Capitalismo y derechos de bragueta

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Juan Manuel de Prada

Iniciamos con este artículo una serie de cuatro, en respuesta al profesor Carlos Fernández Liria, quien ha tenido la gentileza de contestar desde el periódico digital Cuartopoder.es a la crítica que, desde estas mismas páginas, hicimos a su ensayo “En defensa del populismo”.

El profesor Fernández Liria, a quien algunos consideran “padre intelectual” de Podemos, merece todo nuestro respeto, por más que discrepemos de aspectos medulares de su pensamiento; y mantener con él una controversia nos honra y gratifica. En su libro, Fernández Liria sostiene que, para combatir el capitalismo, la izquierda debe utilizar las creaciones de la Ilustración, no las alternativas inoperantes del marxismo; pues considera que la Ilustración ha brindado una serie de “victorias irrenunciables de la razón”, entre las cuales ocupan un lugar primordial lo que nosotros, menos fervorosamente, hemos denominado “derechos de bragueta”. En nuestro análisis, señalábamos que lo que Fernández Liria considera “victorias de la razón” no son sino argucias del capitalismo para imponer sus postulados.

Tal vez nuestra afirmación resultase demasiado apodíctica; pero nuestro detractor incurre en el mismo vicio cuando afirma que “no hay mejor forma de constatar la mucha razón que teníamos que ver lo cómodo que se siente Prada identificando la conquistas de la Ilustración con las exigencias económicas del capitalismo”. Para que no se nos pueda acusar de comodones, trataremos de argumentar más exhaustivamente.

Como Fernández Liria, consideramos que el capitalismo es un sistema económico que ha devastado millones de vidas (como la de la niñera a la que se refiere nuestro detractor, que vive separada de sus hijos por el océano). Sin embargo, si el capitalismo se hubiese limitado a destruir vidas de forma tan salvaje no habría podido triunfar, porque sus cientos de millones de damnificados se habrían rebelado; para triunfar, el capitalismo necesitó sobornar a una mayoría de las gentes a las que se proponía devastar. Sólo el mal más burdo aspira a triunfar mediante el ejercicio de la pura fuerza; en cambio, el mal sofisticado y protervo, el mal propiamente mefistofélico necesita ofrecer a quienes anhela destruir (o siquiera a una mayoría) una golosina que los contente, como a Fausto le ofreció eterna juventud. Y la golosina que el capitalismo nos ofreció fueron, precisamente, esos derechos de bragueta que Fernández Liria denomina “victorias de la razón”. Así lo percibieron espíritus clarividentes como Chesterton, quien afirma que los ricos, para esclavizar a los pobres, impusieron una “religión erótica que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad”. O como Hilaire Belloc, quien afirma: “Siempre resulta ventajoso para el rico negar los conceptos del bien y del mal, objetar las conclusiones de la filosofía popular y debilitar el fuerte poder inmediato de la voluntad humana. Siempre está en la naturaleza de la gran riqueza obtener una dominación cada vez mayor sobre el cuerpo de los hombres, y una de las mejores tácticas para ello es atacar las restricciones sociales establecidas. (…) La anarquía moral es siempre muy provechosa para los ricos y los codiciosos”.

El capitalismo tuvo claro desde el principio que, si deseaba que sus víctimas acatasen gustosamente su esclavitud, tenía que evitar que procreasen; pues de este modo podría pagar salarios más baratos y contratar cada vez menos gente (dejando que las máquinas hicieran el trabajo, garantizando una mayor plusvalía). En nuestros próximos artículos, demostraremos cómo la obsesión antinatalista fue primordial en todos los padres del (si el oxímoron es tolerable) pensamiento capitalista.

Trataremos de mostrar cómo los “derechos de bragueta” no son, como el profesor Fernández Liria pretende, “victorias de la razón ilustrada”, sino sobornos del capitalismo, que necesita que los trabajadores tengan pocos hijos, para debilitar su lucha (pues quien no tiene una prole por la que luchar acaba convirtiéndose en un conformista), poder pagar salarios más bajos y no tener que enfrentarse a masas de desempleados que un sistema de producción cada vez más mecanizado no puede absorber. Esta obsesión antinatalista es recurrente en todos los padres del capitalismo clásico; y sigue siendo hoy la obsesión de toda la plutocracia mundialista.

En Adam Smith el odio a la procreación es todavía timorato y simulado, aunque no se recata de solicitar la prohibición de las “Leyes de Pobres”, que aseguraban subsidios a las familias más necesitadas (lo que favorecía que tuviesen hijos) y Smith considera una deplorable supervivencia del régimen caritativo establecido en las parroquias católicas. En “La riqueza de las naciones” hay, por cierto, un pasaje enternecedor en el que Smith dimite de su tono morigerado para arremeter contra la que considera causante última de todos los males: “La constitución de la Iglesia de Roma –escribe este jeta máximo, defensor del libre cambio que trabajaba como aduanero—debe considerarse la conspiración más formidable que nunca haya tenido lugar contra la autoridad y seguridad del gobierno civil, así como contra la libertad, la razón y la felicidad humanas”. Pero serán los discípulos de Smith los que, en su (risum teneatis) amor a la libertad, la razón y la felicidad humanas, se esforzarán por reducir la natalidad de las familias pobres.

