Hace dos siglos, Voltaire proclamó: 'No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo'. Hoy, nuestras tradiciones sobre la libertad de expresión están siendo sometidas a asedio.
| La universidades prohíben las expresiones «ofensivas» y «políticamente incorrectas». Los islamistas radicales amenazan de muerte a los académicos, artistas y líderes religiosos que «faltan al respeto» al Profeta. Y, pese a que necesitamos desesperadamente un debate científico abierto, los ecoactivistas intolerantes han infestado el ambiente de inquisición y macartismo. |
Al Gore trata de amordazar a todo aquel que dice una verdad inconveniente sobre el alarmismo climático. Greenpeace pretende silenciar y poner en la picota a los «criminales climáticos». La revista Grist aboga por instaurar «una especie de tribunales de Nuremberg» para que comparezcan ante ellos los que ponen en duda los desastres que se anuncian. Supongo que a los culpables los llevarán la horca y no a la hoguera; por aquello de los gases de efecto invernadero, digo.
La ecocatastrofista Ross Gelbspan declaró, en una conferencia que pronunció en Washington DC: «Los periodistas no sólo no tienen por qué referir las opiniones de los científicos escépticos en materia de calentamiento global, es que tienen la responsabilidad de no hacerlo». Por lo que se ve, Reuters, Time y el Discovery Channel son de la cuerda de la Gelbspan. Otro metemiedos, el británico George Monbiot, dijo que las aerolíneas contribuyen al cambio climático, por lo que «cada vez que alguien muere como consecuencia de una inundación en Bangladesh, habría que sacar a un ejecutivo de una compañía aérea de su despacho y ahogarlo».
Durante una comparecencia ante el Congreso, la senadora Barbara Boxer trató a Michael Crichton como si fuera un pederasta porque sugirió que las teorías sobre el cambio climático deberían ser cuidadosamente revisadas y sujetas a unos patrones similares a los empleados por la Agencia del Medicamento para la aprobación de nuevos fármacos,
Sí, el clima del planeta está cambiando –otra vez más, pero mucho menos de lo que lo ha hecho en otras ocasiones–, y sí, la humanidad está influyendo en él, pero son muy pocos los científicos que secundan al astrónomo James Hansen, para quien el elemento humano ha sustituido al Sol y a las demás fuerzas naturales como causa principal del cambio y que, ante el advenimiento inmediato del Armagedón climático, pide que se tomen medidas drásticas.
Casi todo el mundo coincide en que estamos ante un período de ligero calentamiento, pero eso no quiere decir que nos hallemos al borde de una catástrofe. Por otro lado, el clima no se modificaría prácticamente nada aun si se cumpliera a rajatabla el Protocolo de Kioto. Eso sí, el coste derivado de la imposición de controles de emisión es astronómico.
Los políticos ya han conseguido, con su control de la producción petrolera, que haya escasez energética y los precios estén por las nubes. Un impuesto sobre las emisiones dispararía aún más el coste de la energía, así como de la totalidad de los bienes y servicios que consumimos, y supondría un freno formidable a las innovaciones.
Para generar la electricidad que produce una sola planta gasística de 500 mW se necesitan 13.000 turbinas de viento y 42.500 hectáreas de terreno. ¿Cuántos campos y montañas tendríamos que sacrificar? ¿Cuántas aves morirían? ¿Cuántas familias mueren a causa de enfermedades pulmonares e intestinales en el Tercer Mundo porque los activistas y los políticos presionan a los bancos y las empresas para que no se construyan allí centrales eléctricas? Ahora bien, esos mismos burócratas siguen recurriendo al avión para acudir a esas conferencias patrocinadas por la ONU en que se aterroriza a la gente con el apocalipsis climático.
No estamos a las puertas de caos alguno, tenemos tiempo para responder a los cambios racional y responsablemente, promulgando reglamentos inteligentes y desarrollando nuevas tecnologías que sirvan a una demanda creciente y, a la vez, reduzcan los niveles de contaminación y protejan tanto la salud como la vitalidad de las familias, las comunidades y las empresas.
Tengamos presente el gran cambio registrado en la última centuria en todo lo relacionado con la generación de energía y el control de la contaminación. Podemos volver a hacerlo. La clave reside en tener fe en la creatividad y en la innovación tecnológica, así como en establecer un debate civilizado sobre energía, clima y medioambiente.
PAUL DRIESSEN, autor del libro
'Ecoimperialismo. Poder verde, peste negra'