Ciberpopulismo 4.0, desafíos a la libertad y al ser humano

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Si el populismo es una corrupción de la idea de pueblo como sujeto político, no cabe duda de que ha contribuido a ello una nueva expresión de lo masivo. La eclosión digital de los últimos años asociada al desarrollo casi exponencial de la tecnología ha favorecido una experiencia novedosa de lo colectivo.

Empezó con los data mining y el microtargeting que hace ocho años acompañaban los diseños de campaña electoral del presidente Obama y que precisaban los mensajes dirigidos a los electores para influir en el sentido de su voto. Y ahora reviste matices inquietantes con la irrupción en internet de lo masivo con el propósito de articular masas cibernéticas que alteren y cuestionen acontecimientos políticos dentro de un contexto analógico. De hecho, el empleo de estrategias cibernéticas que convocan multitudes digitales forma ya parte de tácticas electorales a las que recurren los populismos cuando se organizan para conquistar el poder. Sin ellas, el populismo ya no puede triunfar en Occidente.

Lo evidencia Estados Unidos, donde en las presidenciales de 2016 se han utilizado las redes sociales y los instrumentos de socialización digitales para desplegar un proyecto populista que ha logrado cambiar las reglas del juego electoral entre republicanos y demócratas, algo que habría sido impensable hace una década. Contra todo pronóstico, ha conseguido desapalancar a la opinión pública de los mecanismos de comunicación vertical que definían las pautas electorales estadounidenses del último siglo. La posverdad y la emotividad de los mensajes en las redes fluyen en tiempo real y modelan al votante…

El objetivo es desenfocar la información y restar crédito a la casta de los medios. De este modo se sustituye la opinión pública (publicada) que se articula en los medios de comunicación por la opinión compartida dentro de las redes sociales: lo que no está dentro de ellas no existe. Es más, lo que no se propaga por ellas de acuerdo con sus pautas de circulación de contenidos no es realmente democrático o mejor dicho e-democrático.

Lo inoculado en estas vías de comunicación, no es la verdad basada en principios empíricos o epistemiológicos, no hay un diálogo con contraste opinativo…ni siquiera, unos hechos a refutar. El ruido se mezcla con la señal, y no se diferencia el mensaje del ambiente creado en su entorno, es más importante el sentimiento que el discernimiento.

El populismo se está transformando en un ciberpopulismo que suma al primero las dinámicas de digitalización de las multitudes que hemos visto y frente al que son impotentes los partidos y las instituciones.

Embarrado el campo comunicativo a base de tuits, de “memes”, de trols y robots es imposible el diálogo. Y el miedo y el resentimiento con el que no piensa igual se sitúan por encima de la razón y la verdad. Con esta fórmula de comunicación, la ignorancia se ubica a la misma altura que el conocimiento. La mentira trata de tú a la verdad y la grosería asfixia a la educación entre las caricias de una pornografía dialéctica en la que el número de voyeristas que se asoman al ruido de lo que se dice en las redes acaba siendo el nuevo decálogo de la ley digital que gobierne a las masas cibernéticas.

La hipótesis de legislar a impulsos de tuit comienza a ser una inquietante tentación decisionista que circula en el ambiente como algo más que una posibilidad, máxime cuando la velocidad de respuesta es una cualidad al alza que evidencia un dinamismo y una cercanía que hacen más visible y admirada la política.

Durante la campaña presidencial estadounidense, la información que circulaba digitalmente y los llamamientos a las emociones personales que provocaban las declaraciones del candidato populista han sido más decisivos que la racionalidad fáctica que inspiraban los editoriales, los titulares y las columnas periodísticas. De hecho, desde noviembre de 2016 el cuarto poder de la democracia estadounidense ha perdido su hegemonía factual. Esta circunstancia inaugura un tiempo nuevo. Los hechos pesan menos electoralmente que las emociones y sensaciones que se liberan en los debates que digitalmente espolean la opinión pública. El desenlace es evidente. El Watergate quizá hoy no se habría producido debido a los cortafuegos emocionales que el poder puede desplegar desde las redes sociales con el fin de absolverlo. Si la posverdad exculpa, entonces la posdemocracia puede liberarnos de la pesada carga analógica de las instituciones y las urnas.

Y es que el desarrollo de una «autocomunicación» de masas ha digitalizado la opinión pública y ha hecho que sea vulnerable a la demagogia populista. A ello ha contribuido el desarrollo de identidades virtuales que han perdido entornos sólidos de referencia moral y política basados en la racionalidad y la experiencia discriminada a través de ella, hasta el extremo de que emerge una democracia «posfactual» en la que los sentimientos son una condición sine qua non para casi todo lo que sucede en ella, especialmente cuando estos sucesos transitan por cauces digitales.

