En el gigantesco complejo criminal, fue asesinado más de un millón de personas. David Solar visita el campo de exterminio y describe la pavorosa organización de aquella industria del horror y la muerte, a la que sobrevivió el último premio Nobel de Literatura, Imre Kertész. Allí habían establecido los alemanes factorías de Krupp, de Siemens, de la I.G. Farben, etc. Habían llegado, sin duda, a un campo de trabajos forzados establecido por los nazis…
Publicado el 06/07/2003
Revista Autogestión
David Solar
En el gigantesco complejo criminal, fue asesinado más de un millón de personas. David Solar visita el campo de exterminio y describe la pavorosa organización de aquella industria del horror y la muerte, a la que sobrevivió el último premio Nobel de Literatura, Imre Kertész.
Conforme los soldados soviéticos del mariscal Koniev avanzaban hacia el oeste de Polonia por la carretera que desde Cracovia conduce a la población de Oswiecim, comenzaron a percibir un olor muy especial, que se intensificaba si el viento soplaba hacia el Este. El día 27 de enero, cuando la columna acorazada entró en la población, que no tendría más allá de diez mil habitantes, sorprendió a los oficiales soviéticos la gran cantidad de naves industriales que se levantaban en sus alrededores.
Allí habían establecido los alemanes factorías de Krupp, de Siemens, de la I.G. Farben, etc. Habían llegado, sin duda, a un campo de trabajos forzados establecido por los nazis… Una de las cosas que les llamó más la atención fue el polvo gris que todo lo cubría: la nieve, los tejados, los desnudos árboles, y la intensidad de aquel especial olor que les envolvía desde muchos kilómetros antes y que ya era claro, y perfectamente identificable: olía a muerto, a carne putrefacta, pero la intensidad era tal que sorprendía incluso a los veteranos, que llevaban conviviendo con la muerte desde hacía cuatro años.
EL TRABAJO HACE LIBRES
En el pueblo, les indicaron dónde se hallaba el centro administrativo del campo de trabajo. Al acercarse a él, con las armas prestas por si hallaban resistencia, los soldados soviéticos hubieron de taparse las narices, tal era el hedor que impreganaba el aire pese a la baja temperatura. Desde lejos, pudieron ver las alambradas que se perdían en el paisaje, los edificios de ladrillo rojo y la alta puerta en cuyo arco metálico se leía: Arbeit Macht Frei (El trabajo hace libres), pero no pudieron prestar mucha atención a este detalle, porque ya se les acercaba una procesión de esqueletos harapientos, pálidos como la muerte y con los rostros surcados por el llanto o por muecas que trataban de ser alegres.
Los soldados soviéticos vieron sobrecogidos a aquella humanidad de ojos saltones, huesos descarnados, bocas desdentadas y coves dolientes, que sumaba cerca de siete mil almas, pero se les comenzaron a revolver los estómagos cuando hallaron dentro del campo más de dos mil cadáveres sin enterrar. Sin embargo, aquello sólo era la antesala del infierno. Auschwitz -germanización del nombre polaco- inaugurado oficialmente el 4 de junio de 1940, había comenzado a funcionar el 1 de mayo bajo la dirección de un oficial de las SS, Rudolf Hoess, experto en planificación. Aquel campo de trabajo fue organizado -aprovechando el acuartelamiento de una división del desaparecido ejército polaco- para explotar mano de obra esclava, con capacidad para 18.000 reclusos.
El primer problema que se planteó a los encargados del campo, unos mil miembros de las SS-Totenkopfverbände (Unidades de la Calavera) fue cómo deshacerse de sus obreros que morían o se agotaban tras jornadas de trabajo extenuante, subalimentados, maltratados y vestidos de andrajos, y cómo castigar a los que se sublevaban ante su brutalidad o trataban de escapar de ella. Comenzaron por el estrangulamiento, siguieron por los apaleamientos hasta la muerte, la horca, el tiro en la nuca, los fusilamientos múltiples, el aniquilamiento de grupos mediante fuego convergente de ametralladoras… Inicialmente, los cadáveres eran enterrados en perfecto orden en grandes zanjas que, primero, abrían los propios presidiarios y, luego, ante la magnitud de las necesidades, excavaban los bulldozers.
