Tienen nombre, familia y un proyecto vital, pero carecen de derechos laborales. Retrato de dos generaciones de mano de obra sumergida
Fuente La Vanguardia
Anna, española, 43 años.
De Santa Coloma de Gramenet, hija de un andaluz y de una catalana, desde hace un año y medio limpia casas y despachos dos o tres días por semana, tres o cuatro horas por día. Gana unos 300 euros al mes. Dedicaría más horas, pero no encuentra quien las pague. Cuenta que nunca tuvo grandes empleos pero que siempre le permitieron salir adelante y cotizar a la Seguridad Social. En 1998 se compró un piso. Terminará de pagarlo dentro de trece años. La cuota de la hipoteca es de unos 420 euros. «Ahora se me ha terminado el paro».
Ser una mujer con escasa formación y más de 40 años no es una ayuda. «Tendré que fregar escaleras toda mi vida, nunca conseguiré cotizar lo suficiente para poder retirarme de mayor… Una vez leí un reportaje de una mujer que se pasó la vida limpiando casas y ahora busca comida en los contenedores. Lo de las casas es pan para hoy y hambre para mañana». Anna dice que se siente frustrada, «como si fuera una mierda».
«Siempre he ido a salto de mata, seis meses aquí y seis meses allá, pero siempre he trabajado, y con contrato… Pero desde hace más de un año no encuentro un empleo convencional. Las ofertas del Inem a veces son absurdas…: doce horas diarias, vehículo propio y en Mollet del Vallès por setecientos euros al mes. Voy a hacer un curso del paro de ayudante de geriatría, quería que fuera de ayudante familiar, pero tampoco puedes escoger».
Montse, 52 años.
Lleva toda su vida cosiendo en casa, como tantas mujeres de edad madura de Santa Coloma, sobre todo desde que falleció su marido hace un lustro. Desde entonces lo hace para una empresa catalana que acaba de abrir una fábrica en Asia. «Hace diez años trabajabas doce horas diarias todos los días de la semana. Podías elegir clientes. Ahora puedes sentirte afortunada si trabajas tres. Tienes que esperar a que suene el teléfono y decir que sí a todo. No puedes hacer muchos planes…, siempre pendiente del teléfono. Además, pagan lo mismo desde hace tres años. Ahora estoy ganando unos 120 euros a la semana. Hace cuatro años ganaba el doble». Marroquíes y chinos, agrega, siempre están dispuestos a coser más barato. «Y mucha gente se aprovecha», apostilla.
«Lo malo es que ahora no puedes ahorrar –retoma Montse–. Tenía unos cuatro mil euros en un plan de pensiones privado. Pero tuve que gastármelos en la fachada, las escaleras y el tejado…, que se nos caía. Y ahora no hay modo de ahorrar, y sientes que estás siendo condenada a coser toda tu vida, siempre… Antes todo esto tenía un sentido, pero ya no cuadran las cuentas».
Fátima, 34 años.
Es una marroquí de 34 años sin papeles. Vive con su hijo y su pareja en una habitación realquilada en el barrio de La Pau de Badalona por trescientos euros al mes. No tiene agua corriente. La electricidad está pinchada. Dice que desde hace un par de meses cose en una empresa de moda pronto del barrio de Montigalà, también en Badalona, unas doce horas diarias de lunes a viernes por sesenta euros a la semana. Cose por un euro la hora. Dice que es un trabajo duro, que el jefe grita y mete prisa. El jefe es catalán. La pareja de Fátima se dedica a vender lo que rescata de la basura.
Munir, 35 años.
Trabajaba en una empresa de distribución de neumáticos hasta que la crisis frenó la venta de coches. «Era un buen trabajo. Yo manejaba un toro. Ganaba unos mil quinientos euros al mes. Pero un día echaron a todo el mundo. Y encontrar trabajo está muy mal. Una vez me dijeron que echara el currículum bajo la puerta y luego vi cómo una persona que salía lo llevaba pegado en el zapato, y yo fui y le dije que me devolviera mi currículum y…». Lo cuenta con cierto sentido del humor, entre risas.
Munir tiene los papeles desde hace un par de años, desde que se casó con una catalana. Su familia política le prestó dinero para que comprara una furgoneta de segunda mano. Fue hace menos de un año. «Entonces todas las semanas había algún pakistaní que quería que lo acercaras a Mercabarna para llenar de mercancías el supermercado. Pero ahora, con suerte, voy cada dos semanas, y me saco unos 35 euros por supermercado, y también ayudo a cargar y descargar el género. Lo que espero es que las cosas mejoren y los pakistaníes vendan más. Así ganarán más dinero y no les importará hacerme factura, espero…, y así a lo mejor puedo hacerme autónomo. También hago portes de 120 km para un taller textil por unos sesenta euros, que restando gasolina y gastos se me quedan en treinta euros por la ida y la vuelta».
Munir cuenta sus pesares entre bromas: «Supongo que porque tengo una familia catalana que me echa una mano, me siento muy arropado por ellos; por muy mal que se pongan las cosas tengo donde agarrarme, de lo contrario…».
Said 33 años.
Es de Marruecos, sin colchón (familiar, social) por estas latitudes. Said trabajaba en una fábrica de artes gráficas. No le pagaban las horas extras pero tenía contrato. Antes se ocupó en la construcción. Se casó, tuvo un hijo, perdió el empleo, agotó el subsidio del paro. «Ahora tengo que tramitar una ayuda familiar de unos cuatrocientos euros al mes que me durará seis meses. Fui a los servicios sociales y tardaron tres meses en darme cita, y como entonces estaba cobrando el paro, a pesar de tener un hijo de dos años, me dijeron que no podían hacer nada por mí. También me dijeron que fuera al banco de alimentos, en Can Zam, pero cuando llegué estaba vacío. Luego fui a una ONG, pero me dijeron que sólo ayudaban a los inmigrantes sin papeles. Ahora no voy a ningún sitio». Ahora descarga cajas en un mercado municipal de Santa Coloma.
«Yo tenía un proyecto vital, siempre llegaba justo a final de mes, pero llegaba… y ahora todo se derrumba. Ya no busco trabajo porque me deprimo. Los del banco de alimentos me dan algunos cartones de leche, un paquete de arroz, unos quesitos…, pero cada quince días. La cola es muy larga». A pesar de todo, Said continúa estudiando catalán. Empezó cuando las cosas le iban bien.