Acepté venir a este homenaje con la esperanza de que os aproximéis más a los pobres y su mundo, no tanto para dar limosnas sino para dejar que ellos cambien vuestra vida,…Extracto de la charla de Paco Almenar S.J. a los antiguos alumnos jesuitas, el 2 de junio de 2007 en Valencia, con ocasión de recibir el «Premio Auras».
Acepté venir a este homenaje con la esperanza de que os aproximéis más a los pobres y su mundo, no tanto para dar limosnas sino para dejar que ellos cambien vuestra vida, vuestras ideas, vuestra manera de vivir y vuestras opciones… Quiero que los que no tienen voz en este mundo tengan voz y nosotros les escuchemos.
Lo que ha dado y sigue dando sentido a mi vida, como persona, como cristiano y como jesuita, es vivir con los pobres y, en la medida de lo posible, como ellos. Sin embargo, cuanto más convivo con ellos y estoy cerca de ellos, más percibo lo lejos que aún estoy, aunque son ellos los que me dan la alegría de la vida…
¿Cómo he llegado a esta manera de pensar y vivir?
Como veréis, lo considero un regalo del cariño del Padre por mí, que no merezco.
En 1970 me fui al Brasil. Estuve un año en Sao Paulo terminando la filosofía. Volví al Nordeste para hacer un año de experiencia pastoral en Trairí, una parroquia pobre del interior del estado del Ceará. Allá me tropecé con la realidad de la hambruna generalizada, mortandad de niños y desespero de adultos frente a las sequías periódicas. Me enviaron para estudiar teología a Río de Janeiro de 1973 a 1975.
Me encantó la teología y tuve la suerte de conocer y trabajar con las personas –que son como mi familia hasta hoy- de la «Favela Rociña», mayor conjunto de chabolas de América Latina. Muchas noches y todos los fines de semana, íbamos allá, donde empezó una comunidad cristiana, clases de alfabetización de adultos, asociación de vecinos, etc.
Fui ordenado sacerdote aquí en Zaragoza, con 26 años de edad. Volví a Brasil y pasé el año 1997 en la periferia de Recife, ayudando a Salvador en una parroquia llena de «favelas», que visitábamos casa por casa, organizando pequeñas comunidades de vida y de fe: pobres ayudando pobres.
Yo empecé a vivir entre los pobres, en un cuartito, junto con mi compañero Miguel Espar que era sacerdote-albañil. Un matrimonio vecino –Severino y Socorro– con doce hijos y las dos abuelas, viviendo en una casucha estrecha, nos acogió como a sus hijos y, hasta hoy, es mi familia de Recife. Compartíamos todo lo (poco) que teníamos, ellos y nosotros.
Pero yo siempre deseaba ir hacia el interior, el «Sertao», región del nordeste semiárida, caracterizada por las sequías. Así, en 1978, conocí la diócesis de Crateús (Ceará), con su obispo y profeta Antonio Fragoso, con sus 750 Comunidades de Base y apenas 9 padres y 18 religiosas, con su lucha a favor de los pobres y con los pobres para conseguir la reforma agraria. Iglesia perseguida por la dictadura militar con prisiones y torturas… Y fue amor a primera vista. Me quedé 18 años y medio, hasta 1996. Don Fragoso y esta iglesia han marcado profundamente mi vida para siempre.
Como no me siento con vocación ni cualidades de liderazgo ni de organizar pastorales o administraciones, pedí en la Asamblea Diocesana de Pastoral (representantes laicos de las comunidades, los padres, las religiosas y el obispo) que me permitiesen vivir con y como los pobres de la diócesis, siendo una presencia gratuita y de apoyo a su organización, celebración de la vida y lucha a partir de la fe, y de presencia itinerante donde se me solicitase en las parroquias de la diócesis. Y fueron tan buenos que me acogieron así mismo con el corazón abierto.
Estuve primero siete años y medio en Pitombeira, pueblito de unas 60 familias. Gonzalo y Creusa –con sus cuatro hijas vivas, pues se les murieron ocho-, fue el matrimonio que me acogió en su casa. Aprendí a ser agricultor y comer de lo que plantábamos, o a no comer cuando era tiempo de sequía. Hubo una que duró 5 años y presencié dos suicidios a muerte lenta de dos mujeres desesperadas que tomaron sosa cáustica. Compartíamos todo: comida, sufrimiento, esperanza, luchas y alegrías. Cuando podía era misionero andante, junto con Luisiña, Jane y Margarete, agentes de pastoral en este municipio.
A petición de la Asamblea Diocesana de Pastoral, estuve luego cinco años en Crateús, sede de la diócesis. Viví en un barrio de la periferia, en un cuartito. Dos años junto con el santo padre Alfrediño (Fredy Kunz), fundador de la Hermandad del Siervo Sufriente en la que los más pobres y excluidos ayudan a los más pobres y recuperan su dignidad como personas: la organización más linda que he conocido en mi vida. Él se fue a Sao Paulo y yo continué acompañando la lucha de los labradores sin tierra por la reforma agraria, la catequesis a nivel diocesano andando por todas las parroquias, y las comunidades eclesiales de base. Continuaba siendo medio labrador para poder comer fríjoles y harina de mandioca.