David Ricardo, en su obra “Principios de economía política”, afirma que los subsidios a los pobres deben ser abolidos, porque “los confirman en sus hábitos” (procreadores, se entiende); y añade taimadamente: “Si conseguimos que la prudencia y la previsión [o sea, la anticoncepción] sean percibidas como virtudes necesarias y ventajosas, nos iremos acercando gradualmente a un Estado más estable y más sano”. David Ricardo, que no tendría empacho en aplaudir en el Parlamento los esfuerzos de los empresarios “por reducir la retribución a los trabajadores hasta la tasa más baja”, alertó también de que la caridad ejercida a favor de los niños de los pobres era muy perjudicial, porque estimulaba a sus padres a tener más hijos.

Inevitablemente, Ricardo acabaría formulando la llamada “ley de bronce de los salarios”, según la cual los salarios tienden “de forma natural” (nótese el brutal sarcasmo) hacia un nivel mínimo que se corresponde con las “necesidades de subsistencia” de los trabajadores; cualquier incremento de los salarios por encima de este nivel –proseguía David Ricardo—provocaría que las familias de trabajadores tuviesen un mayor número de hijos, lo que a su vez las haría más pugnaces en la exigencia de subidas salariales.

Jean-Baptiste Say, otro padre del pensamiento capitalista, escribirá en su “Tratado de economía política” que el trabajador idóneo es el soltero, puesto que no necesita mantener una familia; y que, para conseguir que los salarios bajen, hay que conseguir que una mayoría de trabajadores sean solteros. Poco a poco, el capitalismo se iba atreviendo a formular su anhelo más irreprimible: había que reducir al máximo la reproducción de los trabajadores, para que unos pocos pudieran enriquecerse. Pero a este anhelo bestial había que darle primero un aderezo científico; y luego convertirlo en golosina, de tal modo que las masas idiotizadas creyeran que se les suministraba por amor a la “libertad, la razón y la felicidad humanas”.

Para lograr que las obsesiones antinatalistas del capitalismo fuesen aceptadas como “victorias de la razón” había que aureolarlas de un falso prestigio científico y filosófico; pues, de lo contrario, el capitalismo corría el riesgo de mostrar un rostro demasiado malvado que no engañase a nadie (ni siquiera a los forofos de la Ilustración). En esta labor de adecentamiento destaca la figura del clérigo anglicano Thomas Malthus, quien en su célebre “Ensayo sobre el principio de población” afirma sin ambages que el modelo económico capitalista sólo podrá sostenerse si se efectúa un “control preventivo” de la reproducción. El odio de Malthus a la generación humana es, en verdad, azufroso; y cuando la pluma se le calienta llega a extremos aberrantes; así, por ejemplo, propone que se fomenten los “matrimonios tardíos” entre los pobres (exactamente como se hace hoy) y que se les inculquen “hábitos prudentes”; pero considera (por odio clasista) que pretender inculcar hábitos de prudencia entre gente tan lerda “podría causar entretanto la ruina económica”.

Los padres del pensamiento capitalista, en fin, tenían el mismo concepto de los pobres que de los animales; y consideraban que la “prudencia” no sería suficiente para que dejaran de tener esos odiosos hijos que alteraban las “leyes naturales” del mercado. Pero el bellaco de Malthus era un puritano, y sólo se atrevía a insinuar insidiosamente lo que luego los neomathusianos dirán con absoluto desparpajo, hasta lograr entronizar los derechos de bragueta como “victorias de la razón” y fuentes de la felicidad humana. Y si Malthus había proporcionado la coartada cientifista, John Stuart Mill aportaría la sofistiquería disfrazada de filosofía. En su “Autobiografía”, después de proclamar su vergüenza por proceder de una familia numerosa, Mill señala que los principios maltusianos “eran entre nosotros [los adalides del pensamiento capitalista] una bandera y un punto de unión”. Y añade, con descarnado cinismo: “Esta gran doctrina la retomamos con un celo ardiente, como único camino para asegurar el pleno empleo y salarios altos al total de la población trabajadora mediante una restricción voluntaria del incremento de su número”. Mill, que en otro lugar de su “Autobiografía” defiende sin ambages que la institución familiar debe supeditarse a la organización económica, evidentemente no pretende asegurar el pleno empleo (que, como nosotros ya sabemos, es una quimera irrealizable en la sociedad capitalista), ni mucho menos (risum teneatis) garantizar “salarios altos”. Lo que de verdad quiere es que a través de la “restricción voluntaria” de sus capacidades generativas, los trabajadores tengan pocos hijos, de tal modo que les parezca salario alto cualquier birria y no luchen por el trabajo de sus hijos, que siendo pocos (o ninguno) podrán heredar el trabajo birrioso de sus padres.