El siglo XXI ha puesto en circulación una experiencia de lo masivo que puede hacer palidecer las ideas que fundaron los totalitarismos del siglo pasado. La transformación que experimenta la identidad personal en contacto con la tecnología es determinante en el proceso, tal como ya hemos visto. La posthumanidad avanza a buen paso. Con ella, lo hace también una suerte de mutación que margina lo corpóreo y relativiza el peso epistemológico y moral que tiene la realidad como soporte básico de la experiencia humana. Las fronteras de lo humano se disuelven a medida que crecen las capacidades que dilatan las fronteras tecnológicas hasta el infinito. La expansión de estas desarrolla una especie de utopía digital que abre experiencias de lo humano que no necesitan del cuerpo para ser vividas.

La técnica está contribuyendo a instaurar el imperio de una voluntad de poder que admite todo como posible. El futuro desaparece porque se ha consumado gracias a la utopía digital que decreta el tiempo real como un eterno presente, un no-tiempo que se fundamenta en una miniaturización abreviada de las experiencias humanas que nos encierran en la inanidad de todo desplazamiento al disolver el espacio como dimensión medible de nuestro ser.

En este contexto, el cuerpo parece estar sobreexpuesto a una vulnerabilidad acuciante. No solo porque quiebra el canon de lo humano como medida de las cosas, tal como diseñaron nuestros antepasados griegos, sino también porque se le somete a un estrés virtual que lo hace prácticamente prescindible como soporte de la experiencia. La Modernidad inicia una andadura que puede llevar a su colapso definitivo. Al paso que vamos, el cuerpo podría convertirse en un vestigio marginal de nuestra identidad.

¿Cómo entender si no la proscripción que abordó la Modernidad política de la tortura y la detención ilegal, o la defensa de la tolerancia, la libertad de movimiento y pensamiento que elevó a derechos constitucionales? ¿Acaso se habrían pensado sin la experiencia de un cuerpo que podía sufrir la violencia o a la vulneración de su dignidad sensible? ¿Y qué decir de la propia lucha por la justicia y la erradicación de la arbitrariedad o la violencia misma si no se tiene en cuenta que estas acciones están al servicio de evitar el dolor y el sufrimiento que han padecido y padecen los hombres desde su experiencia de lo corpóreo y su proyección sobre la idea misma de dignidad? Es más, ¿podría entenderse la propiedad como una posibilidad de acción sobre lo real sin disponer del cuerpo, o comprender la igualdad sin ver en ella un reconocimiento solidario de las diferencias a partir del respeto que demanda la experiencia sensible de la otredad? ¿Podríamos hablar del trabajo, de los fundamentos emocionales de la convivencia filial o amorosa, de la búsqueda de la felicidad, y de cuanto ilusiona y hace posible la transformación del afecto en una caricia, una lágrima o una sonrisa?

Y lo que decimos al respecto de la estructura de derechos que sostiene nuestra civilización jurídica puede aplicarse a la ética, la religión o la estética. En todos estos ámbitos la idea de límite está subordinada a la experiencia corpórea de lo humano, experiencia determinante antes y después de la Modernidad y que por primera vez en la historia se ve abocada al riesgo de extinguirse convertida en una ficción de sí misma. Se trata de un desenlace que no debiera descartarse, ya que podría vivirse si se aplicara sobre el cuerpo el famoso derecho digital al olvido. Y es que ¿podría pensarse la idea de límite sin el sentido de finitud y extensión que proporciona nuestra naturaleza corporal? Mientras seamos y nos vivamos como cuerpos finitos, la caducidad de cuanto hacemos nos cubre de la soberbia narcisista de soñarnos perfectos. Experiencia que la utopía digital puede querer desterrar como si fuese una antigualla analógica o, si se prefiere, un apunte museográfico de lo que fuimos antes de que el horizonte posthumano transforme nuestra corporeidad en una escombrera del futuro.

El problema político más acuciante que provoca este estado de cosas es que la democracia nació dentro de la medida corpórea de lo humano. Y precisamente los escombros del futuro que han descoyuntado nuestra temporalidad pesan sobre las espaldas de la política democrática. Esto hace que tenga muchas dificultades para sobrevivir en un entorno que transforma lo corpóreo en un imaginario cavernosamente platónico en el que, además, las sombras populistas ocultan la verdad que se basa en hechos y en la experiencia del trato directo con las cosas y las personas. Por eso el populismo no remitirá si no se le combate. Tampoco se aplacará si no se ataca la infraestructura cultural de la que emerge y que no es otra que la experiencia de un pueblo que se ve inconscientemente abocado a vengarse de lo establecido por culpa del malestar físico y mental que ha generado la experiencia directa del miedo y la crisis.

Con este panorama, el imaginario de la caverna platónica gana enteros llevado por un oleaje emocional que encuentra una nueva forma de completitud en la pantalla. Lo hace entre los cascotes de una democracia que no ha sabido proteger a los hombres frente a las inclemencias desatadas por el fracaso de la Ilustración. No es de extrañar entonces que estos puedan querer romper amarras con la democracia y la institucionalidad que la sustenta. La tentación totalitaria reverdece así como una posibilidad inquietante al ser cada vez más los que quieren quitarse de encima las frustraciones que les provoca una época como la nuestra. ¿Cómo no va a ser atractiva una utopía digital que hace de la pantalla la experiencia de una brecha ontológica que rompe con el «ser» para transformarlo en un «estar» online?

Juan Rodríguez