AZAÑA: "No quiero ser PRESIDENTE de una REPÚBLICA de ASESINOS"

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Entrevista a Claudio Sánchez Albornoz, por Carmen Sarmiento (Buenos Aires, 1976, última entrevista en el exilio antes de regresar a España).

Revista Autogestión nº 60,  Octubre-Noviembre de 2005


 


«La libertad y la democracia no consisten en aplastar al adversario«.


Durante los cinco años que duró su vida pública, Sánchez Albornoz preparó sus Notas para el estudio de dos historiadores hispanoárabes de los siglos VIII y IX. Hizo catorce publicaciones monográficas, dio numerosas conferencias y asistió a varios congresos científicos, al margen de su actividad política.


– Los amigos más íntimos me llevaron a Acción Republicana, un partido de profesores e intelectuales, que presidía Azaña, a quien conocía del Ateneo, porque yo era socio del mismo desde los diecisiete años.


¿Valoraba usted a Azaña? ¿Es cierto que tenía un extraordinario talento político?


– Era un hombre muy inteligente, un verdadero hombre de Estado. No obstante, estaba prisionero de una tradición de desdenes, de fracasos políticos personales y del clima moral que dominaba en la gran mayoría de los republicanos. Acción Republicana era un partido de centro-izquierda que estaba en realidad a la derecha de la República- la derecha eran Maura y don Niceto Alcalá Zamora, y dentro de los partidos de tradición republicana estaban el Partido Socialista, el Radical Socialista, el Radical, y luego a la derecha, nosotros. era un partido muy pequeño: no tendríamos en las Cortes más de dieciocho o veinte diputados.


Azaña era el primer orador del Parlamento, el hombre más capaz; sin embargo, había tenido que esperar la llegada de la República en medio de la hostilidad de gentes de ideas cercanas a las suyas. Había llevado una vida casi marginal, y esa triste espera había agriado su carácter. Le oí referir a él mismo que, una vez, una mujer pública le había mordido y se había asustado por lo amargo de su sangre. Era agrio todo él.


Creo que él mismo se definió diciendo: «Tengo de mi raza el ascetismo y del diablo la soberbia».


– Bueno, no le descubro a usted el Mediterráneo si le digo que Azaña era un burgués liberal; él mismo se definió así en el mitin de Mestalla. Cuando llegábamos a los pueblos y saludábamos desde la ventanilla, nos recibían con el grito de «¡Abajo la burguesía!», hasta que en una de ésas, Azaña se cansó, sacó la cabeza por la ventanilla y contestó: «¡Idiotas, yo soy burgués!»


Azaña era un intelectual puro, con todas sus virtudes y defectos que ello implica, y sufrió mucho en el ejercicio del poder. Las matanzas de la retaguardia republicana, y especialmente las de la cárcel modelo, le hicieron pronunciar una frase que le honra: «No quiero ser presidente de una República de asesinos». Y digo que le honra porque en el campo contrario se cometían idénticos crímenes; pero nadie tuvo un gesto parecido y a todos les parecieron lógicos los asesinatos.


Siempre se ha dicho que a ustedes se les escapó la República de las manos.


– Sí; Azaña lo vio con claridad rápidamente. Recuerdo que en Valencia me dijo: «La guerra está perdida; pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de Espña tendríamos que salir los republicanos, si nos dejaban».


Los acontecimientos se precipitaron; ya los conoce usted. El año treinta y cuatro fue la crisis de la República. Largo Caballero hizo la revolución con demora; no tuvo en cuenta que no estábamos solos en España. Besteiro decía de él que era una mula honesta, pero una mula. Mire usted, la libertad y la democracia no consisten en aplastar al adversario, sino en convivir y entenderse con él.


Y estalló la guerra civil. Tengo las manos limpias de sangre y la conciencia limpia también; creo que so uno de los pocos españoles que pueden asegurarlo. Como le decía antes, cuando estalló la guerra civil yo estaba en Portugal, de embajador. Resistí en Lisboa hasta que me echaron. La guerra me pareció monstruosa, prediqué la paz, la busqué, hablé en París con el embajador de Argentina para que enviase tropas hispanoamericanas que se interpusiesen entre unos y otros. No lo logré y me quedé en Francia.


¿Se sintió usted incapaz de estar de acuerdo con alguna de las dos partes?


– Claro, no podía estar con los rebeldes porque era liberal y republicano, ni podía estar con las gentes republicanas porque ya no lo eran; eran socialistas, comunistas, anarquistas… No creía en ninguno de los dos bandos; en el de los franquistas, de ninguna manera, porque representaban todo lo contrario de lo que yo había amado, vivido, sentido, y en el otro, tampoco, porque el deslizamiento hacia el comunismo era evidente. (…)


Siento que me invade una angustia especial cuando imagino lo que tuvo que ser aquel peregrinaje, aquel constante huir del fascismo. Y como si hubiéramos sintonizado mentalmente, Sánchez Albornoz corta la conversación, quiebra la narración lineal de los acontecimientos y vuelve atrás. La huida de Francia le remite a la salida de España cuatro años antes.


– Tuvimos la desgracia de hacer una guerra monstruosa y tuvimos la desgracia de tener un hombre como Franco, que impuso cuarenta años de represión. Pero yo, que he perdido más que nadie, le confieso que preparamos el terreno para que Franco se sublevara y triunfara durante cuarenta años.


Nadie nos podía ayudar entonces. Fuimos unos ingenuos al pensar que en España se podía hacer la revolución socialista en el año treinta y seis, rodeados de fascistas como estábamos. ¡Era soñar! ¡Sólo pudo creérselo el imbécil de Largo Caballero!


Sánchez Albornoz se revuelve en el asiento, descruza las manos, que reposan sobre el vientre, y las levanta exaltado.


– ¡Era terco como una mula! Le dijeron: «Tú vas a ser el Lenin español», y él, el pobre de Largo Caballero, fue y se lo creyó.


Hubiera preferido, se lo digo sinceramente, que los sublevados contra nosotros los republicanos, hubieran ganado la guerra el primer día. Me habrían asesinado a mí y a doscientos más, pero habría habido libertad a los dos o tres años, mientras que la guerra civil fue monstruosa, tremenda.


El historiador baja más aún el tono de voz, se inclina un poco hacia mí y en tono confidente me dice:


– No es para contarlo, sabe usted; pero yo sé, por el fotógrafo de la policía de Madrid, que fotografiaba cada día los asesinatos de los rojos, que en Madrid hubo más de 66.000 muertos. Y en el otro lado hicieron lo mismo. Fue una pesadilla bárbara y tremenda.






La II República contra el Federalismo


«Un memorable discurso de Ortega en una memorable madrugada echó por tierra el proyecto de república federal que patrocinaba la mayoría como fórmula constitucional en 1931.Ortega argüia: la federación puede y debe ser fórmula para unir lo que no está unido, no para articular lo que tiene ya siglos de unión.


C.Sánchez Albornoz


«Mi testamento histórico-político»