El problema logística de Hoes, el eficiente verdugo, aumentó cuando el Gobierno General, instaurado por Hitler en Polonia, comenzó a utilizar Auschwitz como sede de los juicios y ejecuciones de sus enemigos: militares, conspiradores, partisanos, protectores de judíos, sospechosos de espionaje… Allí, en el macabro Bloque nº11, un tribunal dictaba sentencias sumarias cada día y los condenados a muerte -más de cinco mil en dos años- eran ejecutados, mediante un disparo en la nuca, en el patio adjunto. En los calabozos de su sótano experimentaba Hoess métodos de eliminación: por asfixia, por gaseamiento, por hambre… Allí murió, por ejemplo, el sacerdote polaco Maksymilian Kolbe, hoy en los altares, que cambió su vida por la de otro condenado. Y en aquellos experimentos fueron asesinados 600 prisioneros de guerra soviéticos y 250 enfermos de la población reclusa.
Hoess había advertido que matar en masa y hacer desaparecer los cadáveres era una empresa difícil, lenta y cara. Visitó otros campos de exterminio, como Treblinka, donde se estaba experimentando un método de eliminación en masa por medio de los gases emitidos por motores de combustión interna, pero no le gustó el sistema, que halló primitivo, lento y muy caro. Por fin, dio con la solución: la firma Degesch -filial de la IG Farben, que tenía en Auschwitz una factoría, con 11.000 trabajadores esclavos para fabricar combustible y caucho sintéticos- le proporcionó Zyklon-B, un insecticida compuesto por ácido cianídrico, presentado en forma de cristales, que se gasificaban al entrar en contacto con el aire. Empleó ese cianuro en los sótanos del terrible Bloque nº11 y comprobó que, en dosis adecuadas, producía la muerte en menos de diez minutos. El problema era que allí había escaso espacio y era costoso y lento sacar los cuerpos de los gaseados a través de pasillos y escaleras.
LOS ENSAYOS DE HOESS
Enseguida halló un lugar más adecuado: el antiguo polvorín de las instalaciones. Un gran espacio con capacidad para decenas de personas, bien cerrado e insonorizado por gruesas paredes de hormigón y con puertas de seguridad, al que dotó de varios respiraderos en el techo por el que se introducía el Zyklon-B. El sistema le permitía gasear a un millar de personas al día. Pero nunca pudo explotar a fondo su criminal idea.
Se lo impedía la compleja cuestión de deshacerse de los cuerpos. Al principio, Hoess lo intentó por medio de inmensas piras, en las que se alternaban capas de madera con otras de cadáveres y trapos empapados en pargina o gasolina. Pero el sistema era lento, las humaredas oscurecían el cielo y el olor a carne quemada invadía toda la comarca. Por fin encontró una empresa, J.A. Topf und Söhne, de Erfurt, que le proporcionó tres hornos crematorios industriales dobles, capaces de reducir a cenizas 350 cadáveres, trabajando las 24 horas del día. Así, el eficiente Hoess pudo presentar a las SS, unos resultados excelentes: suministraba 18.000 trabajadores a la industria, liquidaba con toda prontitud a cuantos condenados le enviaba el gobernador general de Polonia, Hans Frank, y eliminaba sus restos con suma eficacia.
LA FÁBRICA DE LA MUERTE
Pero la eficacia del despiadado oficial de las SS, que vivía cerca del campo y era un amable marido y padre, llamó la atención en Berlín. Fue ascendido de graduación y el coronel Adolf Eichmann, uno de los encargados de la cuestión judía, ordenó a Hoess que ampliase sus instalaciones, pues era preciso internar en ellas a los judíos improductivos de Polonia y a los cientos de miles de prisioneros rusos, capturados en el frente durante las victoriosas ofensivas alemanas de 1941.
