Campanas en la selva

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400 años del inicio de las Reducciones del Paraguay

Acaban de cumplirse cuatrocientos años del inicio de una de las experiencias de evangelización más conocidas de la historia de la Iglesia: las Reducciones del Paraguay. Han sido declaradas «Patrimonio Cultural de la Humanidad» no sólo por los restos arquitectónicos y artísticos, sino porque «representan una experiencia económica y sociocultural sin precedentes en la historia de los pueblos», según dice la declaración de la UNESCO. Paul Lafargue, yerno de Marx, dice que fueron el primer Estado socialista de la historia. Y el antijesuitismo de Voltaire no le impidió reconocerlas como un «triunfo de la humanidad». Entre los muchos estudios que se han hecho, la mayoría «reducen las reducciones» a una experiencia sociológica y pocos son los que descubren la clave evangelizadora.


Primeros mártires


A principios del siglo XVII la Compañía de Jesús se encargó de un extenso territorio de misión entre los ríos que forman la cuenca del Río de la Plata, a petición del obispo franciscano de Asunción, Fray Martín Ignacio de Loyola, sobrino nieto de San Ignacio. El modelo a seguir era la misión de Juli, a orillas del Titicaca, y de allí salió su superior, Diego de Torres, para hacerse cargo de la nueva Provincia jesuítica del Paraguay. El P. Marcial de Lorenzana, que había sido expulsado del púlpito en la catedral de Asunción por exigir la libertad de cientos de indios capturados, funda la primera misión, San Ignacio Guazú, en 1609. Se han cumplido 400 años. En esos primeros años, Roque González de Santa Cruz y otros dos compañeros jesuitas morían asesinados por los seguidores de un curandero, al que no le gustaba el poder que estaba perdiendo a costa de la influencia creciente de los jesuitas entre el pueblo guaraní. Pueblo que iba a exigirle al Provincial de la Compañía nuevos jesuitas para abrir nuevas Reducciones, que se extendían así por «contagio testimonial». Los guaraníes que visitaban por primera vez una Reducción, pedían que se les ayudara a crear otra para ellos, de modo que el Provincial no alcanzaba a atender todas las demandas.


Intensidad y extensión


Julián Gómez del Castillo, formador de militantes cristianos pobres, insistía mucho, a finales de los 80, en la importancia de conocer esa experiencia de las Reducciones, porque se trataba de evangelización en intensidad y no en extensión. Las Reducciones priorizaron la intensidad, concentrándose en organizar una determinada población de modo que todas las dimensiones de la vida –familiar, educativa, social, cultural, económica y política- estuvieran ligadas entre sí por una misma espiritualidad solidaria. La dimensión religiosa no era una dimensión más, sino que era la que justamente «re-ligaba» todas las otras dimensiones de la vida. Y las religaba a Dios, algo que hoy se olvidan de mostrar muchos historiadores. Todo eso quedaba claro sólo con ver la disposición urbana de una Reducción. Las calles porticadas facilitaban lugares de socialización. La vida familiar se logró mantener frente a la poligamia anterior y demostró ser un avance social, «la piedra angular» de las Reducciones, según Palacios y Zoffoli, en «Gloria y Tragedia de las misiones guaraníes». Había también almacenes comunes, casa de las viudas, colegio para estudiar y aprender oficios, plaza… pero sobre todo, la iglesia y su campanario como símbolo de un nuevo orden más humano que tiende a lo divino. Orden en el que los enemigos de los indígenas, los conquistadores, no podían entrar. En 1611 los jesuitas consiguen del Oidor de la Real Audiencia de Charcas unas Ordenanzas que prohíben explotar el trabajo gratuito de los indígenas. Ahí comenzó la enemistad con los colonos españoles.


Reducciones frente a encomienda


Las Reducciones jesuíticas se enfrentaban a la encomienda, una realidad que hoy llamaríamos «estructura de pecado» y que Diego de Torres denunciaba porque reducía al indio a la condición de esclavo.


Las encomienda era una realidad estructural porque estaba sustentada jurídicamente por la ley, políticamente por la Corona española, económicamente por las riquezas naturales y minerales de un continente sin explotar, militarmente por un ejército poderoso y técnicamente mejor equipado con armas de fuego y caballos, y culturalmente por una mentalidad nueva centrada en la avaricia, que había sustituido a la mentalidad medieval, centrada en la soberbia, como muestra Sievernich («El pecado social y su confesión», Concilium 210, 1987). De esa misma Edad Media venía el sistema de colonización de la «reconquista», en el que se ganaban territorios a los musulmanes, repartiendo las tierras entre los caballeros más destacados en los combates, y dando origen así a los grandes latifundios. Y ese método se aplicó en el nuevo continente, repartiendo tierras con sus poblaciones.


