El campesino camboyano, secuestrado y enrolado en un barco pesquero en el Golfo de Tailandia, fue obligado a trabajar 20 horas al día, recibió golpes de sus captores a diario y fue alimentado con un cazo de arroz por jornada.
Se había convertido en un esclavo del mar.
En la prisión donde Chorn Khaov permaneció encerrado durante meses, la libertad siempre quedaba a cientos de millas náuticas, las celdas de aislamiento eran camarotes del tamaño de ataúdes y el derecho a permanecer con vida debía ser ganado con trabajos forzados.
Un joven fuerte y sano de 29 años como Chorn puede adquirirse por cerca de 1.000 euros en uno de los mercados de esclavos de la localidad tailandesa de Pak Nam, en la provincia de Samut Prakan. Su comprador pretendía recuperar su inversión empleándolo sin sueldo durante tres años. «Nos drogaba para que trabajáramos sin descanso», recuerda Chorn, que logró escapar el pasado mes de diciembre cuando divisó tierra desde cubierta. Se arrojó al mar y nadó durante horas hasta alcanzar una playa de Malasia, dejando atrás a sus compañeros de odisea y una probable muerte a manos de sus captores.
Miles de campesinos pobres de países como Camboya están siendo comprados, revendidos y explotados aprovechando la impunidad y el aislamiento de los océanos. Pesqueros, buques mercantes e incluso cruceros de lujo, a menudo gestionados de forma clandestina, se han convertido en cárceles flotantes que no se rigen por ninguna ley, no están sujetas a ninguna autoridad y representan una versión moderna de las galeras romanas y el tráfico de esclavos africanos de los siglos XVII y XVIII.
La crisis económica y la subida del petróleo han llevado a un creciente número de armadores a buscar una reducción de costes empleando mano de obra forzada. La ONG camboyana Healthcare Center For Children (HCC), la única organización que tiene un centro de acogida para esclavos del mar, situado en la frontera entre Camboya y Tailandia, ha visto cómo en unos meses se doblaba el número de víctimas que llegaban pidiendo ayuda. Aunque el secreto con el que operan las mafias y las irregularidades en los registros de buques hacen imposible saber cuántas personas están siendo traficadas, los cálculos más optimistas hablan de varios miles.
La Federación Internacional de los Trabajadores del Transporte (ITF), con sede en Londres, asegura que cerca de 2.000 marineros mueren cada año en «sarcófagos flotantes» donde armadores sin escrúpulos explotan a trabajadores y los someten a condiciones más duras que ningún otro empleo sobre tierra firme.
Camboya y Filipinas, con poblaciones pobres y mayoritariamente rurales, se han convertido en los principales centros de tráfico de esclavos. Intermediarios locales visitan las aldeas más míseras con la promesa de un trabajo en la construcción, seleccionan a los más fuertes y se los llevan a centros de venta y compraventa como el situado en Pak Nam, Tailandia. Varias casetas hacen aquí de muestrario: los hombres son retenidos durante dos o tres días hasta que se completa el intercambio de dinero y se les distribuye a sus compradores. Los clientes, empresas de transporte marítimo y de pesca, atracan sus barcos en lugares escondidos, esperando la llegada de la mercancía. Una vez en el barco, la huida se convierte en una obsesión casi imposible para las víctimas.
MUERTOS EN LA FUGA
Por cada afortunado que logra la libertad, como Chorn, otros muchos mueren en el intento, son ejecutados antes de lograr su objetivo o se quitan la vida al enfrentarse a la posibilidad de pasar años trabajando como esclavos. Los capitanes eluden los puertos, descargando su mercancía con barcas más pequeñas y evitando las inspecciones y el contacto de los esclavos con las autoridades portuarias o la policía. «Tenemos casos de campesinos que han pasado hasta tres años en alta mar, sin ver la costa», asegura el abogado Manfred Hornung, que trabaja en la asistencia de las víctimas desde la ONG Licadho.
Quienes han logrado escapar describen ejecuciones sumarias en alta mar, torturas y motines en los que marineros desesperados tratan de tomar el control de su buque, a menudo pagando el intento con la vida. Meses atrás, nueve tripulantes filipinos de un buque taiwanés que surcaba las aguas del Océano Índico se alzaron contra el capitán y sus hombres, logrando hacerse con el timón y llevar el barco a un puerto de Isla Mauricio. «No nos daban de comer y trabajábamos hasta caer rendidos», relata Roderick Sumang, que lideró el motín que le ha convertido en un icono de la lucha contra la explotación en los mares.
Los activistas que luchan contra el tráfico de hombres en el mar se encuentran con la dificultad adicional de que la suya es una causa que apenas despierta interés. Sus intentos de llamar la atención de medios de comunicación, ONG internacionales o instituciones oficiales tienen escaso éxito porque los esfuerzos se concentran en la lucha contra el tráfico de mujeres y niños, la principal actividad de las organizaciones no gubernamentales en países como Camboya. «Los hombres no dan tanto juego en televisión», denuncia Hornung. «A nadie le importa el problema».
