Decenas de familias de inmigrantes empobrecidos con niños malviven acampados en un pinar del norte de Marruecos a la espera de una oportunidad para poder entrar en Melilla. «Quiero que entiendan que no estoy aquí por gusto. Si estuviera mejor en mi país, no habría venido. No he hecho todo este viaje para quedarme en Marruecos» dice un inmigrante. Marruecos el otro gendarme de la Unión Europea.
Amyr, de tres meses; Kader, de once, o Noela, de un año, han nacido en un bosque de Marruecos a las puertas del sueño europeo de sus padres, emigrantes subsaharianos. El pinar bautizado como Bolingo, que significa amor en lingala, una lengua congolesa, es el último obstáculo que les queda por delante. Esperan una oportunidad para entrar en patera o saltar la valla de Melilla, algo, esto último, reservado casi en exclusiva para los hombres.
Las redadas de las fuerzas de Seguridad marroquíes en Bolingo y otros asentamientos similares en la zona son constantes. A veces a un ritmo de dos diarias. Eso hace que, además de las duras condiciones de vida que impone el bosque, los inmigrantes tengan que estar bajo la presión permanente de tener que echar a correr, en algunas ocasiones con los bebés en brazos monte arriba, donde la orografía dificulta el trabajo de los agentes.
Así ocurre en la tarde del pasado jueves. Al menos dos vehículos de la Gendarmería, una furgoneta y un coche, se acercan al pinar de Bolingo desde la vía del tren que lleva a la cercana estación de Selouane, a una decena de kilómetros de Nador, una ciudad próxima a la frontera de Melilla.
Entre el grupo al que acompaña este reportero en su huida está la pequeña Fátima, de cinco años, junto a su padre. La niña no deja en ningún momento la cazuela comida de roña en la que lleva una crema hecha a base de harina que de vez en cuando se lleva a la boca con una cuchara. En un momento dado, saca del bolsillo de su chaquetón un cepillo de dientes e improvisa un lavado de boca.
Casos como el de esta niña, nacida en Marruecos de padres marfileños, son la prueba de que el viaje en busca de una vida mejor de estos subsaharianos con frecuencia se alarga en el tiempo durante años sin lograr su objetivo. Marruecos fue durante años el último país de tránsito para los emigrantes africanos antes de pisar el sueño europeo, pero con el incremento de las medidas de seguridad acordadas con la Unión Europea, desde la pasada década el país magrebí se ha convertido en un tapón para miles de personas que acaban atrapadas en él a la fuerza.
El colectivo marroquí Gadem entiende que la política migratoria de las autoridades de Rabat está plagada de abusos de los derechos humanos, violaciones de todo tipo –en algunos casos con resultado de muerte– y de actuaciones racistas contra los emigrantes subsaharianos, según un comunicado de la semana pasada. En un intento de cambiar esta imagen, el reino alauí ha anunciado hace pocas semanas un proceso de regularización para aquellos que puedan demostrar que llevan más de cinco años en el país o para los que sufren enfermedades graves.
«Quiero que entiendan que no estoy aquí por gusto. Si estuviera mejor en mi país, no habría venido. No he hecho todo este viaje para quedarme en Marruecos», explica Serge, de 28 años, un camerunés padre de uno de los bebés que espera desde hace cinco meses una oportunidad para entrar en España. A finales del pasado septiembre logró el dinero que le pedían para poder alcanzar Melilla en patera, pero fueron apresados en el mar por las Fuerzas de Seguridad marroquíes. Lo piensa a volver a intentar una y otra vez.
«Por el pasaje pueden llegar a pedirte más de 1.000 euros. Hasta 2.000. Pagas a los africanos que se encargan de los viajes y tienes que esperar sin hacer preguntas a que el día elegido vengan a buscarte», añade Serge. Todas las etapas desde que salió de Camerún pasando por Nigeria, Níger, Argelia y el reino alauí han sido así, a base de soltar dinero a las redes que controlan lo que para muchos es un negocio.
Pollo, arroz, mantas y plásticos
Tres trabajadores de la Delegación de Migraciones de Nador, dependiente del Arzobispado de Tánger, llevan al campamento algunas mantas y plásticos.
Antes de que caiga la noche, los más de 200 habitantes de Bolingo, separados por comunidades entre anglófonos y francófonos, refuerzan los refugios hechos con ramas, plásticos y mantas. Encienden fuegos y preparan la comida mientras chispea levemente. Los más afortunados fríen algunas piezas de pollo, pero la mayoría cuecen arroz, preparan una especie de puré a base de harina o cocinan patatas y tomates. Los bebés son los primeros que empiezan a dormir. Las madres los asean con un simple paño húmedo y les cambian el pañal, un verdadero tesoro en el pinar. Han sobrevivido otro día más atrapados en la pesadilla marroquí pero con la esperanza de dar el salto a la ansiada Europa.
Autor: Luis de Vega / Selouane (Marruecos)