su culpa en unas muertes por ahogamiento levantando alambradas en sus fronteras que le permiten, muy finamente, rechazar a un desesperado sin necesidad de dispararle un solo tirol (…)