Hoess fundó, en una zona pantanosa situada a unos tres kilómetros de Auschwitz, el campo de Auschwitz II o Birkenau, un lugar al que sólo eran enviados los condenados a muerte. Allí se construyeron, en el otoño de 1941, 250 barracones, con capacidad para unas 300 personas cada uno, lo que confería al campo una capacidad total de 75.000 presidiarios. Pero hubo épocas en las que la población en tránsito hacia la muerte fue superior a cien mil.
Además de este campo de exterminio, Hoess debió seguir aumentando sus instalaciones para satisfacer las demandas formuladas desde Berlín por los jefes de las SS: Himmler y sus subalternos Heydrich, primero, y Kaltenbrunner, después, y casi siempre a través de Adolf Eichmann. Las exigencias fueron perentorias durante 1942, a partir de la Solución final decidida en Wannsee, en enero de 1942, tanto que el complejo de Auschwitz terminó consistiendo en cuatro campos principales y 38 comandos. Eran éstos una especie de sucursales encargadas de trabajos específicos, como construir naves industriales, talar bosques, cultivar el campo, explotar canteras, trabajar en las minas, las carreteras o los ferrocarriles, además de constituir la mano de obra de las numerosas industrias establecidas en la zona y, a partir de 1943, de desescombrar y reconstruir las fábricas afectadas por los bombardeos aliados.
Aquellos condenados trabajaron hasta la muerte para servir los pedidos de materias primas y productos industriales que Berlín requería y para montar la formidable factoría de la muerte organizada por Hoess y sus SS, que en los momentos de mayor actividad llegaron a superar 5.000 hombres y mujeres en todo el inmenso complejo. Para que aquel matadero humano funcionara, Hoess necesitó hacer carreteras, vías férreas, andenes, almacenes, centros de clasificación, cámaras de gas y hornos crematorios.
¡HOMBRES A LA IZQUIERDA!
El epicentro de aquel matadero industrial humano fueron las cámaras de gas y los hornos crematorios de Auschwitz II, Birkenau. Tras dos años de experiencia, Hoess consiguió un funcionamiento casi automatizado. Las vías férreas penetraban hasta el centro de Birkenau. La masa de los deportados, entumecida, debilitada, asustada y desconcertada por las órdenes perentorias, descendía de los trenes y era empujada hacia la explanada de clasificación.
El escritor y premio Nobel de la Paz (1986) Elie Wiesel, que sobrevivió a Auschwitz, donde su madre y su hermana fueron gaseados, narra en su libro Night (Noche) lo que ocurrió cuando llegó a Birkenau, en el verano de 1944, con un grupo de judíos húngaros y rumanos: «¡Hombres a la izquierda! ¡Mujeres a la derecha!… ¡En grupos de cinco!» Una vez organizados, funcionarios y médicos de las SS hacían una selección rapidísima. Mujeres, ancianos, enfermos y todos cuantos no fueron en aquel momento necesarios para el trabajo, a un lado; los más fuertes, entre 18 y 40 años, mujeres y hombres, al otro. Desde allí, éstos -aproximadamente, un 10 por 100- eran conducidos a los barracones de madera, húmedos, helados y malolientes, donde siempre había el doble de presidiarios que la cantidad para la que habían sido previstos. Eran fuerza de trabajo que reemplazaría a los muertos en todo el sistema productivo concentracionario.
Los más débiles, mujeres embarazadas, niños y ancianos, eran conducidos a amplios hangares, donde se les pedía que se desnudasen para tomar una ducha y ser desinfectados; debían dejar sus pertenencias ordenadas en sus perchas y les pedían que recordaran el número. Tras dejar, temblorosos y desconfiados, sus equipajes y vestimentas, pasaban a la zona de duchas: se trataba de unas sólidas y amplias cámaras de cemento, con paredes cuidadosamente impermeabilizadas, cuya apariencia era la de duchas colectivas. Se conducía a los prisioneros hasta ellas, haciendo penetrar unas 250 personas en cada una. Luego, tras los desdichados se cerraban las puertas de seguridad -fabricadas por la firma Auert-Berlin-, dotadas de una mirilla por la que los matarifes podían seguir la agonía de sus víctimas. Así murió, por ejemplo, Edith Stein, monja católica, alemana de origen judío y catedrática en el Instituto Alemán de Pedagogía Científica, de donde fue expulsada tras la promulgación de las Leyes de Nuremberg. Fue gaseada el 8 de agosto de 1942 y canonizada por Juan Pablo II en 1998.