Era una realidad no sólo estructurada sino injusta. Como denunciaba ya el primer Provincial, Diego de Torres, antiencomendero convencido, la encomienda sometía al indio a la esclavitud. Desde 1537, con la Bula Sublimis Deus, la Iglesia había declarado que los indios tenían alma, algo que algunos ilustrados seguían negando a finales del siglo XVIII. Por tratarse de una ofensa a Dios, la encomienda era no solo injusta sino pecado.


Esa raíz histórica del mal, que hoy podríamos llamar «pecado del mundo», en aquel contexto concreto o «situación de pecado», provocó la organización de un gigantesco entramado institucional que afectaba al campo sociopolítico, económico y cultural, que es lo que hoy llama la Iglesia una «estructura de pecado». Y hacemos aquí un inciso para pesimistas: si la encomienda se derrumbó, igual que otras estructuras injustas de la historia, ¿por qué muchos piensan que es inútil luchar contra las estructuras de pecado? No pensaron así ni Bartolomé de Las Casas ni tantos otros que se plantearon enfrentarse a la encomienda y crearon una «estructura de gracia» que duró unos 160 años.


Experiencia histórica de los pobres


Para ese enfrentamiento había que crear cosas nuevas, pero también usar de la experiencia histórica. Los jesuitas no hicieron sino organizar y actualizar la experiencia de los franciscanos, iniciadores de las primeras reducciones en América. Ya dijimos también que los jesuitas habían ensayado el modelo desde 1576 en la misión de July. Para la forma de gobierno de las Reducciones se escogió la del Cabildo castellano, con elección anual de sus miembros, pero coexistiendo con la tradición del cacique indígena. En ese cruce de historia eclesial, historia indígena e historia castellana, con el común denominador de ser historia de los pobres, surgió la organización de las Reducciones. Todas las autoridades trabajaban como los demás y cultivaban sus tierras durante la preparación, la siembra y la cosecha. Los dos jesuitas que había en cada Reducción eran autoridad moral más que jurídica. Nunca fue una teocracia, como acusan algunos. Sin embargo, la tutela y el paternalismo de los jesuitas fueron sin duda el mayor de los defectos de esa experiencia, tal vez comprensible al principio, pero no después de 160 años.


Utopía


Mucho se ha escrito sobre si las obras utópicas del Renacimiento inspiraron a las Reducciones. De hecho, Tomás Moro había situado su «Utopía» en algún lugar del Nuevo Mundo. Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, ya había ensayado aquellas ideas con mucho éxito entre los indígenas, construyendo un modelo de evangelización  con una organización política y económica opuesta a la colonización en boga. Y en la región de las Verapaces, en Guatemala, Bartolomé de Las Casas consiguió que las autoridades le dejaran ensayar un modelo de evangelización pacífica en el que los conquistadores no podían entrar. Le dejaron intentarlo en la región con peor fama, la que los españoles llamaban «tierra de guerra». Los dominicos la convirtieron en la tierra de la «Vera Paz».


Campanas en la selva


Por la Verapaz había que pasar para llegar a la selva del Ixcán, región de Guatemala que en los años 60 conoció un desarrollo cooperativo excepcional promovido por la Iglesia. En un pequeño pueblo indígena donde trabajé ocho años, las gentes habían enterrado en 1982 la campana de la iglesia antes de salir huyendo de las masacres del ejército. Pero el ejército encontró la campana y se la llevó. Al terminar la guerra, los sobrevivientes siguen reclamando que les devuelvan la campana. Igual me había ocurrido en otro pueblo de Chalatenango (El Salvador), donde se reclamaba al ejército la devolución de la campana. Y así sucedió en muchos pueblos de España a lo largo de la historia. ¿Por qué nuestras campanas son objetivo del enemigo? Sin duda Roque González, uno de los iniciadores de las Reducciones, sabía de ese significado de las campanas. Estaba levantando un campanario cuando lo mataron. Se agachó para alzar la campana y el asesino aprovechó para matarlo de un hachazo. Roque González fue canonizado por Juan Pablo II en Ñu Guasu, en 1988.


 


Roque había fundado las Reducciones de Concepción, Candelaria y Asunción, había aprendido la lengua guaraní, comía como los indígenas, incluso pasando hambre en algunos momentos, pero les había enseñado también a cultivar y a criar animales, a cantar y tocar instrumentos, a construir en piedra y a vivir de una manera diferente a la seminómada, que tantos peligros y fracasos tenía. Los guaraníes llevaban siglos peregrinando por entre los ríos en busca de la «tierra-sin-mal». Y encontrarla, bien merecía un toque de campanas para avisar y compartir ese descubrimiento. De modo que los vecinos, al conocer la experiencia de comunión, solicitaban una misión. Ellos lo pedían. Y es así como, paradójicamente, la evangelización en intensidad se mostró también el mejor medio de extensión. Dicho de otro modo, no hubo mejor misión que la comunión.


