En pleno Buenos Aires del siglo XXI, la esclavitud ha renacido.
La perversa combinación de condiciones económicas y procederes ilegales permitió que se extendieran por la ciudad talleres clandestinos donde seres humanos pueden llegar a trabajar dieciséis o más horas diarias a cambio de un dólar.
Cuando una invasión de prendas asiáticas que se vendían a precios irrisorios amenazaban a la producción local. Algunos empresarios del ramo descubrieron que para convivir con tanta bagatela importada debían orientar su oferta hacia un público ávido de diseño y glamour, y -sobre todo- reducir sus costos. Para ello, tercerizaron la producción; es decir, la derivaron a sórdidos talleres que, amparados en la clandestinidad, transforman la normativa laboral en puro cuento y someten a sus empleados a indignas condiciones de trabajo y de vida.
“Vivíamos y trabajábamos en una pieza de tres por cuatro donde había tres máquinas de coser: dos rectas y una de doble aguja. Con mi mujer, dormíamos en el suelo pues la única cama la compartían nuestros dos niños. Era un lugar inseguro e insano porque las conexiones eléctricas de las máquinas estaban sueltas y el polvillo del aire nos afectaba los pulmones”; así recuerda el costurero AHR –cuya identidad se reserva – al tugurio en el que vivió con su familia durante casi un año, mientras confeccionaba polares Montagne, bermudas Rusty y buzos Lacar.
Él y su esposa comenzaban a coser a las 7 de la mañana y terminaban a la 1 del día siguiente. Eran 18 horas de labor que sólo interrumpían para comer. A las 9 -cuenta- nos daban una taza de café y un pan. Al mediodía, una porción de arroz con una papa y un pedazo de carne o un huevo. A eso de la seis de la tarde nos servían un té con otro pan y a la noche una sopa de arroz. En esas ocasiones, cada miembro de la pareja recibía una mínima ración que ellos achicaban para compartirla con sus hijos. Para colmo, el matrimonio debió esperar seis meses para cobrar su primer salario.
AHR no trabajaba en algún lugar recóndito del país, sino en un taller situado en la calle Eugenio Garzón 3853 del barrio de Floresta, donde -se supone- debería llegar el imperio de la ley 12.713 que resguarda los derechos de quienes, como él, son trabajadores a domicilio.
La moda viene en negro
Para la actual temporada otoño-invierno, la reconocida marca Ona Saez propone su Colección Negra. Si se considera que sus propietarios están denunciados por producir de modo ilegal, podría presumirse que el nombre de la serie sea -tal vez- un reconocimiento a quienes la confeccionaron trabajando, precisamente, en negro; es decir, al margen de los convenios laborales, sin percibir aguinaldo, salario familiar, vacaciones ni indemnización en caso de despido, sin contar con seguro de trabajo y sin que los empleadores realicen aportes previsionales ni de obra social.
Pero el trabajo en negro es sólo un aspecto de los talleres clandestinos. En setiembre de 2005, el vecino Gustavo Vera aportó pruebas a la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires sobre la existencia de una gran cantidad de talleres clandestinos donde los dueños se llevan fortunas mientras cientos de trabajadores son salvajemente explotados como si fueran esclavos. Vera aclaró que se trataba de talleres medianos y grandes con diez empleados como mínimo y maquinaria de última generación que a diario producen considerables volúmenes de prendas para los fabricantes. En estos establecimientos -agregó- los costureros cobran menos de la mitad del salario de convenio por jornadas laborales que duplican la normal.
Desde hacía un tiempo, la Defensoría venía pesquisando la actividad de algunos talleres de confección; pero la denuncia de Vera agregó precisiones que demostraban la existencia de una estructurada modalidad de explotación.
Manos de Bolivia
Obligar a que alguien trabaje dieciséis horas diarias por un magro salario es una conducta que la ley 12.713 reprime con multa y cárcel. Por eso, semejante régimen laboral sólo es posible desde una clandestinidad preservada por fachadas de casas familiares que oculten a los talleres, por la complicidad de ciertos funcionarios y, sobre todo, por el silencio de quienes lo padecen.
Difícil es encontrar a argentinos dispuestos a trabajar en tales condiciones y más lo es asegurarse que no las denuncien al sindicato, a la autoridad laboral o a la justicia. Por eso, los talleristas clandestinos reclutan a sus costureros entre miembros de la comunidad boliviana.