COMO HUMO EN EL AIRE
Amontonados como reses, espantados, ante lo desconocido y la oscuridad del tétrico recinto, sólo iluminado por un tragaluz en el techo, los condenados aguardaban. Repentinamente, el pequeño tragaluz se cerraba y desde el envase que lo había obstruído caía el Zyklon B, una lluvia de cristales azulados que se gasificaban en el aire. La compañía Degesch, fabricante de este ácido prúsico granulado, recomendaba para su mayor eficacia un ambiente húmedo y templado, por lo que pronto las cámaras de desinfección fueron dotadas de conducciones de vapor, que humedecían y caldeaban el ambiente. La muerte de aquellos infelices se producía en un lapso de timepo que iba de los dos a los diez minutos, según las cuidadosas anotaciones del ingeniero encargado del buen funcionamiento de aquel sistema asesino, que utilizaba 5 kilos para gasear a 250 personas. El complejo de Auschwitz se convertiría en el primer cliente de la Degesch, que proporcionó al campo más de 30 toneladas de Zyklon B en tres años.
Después, las cámaras se ventilaban. Una cuadrilla de prisioneros sacaba a los muertos y los tendía sobre mesas, donde se les despojaba de sus pendientes, anillos, dientes de oro y pelo. Terminado el último expolio, los cadáveres eran cargados en vagonetas, que circulaban sobre raíles hasta los crematorios. Hoess se había preocupado de que no se repitieran allí las limitaciones incineradoras de Auschwitz I y encargó a la J.A.Topf und Söhne una fabricación especial: treinta hornos, con 4 bocas cada uno, que se mantenían permanentemente a 1.500 grados de temperatura, con lo que podían reducir diariamente a cenizas los restos de 4.415 gaseados. Los hornos de Auschwitz -hoy sepultados por toneladas de hormigón, tras su voladura por los SS cuando evacuaron el campo, en enero de 1945- fueron el orgullo de los criminales nazis: a Himmler, que los visitó, se le atribuye la terrible ironía: «Aquí se entra por la puerta y se sale por la chimenea». Pero también inspiraron a poetas como Paul Celan: «Subiréis como humo en el aire, luego tendréis una fosa en las nubes, donde no existen estrecheces».
Retirados los cadáveres de las cámaras de gas, cuadrillas de presidiarios se encargaban de limpiarlas, mientras otros equipos recogían las pertenencias de los muertos y, en camiones, las enviaban al edificio Canadá, centro de clasificación. Así, el matadero quedaba listo para liquidar una nueva remesa de condenados. En Birkenau, se llegó a gasear en un sólo día a unas 20.000 personas… Fue en el verano de 1944, cuando Himmler y Eichmann ordenaron que fuesen trasladadas a Auschwitz 438.000 judíos húngaros. Llegaron a un ritmo de 12.000 diarios y, como los hornos no dieran abasto, tuvieron que permanecer en los barracones de Birkenau a la espera de ser conducidos al matadero. Hoess, que había dejado ya Auschwitz al ascender a subjefe de inspección de campos de concentración unos meses antes, retornó al complejo para dirigir la denominada Aktion Hoess; para suplir la incapacidad de los crematorios, ordenó que se excavaran grandes fosas de hasta 50 metros de profundidad, donde se encendían piras para rematar el trabajo que los crematorios no podían satisfacer.
