Algo tiene la guerra que atrae al hombre, como si fuese el fruto prohibido del árbol más a la vista y más hermoso del jardín. Algo tiene. Será por el riesgo que se corre, será por la victoria que se espera, será por la gloria que se desea.
Será tal vez porque te hace sentir dueño de vidas ajenas, más grande que el caído, más poderoso que el vencido.
La guerra es tan atractiva y deseable como pueda serlo el bien, como pueda serlo el mal. Y es tan perversa que, si la reconoces necesaria, tendrás que reconocerla justa; y si la reconoces justa, habrás justificado la muerte de tu hermano.
Una guerra no ata las manos de Caín: lo clona.
Encendí el televisor. Hablaban de Libia. En las imágenes un caza en llamas se estrellaba contra el suelo. No ves cadáveres, pero sabes que están allí. Y antes de que la razón haga preguntas, el sentimiento ha hecho ya sus opciones. Aquellos muertos, ni duelen si son de los otros; duelen si los reconocemos ‘nuestros’; duelen hasta hacerme daño si son ‘míos’. Y como todavía no sabes de quién es el caza que has visto caer, todavía no sabes cómo aquellas muertes te han de doler.
¿Es que nunca lo aprenderemos?: ¡En una guerra sólo matamos a hermanos! En la guerra, ¡a Caín lo clonamos!