Viaje al epicentro del desastre petrolífero: 500 muertos por tumores, abortos, 80% de pobres, ríos devastados…
JUAN C. DE LA CAL. Lago Agrio (Ecuador)
El Mundo, La Crónica, 12 /8 /2007, número 616
José Milton, ex trabajador de Texaco, vive abandonado y enfermo en su casa. / JOSÉ F. FERRER
Un cartel colocado frente al barracón de madera lo advierte: «Nuestros hijos se están muriendo. ¡No más vertidos por el amor de Dios!». Al lado, el Tiputini, un afluente del Napo, que, a su vez, desemboca en el Amazonas. Da penita verlo completamente anegado de residuos petrolíferos. Sus aguas competirían con las que enfriaban el reactor nuclear de Chernóbil. Llamamos a la puerta. Al poco nos abre José Milton, un mestizo negro de 50 años que apenas puede andar. Tiene la cadera deshecha y no sabe de qué. «Cada vez hay más gente aquí que padece reumas y dolores en las articulaciones. Antes no era así», dice sin atreverse a salir de la puerta. Asegura que muchos compañeros han muerto de cáncer y él, que ya no trabaja para las petroleras, no tiene dinero para ir al médico ni comprar medicinas. No nos pide nada…
El olor es característico. Un tufillo picante, muy fino, que te va poseyendo poco a poco. Se impregna en tu ropa, se mezcla con tu sudor, te atrofia la pituitaria y se queda en la garganta. Hasta los mosquitos huyen. Miras alrededor y los ves ahí revoloteando cansinos sobre esos laberintos de tubos, cientos, miles de ellos que conducen el petróleo que sacan debajo de estos árboles para llevarlo a 600 kilómetros de distancia, al mar, al Pacífico, al mundo, a nuestros coches.
Bienvenidos a Lago Agrio, en la Amazonia ecuatoriana. El país es el decimoquinto exportador mundial de crudo y todo sale de aquí. Unos 300 pozos trabajan día y noche en la región entre las llamaradas de gigantescos mecheros quemando gas a todas horas. De un amarillo intenso, azotadas por el viento andino, son como apariciones. El contraste es brutal, intimidador. Un Mad Max versión amazónica.
Lejos de parabienes, en Ecuador el petróleo sólo ha traído miseria y enfermedad. El 80% de los habitantes de la zona son pobres de solemnidad. Los peores del país. Y la contaminación producida por los continuos derrames de crudo -medio millón de barriles en total- durante cuatro décadas de explotación irracional, ha acabado casi con el agua potable de la zona. La que beben está llena de metales pesados y una decena de sustancias tóxicas. Cáncer en vena. Los casos se han disparado.
En la carretera que comunica la ciudad de Coca con Lago Agrio, 100 kilómetros junto a la frontera colombiana, está el epicentro del desastre. Aquí fue donde la Texaco abrió su primer pozo, el 29 de marzo de 1967, y adonde llegamos nosotros en un autobús fletado por la Asociación de Víctimas de Texaco, que representa a los 30.000 afectados -entre ellos cinco comunidades indígenas- por la contaminación petrolífera. El camino está lleno de retroexcavadoras que abren huecos en la tierra roja. Los indios las llaman maki supay, la mano del diablo, del asombro que les produce verlas destrozando su tierra. Por algo será…
Acudimos a una manifestación de protesta convocada por el Frente para la Defensa de la Amazonia (FEDAM), que demandó hace 14 años a Texaco (hoy Chevron) por los terribles daños causados. En vez de reinyectar al subsuelo el agua tóxica que acompañaba al crudo que sacaba, la petrolera abrió cientos de piscinas en medio de la selva donde la depositó sin control. Con el tiempo, las charcas se desbordaron contaminando ríos y acuíferos. La lluvia ácida generada por los mecheros de gas también está presente. La devastación es 300 veces superior al derrame del Prestige. La multinacional dejó hace años sus explotaciones, pero otras compañías continúan con el expolio. Repsol entre ellas.
Pablo Fajardo, 35 años, es el corajudo abogado ecuatoriano que está ahora al frente del juicio contra Texaco, considerado el mayor del mundo por daños ambientales. En él, Fajardo pide una sola cosa: justicia para la selva y para las víctimas de los depredadores. Su primer objetivo es conseguir que la petrolera norteamericana limpie la floresta y el agua, se lleve su crudo derramado, que los peces naveguen de nuevo por los ríos, que las vacas engorden, que el aire recupere su olor y los habitantes no se mueran más que de viejos. La utopía vale 20.000 millones de dólares de indemnización. La cuarta parte de la facturación anual de Chevron.