Traficantes de hombres llegaron a finales de año a Dong Khpos, «la aldea de los cocoteros altos» en su traducción al jemer. El jefe del pueblo, Chun Mean, tiene registrados aquí a 842 vecinos en 178 casas de madera y paja. Una comida con algo más que arroz es un lujo ocasional para las familias de este pueblo, situado al final de una carretera de arena en la provincia camboyana de Takeo, en la frontera con Vietnam. Los reclutadores prometieron cambiar la fortuna de la aldea: dijeron que todo iría mejor si los más jóvenes accedían a marcharse con ellos. Dijeron que podrían conseguirles trabajos en los que se pagaba hasta 100 euros al mes, el doble del sueldo medio en Takeo. Dijeron que serían libres para regresar cuando quisieran y que podrían ascender a capataces. «Algunos se han hecho ricos», dijeron.
LOS HERMANOS PHROM
Catorce jóvenes de Dong Khops recogieron sus cosas, prepararon sus petates y se marcharon. Los tres hermanos Phrom, de 20, 23 y 27 años, estaban entre los que se subieron a la furgoneta que llevó a los jóvenes más fuertes del pueblo en dirección a la frontera. Cruzaron hasta Tailandia a pie, eludiendo a los guardias fronterizos, y tras pasar dos noches encerrados en una habitación, fueron trasladados a un pesquero ilegal. Les esperaba una banda de hombres armados. Su jefe, que se hacía llamar capitán Nim, les explicó cuál era su nueva situación: «En el mar no hay ley que os pueda proteger. Ahora me pertenecéis. Los que no obedezcan serán arrojados por la borda. El resto podrán vivir y recuperar la libertad tras dos años de trabajo».
Las jornadas de hasta 23 horas de trabajo eran forzadas con una mezcla de golpes, amenazas y dosis de ya ba, una droga compuesta por cafeína y metanfetamina utilizada en Asia por prostitutas, taxistas y peones de obra para soportar largas jornadas de trabajo. «Cuando estabas inconsciente o no podías levantarte, te azotaban y te daban patadas. Si no volvías al trabajo, decían que te arrojarían a los tiburones», recuerda Vorn, el mayor de los hermanos Phrom.
La odisea de los 14 jóvenes de Dong Khops duró 45 días. El barco se vio forzado a hacer una breve parada técnica en un puerto tailandés del Golfo de Tailandia. Aprovecharon para desbordar a sus vigilantes y correr hacia la selva, siguiendo camino hacia Camboya. De regreso en la aldea, con varios kilos de menos y la sensación de que nada hay para ellos más allá de los campos de arroz de Takeo, las víctimas se han resignado a una vida de pobreza. «Jamás volveré a marcharme. Tenemos suerte de estar vivos. Esto es mejor que lo que pasamos en el barco», dice Cha Teng, un joven de 22 años que muestra las heridas de los golpes que recibió en la espalda.
El tráfico de esclavos se ha sumado en los últimos años al sida -los puertos marítimos se han convertido en una de las principales vías de contagio-, los abusos, el suicidio o el alcoholismo dentro de la larga lista de problemas que han convertido al sector marítimo en uno de los de mayor riesgo laboral del mundo, según la ITF. Los más vulnerables son el millón de personas que en este momento navegan a bordo de los llamados buques de conveniencia, barcos que son registrados en países donde la regulación es mucho menor en seguridad, fiscalidad o condiciones de trabajo.
Hasta la década de los años 70, la falta de legislación en el sector era suplida por la tradición marina como garantía de un trato aceptable: los principales países marítimos, como Reino Unido o Grecia, abanderaban sus barcos en su propio territorio, contrataban personal nacional y mantenían unas condiciones de trabajo mínimas para preservar el oficio. La aparición de miles de barcos fantasmas y la emergencia de otras potencias marítimas como Corea del Sur o China, sumado a una mayor competencia y un aumento de los costes, ha cambiado las reglas. La mayoría de los puestos se cubren ahora con inmigrantes de países lejanos porque cuestan menos y tienen menos capacidad para reclamar sus derechos. Es decir: se les puede explotar más.
DIABLOS EN EL OCÉANO
En ningún sector marítimo es mayor el contraste entre la imagen de cara al público y la realidad que en los cruceros turísticos, que el autor Kristoffer Garin’s describe como «diablos en el profundo océano azul» en su libro del mismo título.
Detrás de las clases de pilates sobre la cubierta, las cenas de gala animadas por orquestas y las visitas a carismáticos puertos, cientos de empleados viven en condiciones que la organización Oxfam ha descrito como «de esclavitud». Hacinados en zonas apartadas de la vista de los pasajeros, con salarios inferiores a los de cualquier trabajo del sector de servicios y jornadas interminables, los empleados de los buques de recreo son víctimas de un negocio donde los abusos son sistemáticos y tienen poco que ver con la imagen idílica ofrecida en «Vacaciones en el Mar», la serie de televisión que popularizó los cruceros en todo el mundo en los años 70 y 80. El barco es para muchos, sin embargo, la única alternativa cuando han sido expulsados de países donde habían emigrado y no tienen dónde ir.
Orlando F., un filipino de 32 años que trabajó durante un lustro en una línea de cruceros que hacía rutas por el sureste asiático, asegura que dormía en la cocina, trabajaba preparando comidas una media de 16 horas al día y estuvo meses sin cobrar ni poder bajarse del buque. «Lo más importante para los capataces era que no nos dejáramos ver. Éramos invisibles», dice Orlando, que aprovechó una parada en Hong Kong para huir.
Había dejado de ser un esclavo de mar.