Tras 16 días encerrada en un barracón del campamento de la muerte, la hermana Paciencia sale a la calle ondeando el documento que certifica que está limpia de ébola.
-¡Estoy curada! ¡Estoy curada! -pregona triunfante la misionera.
Parece un milagro. Paciencia Melgar Ronda, 47 años, estaba prácticamente desahuciada. Eso al menos se temió el padre Miguel Pajares cuando tuvo que dejarla atrás, en Liberia, enferma de ébola, mientras él era trasladado a España. Hasta el último momento estuvo Pajares pidiendo sin éxito que la trajeran también a Madrid. Sin embargo, la guineana ha vencido en las peores condiciones al virus que doblegó al padre Miguel. Y salta de alegría mientras sujeta el documento que la declara libre de ébola. El padre Miguel falleció hace 15 días.
Estaba tan contenta Paciencia a la salida del centro donde ha estado internada, la bata marrón se le pegaba como una malla al cuerpo. La llevaba empapada de lejía y cloro. «Me rociaron varias veces con desinfectantes, me dieron la ropa y me dijeron que me fuera de allí. Salí corriendo». Sin mirar atrás. Con un rosario de la Virgen de Medjugorje entre las manos. Dejaba a su espalda el infierno, pero no las pesadillas. «Son tantas las cosas malas que he vivido en aquel barracón, que por las noches no puedo dormir», asegura.
La religiosa habla de Elwa, un lugar al que llaman hospital, en el extrarradio de Monrovia, adonde llevan a los desahuciados del ébola. La mayor parte de los que allí entran sale en bolsas de plástico camino de las fosas o son incinerados. Allí hubiera acabado el padre Miguel de no haber sido evacuado a España.
El relato que hace Paciencia Melgar Ronda de lo que sucede dentro de las cuatro paredes estremece:
-Teníamos un solo baño para todos [59 infectados] y casi siempre estaba atascado y devolvía las aguas fecales. Había que vomitar en cubos de plástico que nos daban a cada uno. No había forma de asearse. No teníamos ventanas y el aire apestaba. Era horroroso. Con frecuencia la gente usaba los cubos para hacer en ellos sus necesidades y recoger las goteras que caían del techo cuando llovía…
El techo al que se refiere no es más que una simple lámina de zinc que retumba al caer el agua en esta época de lluvias, haciendo imposible conciliar el sueño.
Paciencia necesita tiempo. Se resiste a recordar. «Por las noches me vienen a la cabeza unas imágenes espantosas de aquel lugar», confiesa al otro lado del teléfono.
Supo del fallecimiento del padre Miguel en el barracón de Elwa, tumbada en un catre, más flaca y con la fiebre que no le bajaba. El óbito del sacerdote español (12 de agosto) tras ser repatriado a España, un dios entre los más pobres de Liberia, corrió como la pólvora por las ciudades y aldeas del país africano. «Creo que su muerte me dio aún más valor para no hundirme en la enfermedad, como si desde el cielo él estuviera dándome la fuerza que yo necesitaba para renacer».
Y lo ha logrado sin el suero milagroso que se administró al sacerdote. Fe y paracetamol han sido sus únicos remedios.
Con Miguel no pudo ser. Quizás por la edad, 75 años, o porque al ébola se sumaron los males de su corazón. O porque sus defensas ya estaban demasiado tocadas cuando llegó a Madrid. O tal vez fue el designio sobrenatural del que hablan los católicos. A él se aferra Paciencia con júbilo.
Sólo uno de cada diez
Los que sobreviven al ébola bien atendidos en occidente rozan el 40%. En Liberia, el 10%, uno de cada 10. Y entre los elegidos, Paciencia, tal y como acredita el documento que le han dado en Elwa.
Todos los días se llevaban cadáveres, los tenía a mi lado, en los colchones -prosigue Paciencia, enfermera además de religiosa. Se iba uno y llegaba otro enfermo, extenuado, y se acostaba en la misma cama del muerto. A veces nos separaban con biombos.
Y en aquel suelo de sombras esqueléticas, los gemidos de dolor y sed. «Muchos suplicaban agua para aplacar la deshidratación de la fiebre. Yo también. Me daban medio litro al día, pero yo sacaba fuerzas y protestaba y conseguía que me dieran algo más de líquido».
«Necesito descansar, pensar y ordenar mi cabeza antes de salir ahí afuera y enfrentarme de nuevo con tanta injusticia, con tanta miseria». Se queda corta.
Crónica ha intentado entrar en Elwa y retratar el horror que refiere Paciencia. Ha sido imposible. Nadie cruza sus puertas sin que la policía o el ejército le registre. Ni siquiera pasa un móvil. No quieren imágenes de lo que se esconde tras aquellos muros.
Pero las historias que narran quienes lo han pisado son estremecedoras. Como las que cuenta un español, cabeza de un grupo de laicos anónimos. Pide que no demos su nombre ni su profesión. En una de sus visitas, hace dos semanas, encontró una familia separada del resto. La madre, con ébola, falleció primero. «Entonces decidieron poner a sus dos hijos con su padre y otros infectados. Al día siguiente, el padre fue al baño, sufrió un colapso y murió allí mismo. Tras una hora, uno de los niños, muy enfermo, al ver que su padre no volvía, fue en su busca. Avisó a su hermano y los dos se abrazaron entre llantos al cadáver, dentro de un baño que llevaba días sin ser limpiado ni desatrancado, lleno de heces y vómitos. Los dos huérfanos se pasaron abrazos y sollozando 24 horas hasta que alguien entró a recoger el cuerpo».
-Lo que cuenta supera la película más cruel…
-Es un alojamiento para futuros muertos. Los enfermos se desangran sin recibir las transfusiones que necesitan.
-¿Cómo dice?
-Tienen que pasar por caja si quieren seguir viviendo. Esa sangre vale mucho dinero, entre 150 y 200 dólares, más de dos meses de sueldo.
[Con ayuda de familiares y amigos, este español ha recaudado 75.000 euros, que han permitido que 23 de los 59 enfermos de Elwa hayan sido transfundidos].
-Llevamos comida, ropa, bebidas, medicamentos… Pero para que se lo den a los enfermos hay que pagar sobornos a gente de aduanas, policías, funcionarios… Se quedan con el 70%. Es inhumano.
Ocurre en un país presidido por una Nobel de la Paz 2011, la economista Ellen Johnson-Sirlef, de 75 años y licenciada por Harvard. La receta para sacar adelante a los infectados, además del barracón de Elwa, consiste en hacinarlos en un suburbio llamado West Point, a las afueras de Monrovia. Allí esperan el final de sus días 75.000 personas.
Paciencia estará con ellos. Se queda. Inmune al ébola (el riesgo de que se infecte de nuevo es prácticamente cero), ha decidido visitar a los enfermos de su barracón y llevarles personalmente su medicina: el mensaje de Miguel y el rosario de la Virgen de Medjugorje. Es su receta. El milagro de Paciencia.
Los que han estado a su lado dan fe de ello.
Autor: Paco Rego ( * Extracto)