LOS CONDENADOS
Uno de los debates sobre el inmenso genocidio alemán en sus campos de internamiento y exterminio es, precisamente, su número. Algunos historiadores lo elevan a 12 millones, contando los civiles que en toda Europa ocupada por el III Reich -sobre todo, en Polonia y la Unión Soviética- fueron asesinados por motivos étnicos, religiosos, políticos o como represalia por los atentados guerrilleros contra los soldados alemanes. En el Proceso de Nuremberg, se estableció la cifra de ocho millones de víctimas, referida sólo a los campos de exterminio y hoy se tiende a pensar que fueron, más bien, unos siete millones. Resulta muy difícil de precisar porque, en la mayoría de los campos, las SS destruyeron, antes de abandonarlos, la minuciosa contabilidad llevada por sus administradores.
La cifra de asesinatos atribuida a Auschwitz después de la guerra fue de «unos cuatro millones»; hoy, ha sido reducida a 1.200.000-1.500.000. De ellos, cerca de un millón fue gaseado y convertidos en cenizas en Birkenau. El resto fue fusilado, ahorcado, estrangulado o murió de hambre, frío y enfermedad en aquel infierno.
Sobre el origen étnico o nacional de los asesinados, aún no existe un cómputo definitivo. Estudios recientes aseguran que en Auschwitz fueron asesinados, como mínimo, un millón de judíos, 90.000 polacos, 20.000 gitanos y 60.000 prisioneros políticos o de guerra de toda la Europa ocupada, sobre todo rusos.
El 17 de enero de 1945, con las vanguardias soviéticas cerca de Cracovia a unos 60 kilómetros de distancia, la dirección de las SS decidió evacuar el campo, en el que había en aquellos momentos unos 70.000 reclusos. Los carceleros, administrativos, ayudantes -presos comunes- y los 60.000 prisioneros que podían andar iniciaron aquel día una dantesca retirada hacia el Oeste. Hambrientos y congelados, caminaban insensibles, mantenidos en pie por el puro instinto de conservación, pues al que caía le esperaba instantáneamente un tiro en la cabeza. Diez mil de ellos nunca alcanzaron el campo de destino.
De los impedidos que permanecieron en Auschwitz, un millar se escapó al advertir que los guardianes habían desaparecido y que las alambradas ya no estaban electrificadas. Huyeron a tiempo, porque horas después regresaron los criminales de la Calavera y aun asesinaron a más de dos mil prisioneros. Los supervivientes, apenas siete mil, fueron liberados por los soviéticos, aunque muchos murieron en los días siguientes, a causa de su deplorable estado de salud.
TODO SE APROVECHA
Ante estas aterradoras cifras, la pregunta es siempre la misma: ¿Por qué? ¿Qué motivo tenía el régimen nazi para exterminar a tales masas de población? Las razones son varias: primero, el racismo; Hitler consideraba que todo avance de la humanidad se debía a los germanos y, por tanto, la nordificación de Alemania, el Estado racial debía ser el epicentro de la vida política. Segundo, el antisemitismo, mamado en Viena, esgrimido con extraordinario éxito en sus comienzos de Munich y manía fundamental en la Cancillería, hasta el punto de que en su testamento dejaba como misión prioritaria al pueblo alemás la «resistencia inmisericorde a los envenenadores del mundo en todos los pueblos, al judaismo internacional». Al principio de la guerra -pese a las numerosas matanzas perpetradas por los Eisantzgruppen en el Este- se dedicó primordialmente a expulsar a los judíos de Alemania y territorios conquistados, a maltratarles, a robarles cuanto tenían, a extorsionarles para que se pagasen su salida del país y a explotarles en campos de trabajo, donde morían más o menos rápidamente.
A partir de la Conferencia de Wannsee, 20 de enero de 1942, el régimen nazi decretó la Solución final, esto es, el exterminio de todos los judíos que se hallasen en los territorios ocupados, cuyo número se calculaba en unos once millones, «desde Irlanda a los Urales y desde el Artico al Mediterráneo», según dice literalmente la copia que se ha conservado de la reunión. Estuvieron a punto de cumplir sus objetivos: fueron asesinados más de cinco millones de judíos.
Tercero, el racismo. La raza superior no podía tolerar a las inferiores, como los gitanos, por ejemplo.