El quid de la cuestión era, en efecto, que el antinatalismo se impusiera como una “restricción voluntaria”, incluso gustosa. Para ello Mill recurre (es el primero en hacerlo, y resulta llamativo que el profesor Fernández Liria adopte su mismo lenguaje) a la retórica ilustrada, presentando tal restricción como una expresión soberana de la libertad individual y del libre desarrollo de la personalidad. Además, Mill entiende astutamente que si se desea que esa “restricción voluntaria” resulte verdaderamente eficaz y la familia se supedite a la economía capitalista (o sea, se destruya), es necesario enviscar a la mujer contra el hombre y suscitar en ella una conciencia de agravio, para lo que escribe su célebre ensayo “El sometimiento de la mujer”. Aquella “religión erótica” a la que se refería Chesterton empezaba a cobrar forma.

Los derechos de bragueta no son, como pretende el profesor Fernández Liria, “victorias de la razón” ilustrada, sino sobornos que el capitalismo urde, caramelizados de farfolla ilustrada, para someter más implacablemente a las masas; pues, como todo el mundo sabe, para corromper a la gente, no hace falta sino exaltar sus anhelos egoístas, elevándolos a la categoría de “derechos”. El antinatalismo, en sus múltiples expresiones, fue una obsesión constante en todos los padres del capitalismo, que vieron en él un instrumento inmejorable para debilitar la posición de los obreros.

Con el triunfo del capitalismo, el odio al pobre azuzado por los malthusianos cristaliza –lo mismo en regímenes totalitarios que democráticos— en las más atroces prácticas eugenésicas, financiadas por los más conspicuos apellidos plutocráticos, de Ford a Rockefeller. Es la época en la que la feminista Margaret Sanger proclama tan campante que “lo más misericordioso que una familia humilde puede hacer por uno de sus miembros más pequeños es matarlo”. Pero, tras la Segunda Guerra Mundial, la eugenesia se convierte, por arte de birlibirloque, en una práctica de tufillo nazi. El capitalismo tuvo entonces que ingeniárselas para hallar otro método antinatalista más moderadito que impidiera que los pobres acaparasen los recursos naturales (tal como exige el Informe Kissinger, ese portento del pensamiento ilustrado). Había que conseguir que los trabajadores flojearan en la defensa de sus derechos (derecho a un salario digno, derecho a un trabajo estable, derecho a permanecer en su tierra), para lo que había que empezar –como había pedido Mill– destruyendo la institución familiar. Y tal destrucción se hizo fomentando la inmoralidad y la promiscuidad, exaltando aquella religión erótica profetizada por Chesterton, que a la vez que exalta la lujuria prohíbe la fecundidad. Rockefeller III (¡otro ilustrado tremendo!) diseñará una estrategia muy astuta, eficaz y barata, consistente en “empoderar” a las mujeres (y luego a los homosexuales) con las viejas ideas del pensamiento ilustrado (rebozaditas de “teorías de género”), para convertirlas en cipayas del capitalismo globalizado en su lucha contra la procreación, pero haciéndoles creer además (risum teneatis) que luchan por la libertad, la razón y la felicidad humanas. Evidentemente, a los plutócratas que financian el antinatalismo, de Rockefeller a Bill Gates, lo mismo que a sus mamporreros, de Kissinger a la bruja Hilaria, sólo les preocupa la libertad desenfrenada del Dinero: esa libertad que obliga a la niñera del profesor Fernández Liria a vivir separada de sus hijos; y que, sin embargo (anverso y reverso de una misma moneda), a otras mujeres les permite no concebirlos, o arrancárselos de su vientre.

El mal puede hacer daño descaradamente a algunos; pero, si desea imponerse, a otros muchos tiene que halagarlos y hacerles creer que busca su bien, como hacía el Gran Inquisidor de Dostoievski: “Nosotros les enseñaremos que la felicidad infantil es la más deliciosa. (…) Desde luego, los haremos trabajar, pero organizaremos su vida de modo que en las horas de recreo jueguen como niños entre cantos y danzas. Incluso les permitiremos pecar, ya que son débiles, y por esta concesión nos profesarán un amor infantil. Y ellos nos mirarán como bienhechores al ver que nos hacemos responsables de sus pecados. Y ya nunca tendrán secretos para nosotros”.

Para luchar contra el mal hay que empezar renegando de sus sobornos. Toda lucha anticapitalista que –como hace Podemos– se aferra a los sobornos del capitalismo es una pantomima infantil y aspaventera, puro colaboracionismo con el mal.

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