A los que aquí viven, los suelen convocar a través de Bolivia, el Corazón de América, un programa que Hugo Arnez Zambrana conduce la emisora preferida de la audiencia boliviana en Buenos Aires. Zambrana -quien se jacta de ser un hombre solidario- también cuenta con la página web donde los talleristas publican clasificados pidiendo overloquistas, collaretistas, rectistas y otros trabajadores duchos en el oficio de la costura. Los interesados deben contactarse a través de números telefónicos que se consignan en los avisos y que mayoritariamente pertenecen a abonados del sudoeste porteño, zona donde -según las denuncias-pululan los talleres clandestinos.
Otros costureros, en cambio, son traídos directamente desde Bolivia. Tal el caso de MFM, ex costurera de un taller de Donato Álvarez y Juan B. Justo. Según dijo, en 2004 escuchó por la paceña Radio Splendid que una señora de nombre Gloria necesitaba trabajadores costureros para la Argentina. Junto a su marido ubicó a la tal Gloria y le pidió trabajo para ambos. Nos dijo que sólo podía traerme a mí, pero prometió volver al mes siguiente a buscar a mi esposo. Fue así que la mujer emprendió viaje con la tal Gloria y con ocho costureros más. Un bus de Expreso Tarija los llevó hasta la frontera con Argentina, donde no tuvimos ningún problema porque la señora Gloria demostró tener buenas relaciones. Allí -prosiguió-, nos esperaban dos remises que nos llevaron a un hotel. Mientras, dos personas que iban en los remises se encargaron de los trámites y, cuando debimos cruzar, ya teníamos todos los papeles hechos. Sin duda, las «buenas relaciones»de Gloria y los servicios de los influyentes de los remises facilitaron el cruce fronterizo de un contingente que no tenía todo en regla.
En su país, MFM convino que Gloria le pagaría 70 centavos por prenda confeccionada. Según sus cuentas, habiendo cosido 50 camisas diarias durante el primer mes en Buenos Aires, le debían pagar más de 800 pesos; pero -al momento de cobrar- sólo recibió 85. La patrona le explicó que, además de la comida y el alojamiento, le había descontado 65 dólares por el pasaje desde La Paz. Cuando la costurera volvió a hacer cálculos, comprobó que -en realidad- había trabajado extenuantes jornadas de dieciséis horas por apenas 3,50 pesos diarios. Como si fuera poco, Gloria había incumplido la promesa de traer a Buenos Aires a su marido.
El testimonio de MFM podría ser el de cualquiera de sus connacionales que aceptan venir a trabajar en los talleres clandestinos porteños e ingresan al país en condiciones de dudosa legalidad, con promesas salariales que jamás se cumplirán y para vivir en condiciones infrahumanas.
Vivir con miedo
“Ellos (los bolivianos) viven así. Las condiciones las fijaban ellos, no yo. La mentalidad de ellos es así, vienen al país, juntan plata dos años y ponen un taller. Por eso quieren vivir en el mismo lugar donde trabajan, así no gastan”. Con estas palabras se excusó Juan Correa ante el juez Alberto Baños a cargo de la causa por el incendio del taller clandestino que funcionaba en Luis Viale 1269 y que el 30 de marzo de 2006 ocasionó la muerte de seis bolivianos -cinco de ellos niños- que vivían en el lugar.
Correa era uno de los encargados del taller siniestrado y, con el viejo truco de culpar a la víctima, pretendía ocultar los recursos a los que apelan los talleristas para retener a sus empleados. El más habitual consiste en aprovecharse del temor que siempre acompaña a quien no puede acreditar su identidad. Por eso, los patrones contratan a indocumentados o retienen los documentos de los pocos que los poseen. A partir de allí, la simple amenaza de echarlos a la calle y dejarlos a merced de cualquier prepotencia policial resulta un argumento más que convincente para que el empleado permanezca en el taller.
Cuando esto no basta, el descontento de los trabajadores se apacigua por otros medios. Juan Carlos Salazar Nina, dueño de dos talleres clandestinos de Parque Avellaneda, solía aliviarlo con fiestas que organizaba de sábado en sábado. Había en ellas mucha cumbia y mucho alcohol y Nina instigaba a los costureros a beber hasta que la borrachera los alcanzaba y descargaban sus broncas acumuladas peleándose entre ellos.