Cuarto, aquel régimen inmoral e impío, que decidió eliminar a sus propios enfermos y ancianos, ¿cómo iba a tolerar a los enfermos y ancianos de otras razas? Por eso, tras explotar hasta la extenuación a los prisioneros de guerra, los eliminaba.
Pero esa eliminación se hacía tras haberles sacado hasta el último jugo. A unos, como fuerza de trabajo; a otros, tomando sus propiedades y a todos, arrancándoles hasta su última pertenencia: sus equipajes, ropas, calzado, joyas, dientes de oro, pelo y hasta su grasa. En Auschwitz, existían 35 almacenes dedicados a la clasificación, limpieza y reparación, antes de expedir hacia Alemania los equipajes de los deportados. Las SS destruyeron buena parte de esas instalaciones antes de su retirada definitiva; con todo, las tropas rusas hallaron allí 350.000 trajes de hombre y 836.000 conjuntos completos de mujer, unos 60.000 pares de calzado nuevo de mujer y hombre, y cientos de miles de zapatos destrozados y toneladas de objetos personales.
La empresa Alex Zink, fabricante de fieltro, compró en Auschwitz 60.000 kilos de cabellos humanos, pagando 30.000 marcos y esperaba un cargamento de 7.000 kilos más, que fueron hallados en el campo por sus liberadores. Diversas firmas adquirían toda la plata, oro, piedras preciosas y relojes que el campo pudiera proporcionar. La grasa de los muertos se aprovechaba para avivar el fuego de hornos y piras; sus cenizas fueron arrojadas en gran parte al cercano río Vístula y el resto se utilizó como fertilizante, en los grandes huertos de coles de la región.
PASEO POR EL HORROR
Sesenta años después de Wannsee y de la apertura de Birkenau, , he viajado al horror de Auschwitz, hoy convertido en centro de peregrinación, de lección de Historia y de curiosidad turística. Formaba parte de un grupo de periodistas españoles y portugueses, en un viaje organizado por Canal de Historia. Esta cadena especializada, que está logrando una gran audiencia en Vía Digital, canal 88, presentaba en este escenario emblemático del horror hitleriano, su programación de noviembre, que incluía cuatro emisiones sobre las postrimerías del III Reich y del nazismo: Cazar a Hitler; Himmler, Hitler y el final del Reich; Nuremberg: la tiranía a juicio y Auschwitz esclavos de los nazis; y la de comienzos de 2003, en la que, rememorando la liberación de Auschwitz, el 27 de enero de 1945, emitirá un programa especial sobre Auschwitz y la Solución final.
Por tanto, un grupo especializado, formado por personas adultas conocedoras de la historia del lugar y, aparentemente, conscientes de los horrores que allí iban a contemplar, mil veces ya observados en reportajes gráficos… Y, sin embargo, he visto a algunos de mis compañeros al borde de las lágrimas y a otros, abandonar bloques y barracones, pálidos, con náuseas, estomagados…
«En estas habitaciones del Bloque nº10 hacían sus experimentos los médicos de las SS Mengele, empeñado en descubrir una nueva genética, y Clauberg, que trataba de batir un récord esterilizando mil mujeres por día. Las ventanas están cerradas por esas maderas para que las mujeres no pudieran ver las ejecuciones que se efectuaban en el patio contiguo… En ese paredón, donde siempre hay flores frescas y velas encendidas, fueron fusilados miles de polacos. Este Bloque nº11 era el más terrible del campo: aquí se juzgó a más de cinco mil polacos y casi todos fueron ejecutados, desnudos, en el patio de la izquierda; en estos sótanos se torturaba, gaseaba, se mataba de hambre…»
