Conocimiento Libre: Apuntes inéditos sobre copyright y copyleft (2005)

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Wu Ming

www.wumingfoundation.com

10-12-2005

 

1. Los dos extremos del falso dilema

2. Nacimiento del copyright y censura: contra el «mito de los orígenes» liberal

3. Google Print y similares: red, gratuidad y batallas de retaguardia

 

 

1. Los dos extremos del falso dilema

Comencemos por el final: el copyleft se basa en la necesidad de conjugar dos exigencias primarias, podríamos decir dos condiciones irrenunciables para la convivencia civilizada. Si dejamos de luchar por lograr la satisfacción de estas necesidades, dejamos de anhelar un mundo mejor.

No cabe duda que la cultura y los saberes tienen que circular de la manera más libre posible y que el acceso a las ideas tiene que ser fácil e igualitario, sin discriminaciones por razones de tributo, clase, nacionalidad, etc. Las «obras del ingenio» no sólo están producidas por el ingenio, sino que a su vez tienen que producir, diseminar ideas y conceptos, abonar las mentes, dar vida a nuevos brotes del pensamiento y de la imaginación. Este es el primer punto.

El segundo es que el trabajo tiene que ser retribuido, incluyendo el trabajo del artista o del narrador. Todos tienen el derecho de poder hacer del arte y la narración su propio oficio, y tienen el derecho de obtener su sustento en un modo no perjudicial para su propia dignidad. Por supuesto, esto en el campo de las condiciones a anhelar.

Pensar en estas dos exigencias como los extremos de un dilema insoluble es una postura conservadora. «La manta es corta», dicen los defensores del copyright tal como lo hemos conocido. La libertad de copia, para ellos, sólo puede significar «piratería», «robo» o «plagio», y de la remuneración del autor, si te he visto no me acuerdo. Cuanto más circula la obra en forma gratuita, menos copias vende, más dinero pierde el autor. Viéndolo de cerca, es un silogismo extraño.

La secuencia más razonable sería: la obra circula gratis, la complacencia se transforma en boca a boca, se benefician la celebridad y la reputación del autor, y por lo tanto aumenta su espacio de maniobra dentro de la industria cultural y demás. Es un círculo virtuoso.

A un autor reconocido se lo llama más frecuentemente para presentaciones (con reembolso de gastos) y conferencias (pagas); es entrevistado por los medios (gratis, pero ayuda); le proponen dictar clases (pagas), consultas (pagas), cursos de escritura creativa (pagos); tiene la posibilidad de imponer a los editores condiciones más ventajosas. ¿Cómo es que todo esto… puede perjudicar la venta de sus libros?

Hablemos ahora del músico/compositor: la música circula, gusta, atrapa, entretiene; quien la crea o quien la ejecuta logra una «imagen pública», y si sabe aprovecharla le llaman para presentaciones varias veces y más frecuentemente (pagas), tiene la posibilidad de encontrar muchas personas y por lo tanto más comitentes, si «se hace un nombre» le proponen hacer bandas sonoras para películas (pagas), veladas como DJ (pagas), «sonorizaciones» (pagas) de eventos, fiestas, exposiciones, desfiles; hasta puede ser llamado para dirigir (pagado) un festival, una exhibición anual, cosas por el estilo; si hablamos de artistas pop, pongamos también las rentas del merchandising, como las camisetas vendidas por Internet o en los conciertos…

He aquí el «dilema» resuelto en la práctica: se respetan las demandas de los lectores (que han tenido acceso a una obra), de los autores/compositores (que han obtenido ingresos y ganancias) y de todo el aparato de la cultura (editores, promotores, instituciones, etc.).

¿Qué ha pasado? ¿Por qué el silogismo de repente se ha desmoronado ante los ejemplos? Porque tal silogismo no contempla la complejidad y la riqueza de las redes y de los intercambios, el incesante boca a boca de un medio a otro sin solución de continuidad, las posibilidades de diversificación de la oferta, el hecho que los «ingresos económicos» para el autor puede transitar diversas vías, algunas (aparentemente) tortuosas.

Es a causa de esta incapacidad de imaginar la complejidad que la industria cultural (sobre todo la discográfica) ha perdido los primeros cincuenta trenes de la innovación telemática, viviendo las nuevas oportunidades tecnológicas como amenazas y no como desafíos, reaccionando en modo desquiciado a Napster y todo lo que ha venido detrás. Ahora empiezan a moverse, van a cabalgar el tigre porque Steve Jobs ha demostrado que se puede, pero mientras tanto se han enfrentado con ejércitos de potenciales de clientes, cuya confianza ya han perdido para siempre. Anti-marketing.