En Crateús, pueblo de 40.000 habitantes, aconteció la primera ocupación de tierra urbana para habitar [en la zona rural, para plantar y forzar la reforma agraria, apoyamos muchas ocupaciones]: Eran 36 familias sin casa. Nos reuníamos cada semana para ver los pasos a dar para resolver esta situación. Fuimos al alcalde que dijo estar esperando un proyecto para casas populares… pero nos quedamos esperando hasta ocho meses y nada. Con mucho coraje y movidos por la necesidad, una noche ocupamos una manzana y montamos nuestras barracas con cartones y plásticos.
Durante un año estuvimos construyendo todos juntos casa por casa. Fuimos procesados pero al final se demostró que el terreno era público y, como era año de elecciones, el ayuntamiento hizo donación de éste para las familias que, hasta hoy, viven con sus hijos y ya muchos nietos. ¡Dios es bueno!
La Asamblea Diocesana me pidió que fuese a ayudar en Nova Rusas. Allí estuve tres años y medio. Continué acompañando a los trabajadores, a las Comunidades y a una organización de unas 300 «crochezeiras» (que hacen punto de gancho) que sobreviven gracias a eso.
Y de nuevo la Asamblea Diocesana me pidió que fuese a ayudar ahora en otra área: el municipio de Tauá. Viví en un barrio «temido» porque había droga y era violento. Yo me sentí en casa, con el cariño de las personas, particularmente doña Naisa, abuela encantadora a la que quiero como mi segunda madre. En la parroquia -cuyos párrocos eran la hermana Alice y el padre Mauricio- había 102 comunidades eclesiales de base y la lucha de los agricultores sin tierra por la reforma agraria era firme y arriesgada. Aquí pasé los dos últimos años y medio de permanencia en esta querida diócesis.
Fue entonces cuando mi provincial jesuita me envió a Manaus, capital de la Amazonía, a petición de los obispos de esta región, pues necesitaban un jesuita más para la formación de los seminaristas diocesanos (algunos de ellos indígenas). Yo acepté este destino. Lo único que pedí es que me dejase vivir con los pobres y no en el seminario, lo que el provincial aceptó sin problemas.
Así pues, fui a vivir en los «palafitos», que son casas sobre palos de madera encima del agua sucia de los ríos que atraviesan la ciudad, pues los pobres que vienen del interior no tienen dinero para comprarse un terreno, y el cauce del río es público. Esta vez quien me acogió fue el matrimonio de rostro y costumbres indígenas Raimunda y José del Socorro con sus 6 hijos: entre su casa y la vecina tenían un espacio de metro y medio por cuatro metros que me ofrecieron con alegría y yo, más alegre aún, compartí la vida con ellos durante cuatro años.
Con la orientación espiritual me hice muy amigo de los seminaristas y aprendí mucho de ellos. Los enviamos –de dos en dos- a pasar los fines de semana en los barrios de la periferia (ocupaciones, «favelas»). Yo iba cada fin de semana con dos de ellos. O sea que en un semestre visitaba 16 o 17 de estos barrios y al cabo de cuatro años ya conocía bastante las personas que viven en ellos. El acompañamiento de los seminaristas fue una bendición de Dios.
Acabada la misión junto a los seminaristas, en el año 2000, el coordinador jesuita del Amazonas, Claudio Perani, me pidió que continuase por allá. Y me quedé. Entonces inventamos el «Equipo Itinerante«, que empezó liberando a dos o tres jesuitas, no para hacer ninguna obra propia, sino para estar siempre disponibles y poder ir a cualquier lugar de la Amazonía y hacer cualquier trabajo necesario donde fuese preciso. O sea, para trabajar en las «obras» de los otros, asesorando algún curso o encuentro, apoyando comunidades indígenas, ribereñas, urbanas, asociaciones, movimientos, parroquias o diócesis… Poco después, empezaron a acompañarnos algunas religiosas y seglares. Hoy este Equipo es interinstitucional y mixto.
Nos repartimos en tres sub-equipos: indígena, ribereño y marginado urbano. Vamos, normalmente, de dos en dos, visitando durante un mes o dos, comunidades y barrios. Después pasamos unos pocos días en Manaus y vamos para otra región de esta Amazonia sin fin…
Nuestro método es escuchar primero a la gente para conocerles, aprender, apoyar lo que ellos hacen y atender lo que nos piden. Queremos tejer redes: intentamos que mejore el intercambio de experiencias en esta pelea por una vida digna para todos.
Otra cosa importante en mi vida itinerante ha sido orientar Ejercicios Espirituales de san Ignacio en diversos lugares de Brasil, donde me han llamado. Es una experiencia fantástica, pues uno ve cómo Dios toca a cada uno cuando quiere y como quiere.