Pero lo peor es el Museo de los Horrores. Gafas por millares; centenares de miles de zapatos despanzurrados; montañas de maletas, en muchas de las cuales se puede leer el nombre y procedencia del propietario -»se recogían para hacer correajes, cartucheras y todo tipo de objetos de cuero»-; enormes cajas llenas de dentaduras; pirámides de cepillos: de dientes, de pelo, de ropa; peines, tubos de pasta dentífrica, jabones de todas las marcas y procedencias, cajas de betún alemanas, polacas, húngaras, griegas, rumanas, francesas… En un escaparate, unas docenas de latas de Zyklon-B; «Le quitaron su desagradable olor para que las víctimas no se apercibieran del peligro; con cinco botes como ese se mataba a 250 personas en menos de 10 minutos», dice el guía. Un gran depósito de más de 50 metros cúbicos repleto de utensilios metálicos: platos, pucheros, jarras, orinales… «Aquí dos toneladas de pelo, del que estaba preparado para enviar a las fábricas… un día fue rubio o moreno, hoy, al cabo de sesenta años, está gris… también el polvo», va comentando el guía. Da una grima inmensa imaginar la escena: los peluqueros judíos, pelando al cero los cadáveres de mujeres y niñas, juntando hacinas de pelo chorreante, de rizos, de trenzas… Es duro proseguir la vista. «En este escaparate, los instrumentos de los judíos encargados del último expolio de los muertos, igualmente judíos en su mayoría». Hay tijeras, máquinas de cortar el pelo, alicates, tenazas, cizallas… Más escaparates: con aparatos ortopédicos, pies, piernas, bastones, muletas, arneses para la espalda; con frascos de droguería y farmacia: ácidos, alcoholes, colorantes y todo tipo de drogas; con instrumentos de tortura o muerte: horcas, potros, tornos, postes para suspender a la víctima, piletas para sumergirla…
En una cara de Auschwitz, se hallan toda la brutalidad, toda la perversión, toda la impiedad; en la otra, todo el horror, todo el sufrimiento, todo el miedo, lágrimas y lamentos. Sesenta años después, el lugar sigue oprimido por el oprobio acumulado por los nazis y por el espanto de sus víctimas
KERTÉSZ, EL SUPERVIVIENTE
El pasado 10 de octubre, la Academia Sueca galardonó con el premio Nobel de Literatura la obra del escritor húngaro de origen judío Imre Kertész (Budapest, 1929). La particularidad biográfica más llamativa de este magnífico escritor de 72 años de edad, poco conocido hasta ahora en España -aunque en la última década se han editado varias de sus obras- es que fue deportado a los 15 años a Auschwitz, donde logró sobrevivir al campo de exterminio y a la marcha de la muerte, que le condujo en enero de 1945 hasta Buchenwald, donde también pudo resistir hasta la liberación del campo, el 5 de abril de 1945. Algo que no debió ser nada fácil, teniendo en cuenta que, desde su llegada hasta la liberación, murieron cerca de 30.000 concentrados, una cuarta parte de la población reclusa.
Finalizada la guerra, Kertész regresó a Budapest, donde comenzó a ganarse la vida como periodista, hasta que la censura comunista terminó con sus aspiraciones: «No sólo padecimos el nacionalsocialismo y el Holocausto, también tuvimos al comunismo, que en muchos aspectos igualó su terror. Yo los tuve que vivir y sufrir ambos». Durante muchos años no pudo escribir los libros que hubiera deseado, saliendo adelante con obras ligeras de teatro o radio y con traducciones. Su primera obra, Sin destino, se publicó en 1975 y no tuvo reconocimiento alguno hasta la segunda edición, en 1985. A partir de entonces, ha publicado: Fiasko (1988), Kaddish por el hijo no nacido (1988), Diario de la galera (1992), Yo, otro: Crónica del cambio (1997), Un instante de silencio en el paredón: el Holocausto como cultura (1998) y El fracaso (2001).
Hoy, todas estas obras están traducidas, o a punto de serlo, al castellano, pero hasta hace un par de años su mayor éxito lo conseguía en Alemania, cosa, aparentemente chocante: «¿Que cómo puedo vivir con los alemanes, si se tienen en cuenta mis experiencias? Y yo me pregunto: ¿Cómo puedo vivir con los húngaros, si tengo en cuenta mis experiencias? concluye, recordando depuraciones y censuras de treinta años: «Del nazismo al comunismo, el mal no hizo sino cambiar de cara».