DEMANDA
Los tribunales norteamericanos han tardado 10 años en aceptar la demanda porque el delito fue cometido fuera de las fronteras de EEUU. Hace cuatro años, la Corte Suprema falló en favor de los demandantes y lo que parecía imposible al principio se aproxima a un final no previsto: Texaco tendrá que someterse a la justicia ecuatoriana. La mejor noticia acaba de llegar: hace mes y medio un tribunal estadounidense solicitó un informe imparcial para evaluar los daños medioambientales causados por el petróleo. Tendrá que ser presentado en diciembre y, si todo va bien, el año que viene comenzará el juicio.
Justicia. ¿Puede existir en esta ciudad fronteriza con la mayor zona productora de coca de Colombia y sacudida también por los mismos males del país vecino?: tráfico de drogas, armas, gasolina blanca para procesar la droga, gas, sicariato… Apenas una semana antes de nuestra llegada mataron a la jefa de policía de Lago Agrio. Lo hicieron dos asesinos a los que el dueño de un prostíbulo -aquí hay más burdeles que escuelas- pagó 300 euros porque la mujer le impedía tener a menores trabajando en su local. Ese es el precio de la vida en la frontera.
El periódico del día que llegamos publicaba el descubrimiento de unas fosas comunes, al otro lado de la frontera, con los cadáveres de un centenar de ecuatorianos. Se calcula que hay unos 10.000 trabajando en los cocales de la zona. El juez que tramita el caso de Texaco en la ciudad, musulmán converso, fue ametrallado hace cinco años en su coche. Murió su acompañante. El propio hermano del abogado Pablo Fajardo también fue asesinado por una bala que iba dirigida a él mismo. Nunca se detuvo al autor ni se supo el motivo, aunque todos lo imaginen. Es una de las razones por las que el letrado todavía se emociona y se le humedecen los ojos cuando le preguntamos hasta dónde llega su implicación personal en el asunto.
Muchas de las víctimas a las que defiende Pablo son de San Carlos, a 35 kilómetros de Coca, probablemente el pueblo del mundo que más casos de cáncer registra por habitante. Su millar de vecinos, mestizos e indígenas en su mayoría, vive al pie de una de las primeras extracciones petrolíferas de Texaco. Los derrames de crudo han sido aquí especialmente graves, frecuentes y devastadores. Y la consecuencia es brutal: el 10% de sus vecinos tiene cáncer a causa de la contaminación petrolífera.
CANCER DE UTERO
El ejemplo más terrible lo encontramos en la casa de María Garófano, levantada a pocos metros de la explotación petrolífera. Madre de seis hijos, lleva 13 de sus 46 años luchando contra un cáncer de útero que la devora por dentro. Un cáncer negro como el crudo que contamina el río, como el porvenir de esta selva. Negro como el lamento del paraíso…
El descubrimiento de la enfermedad de su hija Silvia, de 18 años, redobló el drama familiar. Necesitaban otros 400 euros mensuales con los que pagar un tratamiento para la joven. ¿De dónde sacarlos? Por eso, el año pasado tomó la drástica decisión: abandonó su costosa radioterapia para poder pagar la de su hija. Sí, la mujer de la foto se está autoinmolando, un suicidio lento y doloroso, para que su criatura pueda sobrevivir. «¿Y qué puedo hacer? Por lo menos así se salvará una de las dos. Ya vendimos todo lo que teníamos», dice María con lágrimas en los ojos.
Las entrevistamos en la casa que tienen a las afueras del pueblo, una bonita parcela bien cuidada. Pero vacía de vida: apenas una yegua escuálida y media docena de gallinas moribundas deambulan entre la mata recién podada. «¿Se han dado cuenta de que aquí no cantan los pájaros?» susurra la mujer. «Todo empezó por un dolor de cabeza. Ya estaba un poco prevenida porque hacía tiempito que los animales se morían poco a poco. Las gallinas se ponían tristes y, así no más, empezaban a adelgazar «¡Mire, mire!», dice mientras mete un palo en la charca que sirve de abrevadero a los animales. Tras remover un poco el fondo, lo saca y la punta chorrea un engrudo negro de un olor fortísimo. «¿Lo ve? De esta fuente hemos bebido durante años. Y con esta agua hemos regado campos y dado de comer a nuestros animales. Ahora no tenemos nada de eso: ni salud, ni tierra, ni vida…».
Madre e hija se abrazan sobre la hamaca tendida en la cocina de su cabaña de madera. Detrás, Silvia intenta darnos su versión de los hechos pero no puede. Llora. La congoja, el dolor del sacrificio de su madre, su propio dolor, el de sus vecinos, el que produce la desdicha que ha caído sobre su pueblo. Cada lágrima es un lamento vital, una petición de ayuda. ¿Quién se la da?
Fue el médico vasco Miguel San Sebastián, cooperante de Médicos Mundi, el primero en darse cuenta de que algo anormal sucedía. Todos los días, mientras despachaba en el consultorio junto con su enfermera, Rosa Moreno, atendía a muchos pacientes con dolencias nada normales. El doctor decidió entonces realizar un estudio de muestra entre 100 personas que dio el fatal resultado. También procedió a analizar el agua y los datos fueron desoladores: el alto porcentaje de minerales pesados que contenía hacía que su uso fuese altamente nocivo para el ser humano. En su informe, San Sebastián concluía: «si no se acaba con el consumo de ese agua contaminada por crudo, es posible que esta comunidad desaparezca en 20 años».
