Concentración de la riqueza

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Este artículo critica la enorme concentración de las riquezas, semejante a la existente antes de la Gran Depresión a principios del siglo XX, consecuencia de la aplicación por parte de los gobiernos de políticas neoliberales. El artículo señala que las excesivas desigualdades de renta y riqueza son injustas social y políticamente y son ineficientes desde el punto de vista económico.

El poder económico y financiero se basa en el poder de personas que derivan su poder de la propiedad que tienen sobre el capital financiero y empresarial. Esta aclaración es necesaria porque las instituciones financieras y grandes empresas están controladas por personas de carne y hueso que tienen nombres y apellidos propios y cuyo número es mucho más reducido de lo que la población cree. Hoy estamos gobernados financiera y económicamente por élites muy minoritarias, que están detrás de aquellas instituciones y que tienen una enorme influencia sobre las instituciones definidas como representativas en los sistemas democráticos.

Estas reflexiones vienen a raíz del eslogan utilizado por los indignados en EEUU: “Nosotros somos el 99%”, es decir, nosotros somos la gran mayoría de la población de EEUU, que tiene razones para estar indignada frente al 1% de la población que determina la vida económica y política del 99% restante a través de un enorme control sobre los recursos del país. Según los últimos estudios de la distribución de la riqueza y de las rentas en EEUU, el 1% de la población posee el 40% de toda la riqueza (era el 33% hace 25 años) y el 42% de todas las acciones e instrumentos bancarios que generan dinero. La gran mayoría de la población (el 80%) posee sólo un 7% del capital financiero. En realidad, para encontrar cifras comparables tenemos que ir a los años veinte del siglo pasado. La clase capitalista –los propietarios y gestores del capital financiero y de las grandes empresas, que en EEUU se conoce como la Corporate Class– es más fuerte y tiene más riqueza y propiedad que nunca. De ahí que los indignados estadounidenses salgan a la calle y denuncien esta realidad.

¿Cómo puede ser que haya ricos tan ricos? ¿Y cómo se llega a estos niveles de riqueza? Para responder a estas preguntas, lo primero que hay que entender es que, como bien ha dicho Elizabeth Warren (que fue la encargada de la oficina en defensa del consumidor de los servicios financieros de la Administración Obama), “nadie llega a ser rico y superrico por su propio mérito. Repito, nadie”. Los ricos y superricos llegan a serlo debido a los recursos proveídos por otros. Entre estos recursos están el conocimiento producido por instituciones públicas financiadas por todos, que han hecho posible que los ricos y superricos pudieran explotar tal conocimiento. Las grandes fortunas en el sector de la alta tecnología están basadas, por ejemplo, en el conocimiento científico básico producido por instituciones públicas. Internet se desarrolló a base del conocimiento producido por la inversión pública del Gobierno federal, el Advanced Research Projects Agency Network (Arpanet) en los años sesenta. Un tanto igual ocurre con la mayoría de la informática electrónica. El mismo Bill Gates ha reconocido que no estaría donde está sin la enorme inversión pública en tecnología del Gobierno federal después de la II Guerra Mundial. Lo mismo en cuanto al iPhone, cuya tecnología deriva de la inversión federal en sectores militares y exploración del espacio.

Una situación idéntica ocurre, por ejemplo, en farmacia. De los 15 nuevos principios activos, cuya venta ha significado mayores ingresos para la industria farmacéutica, alcanzando más de un billón (americano) de dólares, 13 se han basado en investigación financiada por instituciones públicas. Miles de casos señalan que los grandes avances en la riqueza de un país se deben a la utilización de los recursos públicos (incluyendo el conocimiento), producidos y financiados colectivamente, que son luego explotados con fines personales, y aquí es cuando surgen los superricos. Como dice Elizabeth Warren, ningún superrico ha llegado a serlo exclusivamente por su propio mérito. Millones de ciudadanos han establecido las bases para que ellos (la mayoría son hombres) pudieran explotarlas. De ahí que las autoridades públicas deberían recuperar su inversión en las riquezas personales derivadas del conocimiento producido por el Estado, gravando fuertemente tales fortunas. Ni que decir tiene que la creatividad, ingenio y oportunidad tienen que ser compensados. Pero las enormes desigualdades existentes sobrepasan cualquier criterio de recompensa justificable. Permitir los niveles de desigualdad extremos existentes supone favorecer el expolio de lo público por parte de intereses privados personales, además de acentuar la ineficiencia de tal sistema de reparto de las rentas y de las riquezas.

Existe además otra riqueza derivada, no de la producción, sino de la especulación, la cual, por definición, se basa en la explotación de la mayoría por parte de una minoría. De esta especulación, la más extendida es la financiera. Los propietarios y controladores de grandes cantidades de dinero especulan sobre los precios, por ejemplo de la vivienda, creando unos precios artificiales que les benefician a ellos a costa de la mayoría. En este sector, también es cierto el dicho de que “nadie es superrico con y por sus propios medios”. En realidad, la gran mayoría de superricos en el sector financiero obtiene su dinero de actividades predominantemente especulativas, lo cual daña a la sociedad. Es, por lo tanto, necesario que se reduzca el tamaño de la actividad especulativa gravándola intensamente.

Una última observación. El argumento utilizado por los conservadores y neoliberales para justificar tales desigualdades es que los superricos invierten y crean empleo a través de tal inversión. Esto no es así. Según las últimas cifras del Comité del Congreso de EEUU, encargado de políticas fiscales, el 0,1% de la población –los superricos– invierte en actividades que no crean ningún empleo, pues invierten en actividades financieras meramente especulativas. El intento de justificar las enormes desigualdades con argumentos de eficiencia económica no se sustenta basándose en el conocimiento científico.