Como ya dije, yo no soy mucho de organizar, liderar, emprender… Así, mi vida se resume en convivir, estar presente, compartir mi tiempo, escuchar y aprender, apoyar y animar, y celebrar la vida a partir de nuestra fe en Jesucristo.
Siempre me he sentido llamado a subrayar la gratuidad, tal vez por sentir que es más olvidada que la eficiencia, y no menos importante pues Dios también es gratuito y mucho, así como Jesús de Nazaret, que «perdió» 30 años de su vida no haciendo nada más que «vivir» la vida de cada día. Admiro y apoyo la eficiencia de muchos de mis compañeros y compañeras, pero me siento bien, completándoles con esta mi manera vagabunda de ser.
Quisiera terminar hablando de lo más importante: algunas de las cosas que he aprendido de los pobres, viviendo con ellos. Realmente ellos han sido y siguen siendo mis maestros:
– Me han enseñado a ser agricultor, los secretos de la tierra y del trabajo para sacar de ella el sustento de cada día. Me han enseñado a amar a la tierra y no verla como una mercancía, a sentirme hijo de la tierra y no su dueño. Por tanto le debo respeto, agradecimiento y cuidado cariñoso.
– Me han enseñado a ser hospitalario. La capacidad de hospitalidad de los pobres es ilimitada. Basta recordar los lugares por donde he pasado, donde siempre he encontrado una o más familias que me han acogido como a un hijo o hermano, compartiendo conmigo todo lo que tenían.
– He aprendido a ser solidario. Me han enseñado a compartir, no solo lo que me sobra sino aún lo que es necesario si la otra persona lo necesita. En tiempo de sequía, en Pitombeira, mientras una familia tuviese un saco de fríjoles, todos comíamos fríjoles. Cuando nadie tenia, pasábamos hambre, pero juntos. Si alguien consigue algo mejor para comer, no se lo guarda escondido. Tienen el placer y la alegría de repartirlo con la primera persona que llega a su casa.
– He aprendido a vivir con sencillez, con lo imprescindible sin preocuparme por el mañana, sin acumular.
– Me han enseñado a resistir ante situaciones difíciles, en el límite de la vida; a tener paciencia histórica y no desesperarse cuando uno no ve salida alguna; a tener constancia cuando uno vislumbra algún camino posible de solución…
– He aprendido a organizarnos juntos para luchar con astucia y conseguir tener más vida: sea en la lucha por la reforma agraria, sea por un terreno para poder hacerse una casita, sea para revindicar de las autoridades ayudas de agua, trabajo, salud o educación… Y he aprendido a tener picardía y ser astuto para saltar leyes y normas que impiden crecer la vida, la libertad y la paz.
– Me han enseñado a entrelazar la fe con la lucha por la justicia. Para mí, evangelizar significa promover la vida en todos los sentidos y humanizar las relaciones entre las personas, grupos y con la naturaleza. Esta es la Buena Nueva que Jesús predicó, para que todos tengamos vida abundante. Es tan sagrado un trabajo que hacemos juntos para construir una escuela, como comer juntos compartiendo lo que tenemos, como organizarse para conseguir la reforma agraria, como celebrar una misa si en ella celebramos nuestra vida y nos lleva a comprometernos con los pobres.
– He aprendido a no perder nunca la esperanza y confianza en el Dios vivo y compasivo que jamás abandona su pueblo y cuyo poder no es resolver nuestros problemas automáticamente sino compadecerse (padecer junto), caminar junto con, sufrir junto a y no dejar morir la esperanza.
– Me han enseñado a ser sincero y espontáneo. La gente sencilla es como los niños. No tienen el pudor de las clases medias y altas. Todos saben de la vida de todos, con detalle. Dicen lo que piensan espontáneamente. Te preguntan con naturalidad cosas íntimas… Y la vida se hace llevadera pues los pesares se comparten y así pesan menos, y las alegrías también y así se multiplican.
– He aprendido a relativizar el tiempo, a vivir sin reloj. A no apurarme por causa del tiempo. A tener tiempo para todo, cada cosa cuando llega. Sobre todo en el interior: la misa, por ejemplo, se marca a una hora, pero empieza cuando todos han llegado, media hora ó cuarenta minutos después. Si el barco atrasa algunas horas para salir, ó sale al día siguiente, no pasa nada: charlamos, hacemos otras cosas, vivimos el momento presente, hasta que todo esté preparado para partir. Me han enseñado a «perder el tiempo», gastándolo con los otros.
– He aprendido a querer bien a las personas, escucharlas y acogerlas, cada una como ella es.
– He aprendido a tener verdadera alegría en medio del dolor y sufrimiento que la pobreza y exclusión producen. Ellos me han enseñado a hacer chistes y reírme del propio sufrimiento para poder sobrellevarlo.