Menos de una década después, la apocalíptica profecía del doctor está presente: 24 de sus habitantes han muerto con diagnóstico de cáncer, otros 50 lo tienen y hay otra veintena de muertes extrañas que no han podido ser investigadas. Y, lo que es peor, el 70% de la población sigue bebiendo de ese agua o bañándose en el río contaminado.
No hay casa en San Carlos que carezca de un caso de cáncer que contar. Inés Salgado ha tenido ya dos abortos y el médico le ha recomendado que no intente dar más hermanos a su única hija si no quiere arriesgar la propia vida. «El número de abortos es aquí inusualmente alto: 2,5 veces por encima de la media nacional. Muchos bebés pierden las uñas al poco de nacer y no sabemos la razón. Y la mayoría de los niños nace fuera de peso. Hay muchos con sarpullidos blancos en la piel y todo tipo de manchas que nosotros relacionamos con el petróleo. ¿De que más puede ser?», se pregunta Rosa, la enfermera, mientras ausculta a uno de esos niños. Tiene cuatro parientes afectados y sospecha que a ella misma algo feo le pasa porque en una de las piernas le han aparecido unas extrañas manchas negras…
Estando en San Carlos fuimos testigos de un tremendo derrame. Y no podemos decir aquello de «excepción» porque, por desgracia, este tipo de accidentes ocurre una vez por semana. La noche anterior escuchamos una explosión. En el hotel comentaron que el oleoducto había estallado. Cuando llegamos, el petróleo salía a borbotones y formaba un pequeño lago en lo que antes era una charca de agua cristalina.
El olor a crudo es insoportable. El verde selvático está salpicado de motas negras. Tire una lata de calamares en su tinta sobre el césped, multiplique los efectos por millones y se hará una idea. Hay costras negras y duras en el fondo de una quebrada cercana. «Es del derrame del año pasado», comenta un niño con los pies desnudos manchados de crudo. No tiene uñas y está delgado como una anchoa. Nos dicen que su mamá también murió de cáncer hace dos años.
¡Maldito petróleo!
Las cifras del desastre
300 POZOS. Son los que hay en la Amazonia ecuatoriana. El 30% de toda la selva del país está contaminada por el petróleo.
500 MUERTES. Ocurridas por cáncer en su mayoría, relacionadas con el crudo. La mortalidad duplica la del resto del país.
1.000 PISCINAS. Texaco las abrió a cielo abierto para depositar los restos de crudo que luego se filtraron a los ríos y acuíferos.
DESNUTRICION. El 43% de los niños está desnutrido, frente al 21,5% de las zonas de Ecuador donde no hay petróleo.
REPSOL EN EL PARAÍSO
El Parque Nacional del Yasuní es lo más parecido al Edén que uno haya visto jamás. El aire, el agua, la floresta… Todo virgen y puro. En 1989 la ONU declaró a esta zona del Sur de Ecuador, fronteriza con Perú, como Reserva de la Biosfera con el sobretítulo de Refugio del Pleistoceno, porque fue uno de los pocos lugares del planeta que resistió la última glaciación. De hecho, desde aquí se regeneró el resto de la selva amazónica. Los estudios dicen que una sola hectárea -de un millón en total- contiene 644 especies de árboles, más que en toda América del Norte. Es un récord mundial absoluto. Como lo es la cantidad de crudo que alberga en su subsuelo: 1.000 millones de barriles. Sus alrededores ya están explotados desde que, en 1990, el Gobierno ecuatoriano, presionado por las petroleras, modificase sus límites para conceder ocho licencias de explotación a otras tantas multinacionales, Repsol entre ellas. La empresa española tiene el bloque 16 con varios pozos en explotación. La zona está blindada y no se puede acceder sin un permiso especial. Este bloque domina parte de lo que fue el territorio de la tribu huaorani, cuyos 1.500 supervivientes acusan a los españoles de haberles contaminado sus ríos y espantado la caza. Repsol les ha compensado suministrándoles víveres y ropa. Ahora, todos preparan el asalto al último trozo del pastel que queda: el parque mismo. El pasado mes de junio, durante la reunión en Alemania del G-8, el Gobierno de Ecuador, por boca de su entonces vicepresidente, Alberto Acosta, hizo una sorprendente oferta a los países más ricos del mundo, que podría marcar un antes y un después en la política contra el cambio climático. Piden que la comunidad internacional les pague la mitad de los beneficios que obtendrían por la venta del crudo -350 millones de euros- si deciden dejarlo en tierra. En caso contrario, acabarán con el paraíso…