Algunos logros


Pero es evidente que las Reducciones no consistieron solo en levantar campanarios en medio de la selva. Hoy se escucha el sonido del arpa paraguaya y se reconoce como oficial la lengua guaraní gracias a aquellos esfuerzos. Eran alfabetizados en guaraní, y aunque aprendían también el castellano, no era obligatorio.  «Que a los indios se les enseñe en idioma indio» mandaba el Concilio de Lima (1583), a pesar de que el Consejo de Indias quería prohibir los idiomas indígenas. Muchos fueron lo avances de aquellas Reducciones. La primera fundición de hierro en territorio brasileño, la primera imprenta construida totalmente en América, los talleres de carpintería, tejido, escultura, pintura, elaboración de instrumentos, fueron otros tantos logros. En la reducción de San Cosme y San Damián funcionó uno de los primeros centros astronómicos de América del Sur, del que se conserva la correspondencia con los mejores científicos de la época. Su fundador, Buenaventura Suárez, ha dejado importantes aportes sobre los satélites de Júpiter. En cuanto a la economía, había propiedad mixta, pues los huertos familiares (abambaé) se equilibraban con terrenos comunes (tupambaé) en los que trabajaban dos días por semana, en jornadas que no pasaban de seis horas, frecuentemente animadas con música y cantos, y finalizadas con una liturgia en la iglesia. El impulso económico alcanzado fue tal que provocó la envidia de los conquistadores, sobre todo por el desarrollo de la hierba mate y la introducción de la ganadería, que se beneficiaba de las enormes extensiones en las que entraba por primera vez el ganado. En los inventarios que hizo el Estado tras la expulsión de los jesuitas se puede ver la impresionante cifra de 801.258 cabezas de vacuno, 120.984 caballos y mulas y 251.432 de ganado lanar. Hasta donde se pudo contar. Ni que decir tiene que las autoridades no sólo no respetaron eso como propiedad colectiva de los guaraníes, sino que a los mismos indígenas los sometieron a condiciones de servidumbre como nunca se había hecho. Frente a los que acusaban a la Compañía de enriquecimiento a costa de los indígenas, los Inventarios de Patrimonio que se hicieron en el momento de la expulsión, en 1768, no muestran más que ropa, breviarios y libros. Muchos libros: 10700 entre los 30 pueblos.


Los enemigos


En los primeros años el enemigo principal eran los «bandeirantes» o «paulistas», los portugueses que venían desde Sao Paulo para capturar numerosos indígenas como esclavos. El caso es que, hartos ya de los bandeirantes, el P. Ruiz de Montoya consigue autorización de Felipe IV para comprar armas y municiones. Algunos Hermanos jesuitas que habían sido militares crean y entrenan las milicias guaraníes, y vencen a los portugueses en las batallas de 1641 y 1652 entre los ríos Uruguay y Paraná. Me limito a constatar el hecho, pues entrar en su interpretación abriría un gran debate entre la doctrina de la legítima defensa y la creciente corriente no violenta, netamente evangélica, que sobrepasa los objetivos de este artículo. Pero lo que fue cierto a inicios de las Reducciones, frente a los bandeirantes en el siglo XVII, no se repitió al final, frente a los ejércitos español y portugués en el siglo XVIII. La película La Misión no es histórica en ese punto. Los jesuitas obedecieron el Tratado de Límites y luego obedecieron la orden de expulsión de los territorios de Carlos III, aunque algunos guaraníes intentaron defenderse militarmente.


A lo largo de esos 160 años las Reducciones habían tenido muchos enemigos: los curanderos o chamanes del inicio, los conquistadores españoles, los bandeirantes portugueses, y los ejércitos aliados de España y Portugal. Pero hay también un enemigo interior a toda experiencia evangelizadora. Y en la película La Misión eso queda reflejado en el diálogo final. Al enviado papal, para que acepte como un hecho la masacre realizada, le dicen: «El mundo es así». Y él responde: «No, nosotros lo hemos hecho así. Yo lo he hecho así».


En nuestra selva de hoy


Hoy como ayer seguimos haciendo un mundo así, de esclavitud, hambre y paro, participando de estructuras de pecado. Hoy como ayer, la humanidad está en búsqueda. En medio de nuestra jungla de hambrientos, de «bandeirantes» modernos que mantienen la esclavitud infantil, de guerras provocadas por salvajes que viajan en jet privado, de selva sin leyes donde el relativismo ampara al más poderoso, unos están en búsqueda de «Eldorado» y otros en búsqueda de «la tierra sin mal». En ese cruce, que se da también en el corazón de cada uno de nosotros, muchos entregan la vida. No solo Roque González levantó esos campanarios, sino cientos de miles de guaraníes que durante siglo y medio construyeron esa experiencia. Ellos nos han legado, gracias a Dios, campanas en medio de la selva.