Sin embargo, el tiempo desgasta a estos mecanismos disciplinarios. Según Vera, cada cuatro o cada seis meses los empleados se hartan de la superexplotación y se vuelven «quejosos»; entonces, los patrones los echan a la calle sin dinero y sin documentos, y después parten a Bolivia en busca de una nueva camada de costureros que los reemplace. Para colmo -agrega- los talleristas abusan de la absoluta precariedad de sus ex empleados y se quedan con el dinero del último período trabajado.
Los costureros que quedan en la calle resisten hasta que pueden; pero, en general, terminan empleándose en otro taller donde volverán a vivir la pesadilla que pretendían dejar atrás.
Complicidades necesarias
El funcionamiento de talleres clandestinos sería imposible sin los indocumentados. Según estimaciones oficiales, residen en el país unos 750 mil extranjeros en esas condiciones gracias a que la Dirección Nacional de Migraciones fue durante mucho tiempo una fábrica de irregulares. Esta imputación no es fruto de una evaluación intransigente, sino de una autocrítica que el propio organismo ha hecho de su trayectoria y en la que admite que la falta de documentos identificatorios genera la marginalidad y la desigualdad exponiendo al ser humano a todas las formas de degradación.
Pero los indocumentados no sólo llenan con su trabajo los bolsillos de quienes los explotan. La seccional 40º de la Policía Federal está ubicada en la calle Remedios 3748; esto es, prácticamente en los fondos del taller en el que padeció AHR. Según ex costureros y vecinos del lugar, efectivos de esa dependencia pasaban periódicamente por el establecimiento clandestino y cobraban entre 500 y 1.000 pesos, precio al que cotizaban su tarea de hacer la vista gorda ante las irregularidades que en él ocurrían. Si se tiene en cuenta que en su jurisdicción fueron detectados unos 40 talleres clandestinos, una simple cuenta arroja como resultado una suculenta masa de dinero que cada mes ingresaría ilegalmente a la seccional.
El día en que se incendió el taller de la calle Luis Viale, los medios de comunicación hablaron del pago de coimas. Inmediatamente, el Ministerio del Interior ordenó al comisario general Néstor Vallecas, titular de la Policía Federal, que solicitase una investigación penal. A algo más de un año de aquella orden, no ha habido novedades sobre el caso. Mientras tanto, los talleres clandestinos siguen funcionando y las grandes marcas, haciendo sus negocios de cada temporada.
Defensoría: «Ni esclavos ni mendigos»
La Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires denunció penalmente en 2005, que inmigrantes bolivianos eran sometimiento a condiciones infrahumanas de trabajo en talleres ilegales dedicados a la confección de indumentaria. En esa ocasión, la defensora Alicia Pierini sostuvo que los trabajadores y sus familias habrían quedado atrapados en un círculo opresivo del que no podían salir. Porque la presunta práctica de retener la documentación para evitar que se fueran del lugar, unidas al encierro en los talleres y la exhibición jactanciosa de una relación de complicidad con funcionarios policiales son mecanismos que atentan contra la libertad de esas personas.
Para Pierini, la condición de indocumentados y el temor que les infunden los talleristas al amenazarlos con una repatriación forzosa impide a las víctimas hacer denuncias demasiado visibles; por ello, reclamó proteger a los más desvalidos en el marco de las convenciones internacionales sobre la trata de personas y el trabajo esclavo.
La difusión de la denuncia, sumada a la conmoción que produjo el incendio del taller de la calle Luis Viale y su secuela de víctimas, movió al gobierno nacional a acelerar los trámites de radicación que realizan ciudadanos bolivianos y de otras naciones del MERCOSUR. Por su parte, el gobierno de la Ciudad ordenó una serie de inspecciones que derivaron en la clausura de centenares de talleres clandestinos.
Pese a ello, los extranjeros que regularizaron su situación son relativamente pocos, mientras que aún son muchos los talleres clandestinos que siguen en actividad.
La defensora del Pueblo reclamó la asistencia jurídica, médica y social que los damnificados requieren para eludir el riesgo de quedarse sin techo y sin trabajo cuando se desarticule el sistema del que son víctimas. Sin una política integral – puntualizó Pierini, los miembros estas familias podrían pasar de esclavos a mendigos.