¿Qué es lo último que tendría que hacer alguien que produce y vende música? Obviamente criminalizar a quien le escucha, arrastrar a los tribunales a quien la ama, etc. ¿Valía la pena? Creemos que no.

El «derecho de autor» (cuidado, a no tomarse en serio esta expresión algo engañosa) tal como lo hemos conocido ya es un freno para el mercado.

Por el contrario, el copyleft (que no es un movimiento ni una «ideología», es simplemente un término paraguas para una serie de prácticas, instancias y licencias comerciales) encarna todas las exigencias de reforma y adecuación de las leyes sobre el copyright, orientadas hacia un «desarrollo sostenible». La «piratería» es endémica, es irreprimible, es marea creciente empujada por el viento de la innovación tecnológica.

Es verdad, los magnates de la industria del entretenimiento pueden seguir aparentado que no pasa nada, como la Casa Blanca prefirió hacer de cuenta que no existía el efecto sierra, el calentamiento global y los cambios climáticos. En ambos casos, quien niega la realidad va a ser arrollado. Empecinados en no ratificar el protocolo de Kyoto, empecinados en no invertir dinero para fuentes energéticas renovables y alternativas al petróleo, empecinados en no querer resolver los problemas ambientales, tarde o temprano te pega en la nuca el huracán Katrina (y ¡esto es sólo el inicio!)

 

2. Nacimiento del copyright y censura: contra el «mito de los orígenes» liberal

Volvamos al ABC, poniendo uno tras otro los hechos conocidos y recapitulados en varias ocasiones. La historia del copyright comienza en el siglo XVI en Inglaterra. La difusión de la imprenta, la posibilidad de distribuir varias copias de un escrito, infunde ánimo a quienquiera tenga algo que decir, especialmente para lo político. Hay un auge de panfletos y diarios. La Corona teme la difusión de ideas subversivas y decide confiar a alguien el control de lo que se imprime.

En 1556 nace la corporación de los Stationers [editores-tipógrafos-libreros], casta profesional a la cual se concede en exclusiva el «derecho de copia» [copy right], y por ello detenta el monopolio de las tecnologías de impresión. El que quiera imprimir algo tiene que pasar por su tamiz. Hasta entonces todo era distinto, todos podían hacer imprimir copias de una obra literaria o teatral, el autor no se preocupaba porque no mantenía los derechos (que no existían), lo importante era que las obras circularan y aumentaran la fama del autor, porque de ese modo captaría la atención de muchos comitentes (mecenas particulares, entes culturales de diversos tipos como teatros, etc.). A partir de ese momento, en cambio, una obra podía imprimirse solamente si obtenía el visto bueno (en la práctica, la aprobación de la censura de estado) y se anotaba en el registro oficial -¡atención a este detalle! – a nombre de un stationer, que se convertía en el propietario de la obra en el interés del estado.

Toda la mitología «liberal» sobre el copyright como derecho natural, que nace espontáneamente gracias al crecimiento y a las dinámicas del mercado… ¡son patrañas! El origen remoto del copyright reside en la censura previa y en la necesidad de restringir el acceso a los medios de producción de la cultura (es decir: restringir la circulación de ideas).

Pasa un siglo y medio y durante este período la autoridad de la Corona sufre ataques inauditos: la rebelión escocesa de 1638, la «Grand Remonstrance» parlamentaria de 1641, el estallido de la guerra civil en el año sucesivo, la revolución de Cromwell con decapitación del rey incluida… Hacia finales de los años cincuenta del siglo XVII regresa la monarquía, pero la situación permanece inestable y finalmente el Parlamento logra imponer a la Corona una Declaración de derechos. Desde ese momento, la monarquía inglesa será una «monarquía constitucional».

Se necesita enumerar estos acontecimientos para poder entender cuanto se modifica, en ciento cincuenta años, la actitud hacia el soberano, y por lo tanto también hacia la censura previa, y por consiguiente también hacia el poder de los stationers. Respecto a estos últimos cada vez hay más intolerancia, así se decide abolir el monopolio sobre el derecho de impresión.

Los stationers iban a ser golpeados donde más duele, esto es en el bolsillo, y entonces reaccionan con rabia. Comienzan a presionar para que la inminente nueva ley reconozca los intereses legítimos y de todos modos les resulte ventajosa. He aquí el nuevo discurso: el copyright pertenece al autor; el autor, no obstante, no posee máquinas tipográficas; tales máquinas las posee el stationer; ergo: el autor de todos modos tiene que pasar a través del stationer. ¿Cómo regular este «pasaje»? Sencillamente: el autor, en su propio interés para que la obra sea impresa, cederá el copyright al stationer por un período a establecerse.

