Homilía de SS Benedicto XVI en la Plaza de la Basílica de San Juan de Letrán en la celebración de Corpus Christi
En la fiesta del Corpus Domini, la Iglesia revive el misterio del Jueves Santo a la luz de la Resurrección. También el Jueves Santo conoce su propia procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo de Jesús, desde el Cenáculo hasta el Monte de los Olivos. En Israel, se celebraba la noche de Pascua en las casas, en la intimidad de la familia, en forma tal que se conmemoraba la primera Pascua en Egipto, en la noche en la que la sangre del cordero pascual, asperjado en el dintel y en las jambas de las casas, protegía contra el exterminador. En esa noche, Jesús sale y se pone en las manos del traidor, del exterminador, y justamente así vence a la noche, vence a las tinieblas del mal. Sólo así, el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, encuentra su realización plena. Jesús da realmente su cuerpo y su sangre. Atravesando el umbral de la muerte se convierte en Pan vivo, en verdadero maná, en alimento inagotable por todos los siglos. La carne se convierte en pan de vida.
En la procesión del Jesús Santo, la Iglesia acompaña a Jesús al Monte de los Olivos: es un vivo deseo de la Iglesia orante vigilar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche en la que muchos son indiferentes. En la fiesta del Corpus Domini, retomamos esta procesión, pero en la alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado y nos precede. En los relatos de la Resurrección hay un rasgo común y esencial. En ellos los ángeles dicen: el Señor «irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis» (Mt 28, 7). Considerando esto en forma más íntima, podemos decir que este «preceder» de Jesús implica una doble dirección. La primera, como hemos sentido, es Galilea. En Israel, Galilea era considerada como la puerta hacia el mundo de los paganos. Y en realidad justamente en Galilea, sobre el monte, los discípulos ven a Jesús, quien les dice: «Id […] y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19). La otra dirección del preceder, por parte del Resucitado, aparece en el Evangelio según san Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena: «No me toques, que todavía no he subido al Padre […]» (Jn 20, 17). Jesús nos precede en el camino hacia el Padre, se eleva a la altura de Dios y nos invita a seguirlo. Estas dos direcciones del camino del Resucitado no se contradicen, sino que juntas indican el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios –Dios mismo es la casa con muchas moradas (cf. Jn 14, 2s). Pero sólo podemos ir a esta morada yendo «hacia Galilea», es decir, yendo por las calles del mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor a los hombres de todos los tiempos. Por eso el camino de los apóstoles se ha extendido hasta «los confines de la tierra» (cf. Hch 1, 6 y ss.). Así, san Pedro y san Pablo han ido hasta Roma, ciudad que era entonces el centro del mundo conocido, verdadera «caput mundi [cabeza del mundo]».
La procesión del Jueves Santo acompaña a Jesús en su soledad, en su camino hacia el Via crucis. Por el contrario, la procesión del Corpus Domini responde en modo simbólico al mandato del Resucitado: os precedo en Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo. Ciertamente, por la fe la Eucaristía es un misterio de intimidad. El Señor ha instituido el sacramento en el Cenáculo, rodeado por su nueva familia, por los doce apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. Por eso, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión era introducida por las palabras: Sancta sanctis –el don santo está destinado a aquéllos que han permanecido santos. De este modo, se respondía a la advertencia dirigida por san Pablo a los cristianos en Corinto: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa» (1 Cor 11, 28). Sin embargo, desde esta intimidad que es don personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía traspasa los muros de nuestras Iglesias. En este sacramento, el Señor está siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística aparece en la procesión de nuestra fiesta. Nosotros llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por las calles de nuestra ciudad. Le confiamos estas calles, estas casas –nuestra vida cotidiana- a su bondad. ¡Nuestras calles son calles de Jesús! ¡Nuestras casas son casas para él y con él! Que nuestra vida de cada día esté penetrada por su presencia. Con este gesto, ponemos bajos sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos, las tentaciones, los miedos, en síntesis, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una bendición grande y pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. ¡Que el rayo de su bendición se extienda sobre todos nosotros!
Como hemos dicho, en la procesión del Corpus Domini acompañamos al Resucitado en su camino hacia el mundo entero. Haciendo esto, respondemos también a su mandato: «Tomad y comed […] Bebed todos» (Mt 26, 26 y ss.). No se puede «comer» al Resucitado, presente en la figura del pan, como si fuese un simple pedazo de pan. Comer este pan es comunicar, es entrar en comunión personal con el Señor vivo. Esta comunión, este acto de «comer» es realmente un encuentro entre dos personas, es un dejarse penetrar por la vida de Aquél que es el Señor, por Aquél que es mi Creador y Redentor. La finalidad de esta comunión es la asimilación de mi vida con la suya, mi transformación y conformación con Aquél que es el Amor vivo. Es por eso que esta comunión implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquél que nos precede. Adoración y procesión forman entonces parte de un único gesto de comunión, responden a su mandato: «tomad y comed».
Nuestra procesión termina frente a la Basílica de santa María Mayor, en el encuentro con Nuestra Señora, llamada por el querido papa Juan Pablo II «Mujer eucarística». Frente a María, la Madre del Señor, nos enseña que significa entrar en comunión con Cristo: María ha ofrecido su propia carne y su propia sangre a Jesús y se ha convertido en tienda viva del Verbo, dejándose penetrar en su cuerpo y en su espíritu por Su presencia. Roguémosle a ella, nuestra santa Madre, para que nos ayude a abrir cada vez más nuestro propio ser a la presencia de Cristo, para que nos ayude a seguirlo fielmente, día tras día, por las calles de nuestra vida. ¡Amén!