Al final de cuentas, la situación es más o menos la misma. Lo que cambia es la fuente, el presupuesto jurídico. La justificación ideológica ya no se basa en la censura, sino en las necesidades del mercado. Toda mitología derivada sobre el derecho de autor proviene de la estratagema argumental del grupo de presión de los stationers: el autor, de hecho, está obligado a ceder los derechos, pero está obligado… por su propio bien.

Las consecuencias psicológicas serán devastadoras, se llegará a una variante del «síndrome de Estocolmo» (el amor del secuestrado hacia su propio secuestrador), autores que se movilizan en defensa de un statu quo cimentado en su estar a los pies de la mesa a la espera de migajas y de una caricia en la cabeza, paf, paf… ¡guau!

La ley es el célebre «Statute of Anne» – predecesor de todas las leyes y acuerdos internacionales sobre el derecho de autor, como la convención de Berna de 1971, el Digital Millennium Copyright Act, el Decreto Urbani, etcétera – que entra en vigor en 1710. Es la primera definición legal del copyright tal como se lo concibe hasta hoy día, o mejor dicho, hasta esta mañana, porque después del mediodía alguien ha comenzado a ponerlo en duda.

Las dudas surgen porque hoy muchísimas personas pueden realizar una «copia», probablemente casi todos.

Muchos de nosotros tenemos en casa a los herederos domésticos de las tecnologías monopolizadas por los stationers. Para hacer una copia de una obra ya no se necesita pasar a través una corporación profesional. Los herederos de los stationers fueron desplazados por la revolución de microelectrónica iniciada en los años setenta, por el advenimiento de lo digital, por la «democratización» del acceso a la computación. Primero la fotocopiadora y el cassette de audio, luego el videograbadora y el sampler, después la grabadora de cd y el peer-to-peer, finalmente las memorias portátiles del tipo i-Pod… ¿Cómo es que se puede pensar que todavía sea válida la justificación ideológica del copyright, esa que dio forma al Statute of Anne?

Está claro que todo debe ser reformulado, ¡este proceso cambia el rostro, el cerebro y el corazón de toda la industria cultural! Se necesitan nuevas definiciones para los derechos de los que crean, de los que producen y de los que ponen a disposición.

Si una «obra del ingenio» puede llegar al público sin la mediación de un editor, de una discográfica, de productores televisivos o cinematográficos, son ellos quienes tienen que interrogarse sobre como seguir, los que tienen que inventarse algo, los que tienen que redefinir su propia función empresarial y su propia razón social. Intentar mantener con la amenaza de la cárcel un monopolio que ya no tiene más fundamentos significa adentrarse en un callejón sin salida, es un comportamiento de Ancien Régime, de autocracia zarista. Por suerte algunos comienzan a darse cuenta.

 

3. Google Print y similares: red, gratuidad y batallas de retaguardia

Google Print, Creative Commons, copyleft, etc. son proyectos y conceptos diversos, pero en realidad todos van en la misma dirección, así como van en la misma dirección bibliotecas y librerías. En las primeras se accede al libro gratuitamente, en las segundas se lo compra, pero no hay conflicto entre las dos opciones: los países donde más libros se venden son también los mismos donde más se frecuentan las bibliotecas. Es lógico: cuanto más el libro circula, más se lo lee, más beneficios hay para la industria editorial.

La palabra clave es precisamente «bibliotecas». Nos referimos a una larga tradición de gratuidad del acceso, puesta en discusión tan sólo recientemente (y la batalla todavía se está librando). Aunque se hable de bibliotecas de ladrillos o de bibliotecas de electrones, son siempre bibliotecas. Si en cambio la descarga es mediante pago, entonces se trata de librerías, más o menos como las que ya conocemos, no es difícil imaginar la modalidad de recaudación del derecho de autor, es algo bastante simple. Algo más: Seth Godin, uno de los más grandes filósofos de la mercadotecnia, dice que si un libro electrónico de pago es comprado por X cantidad de personas, el mismo libro electrónico, disponible gratuitamente, lo descargan X multiplicado por cuarenta.

Lo importante se obtiene invirtiendo el dato: de cuarenta personas que descargan un libro electrónico gratis, hay una que está dispuesta a comprarlo. El total de esos «uno de cuarenta» corresponde al «núcleo duro» de los lectores, esos que compran apenas se publica, los que inician el boca a boca. Son los conectores, los «evangelistas», los buzzers. Cada movimiento se tiene que hacer pensando en este conjunto de personas. Godin, además, hace esto: las nuevas ediciones (electrónicas y en papel) son de pago. Poco antes de una nueva publicación, pone a disposición la descarga gratuita de la precedente. Es una estrategia de lanzamiento formidable.

La descarga libre y gratuita de un texto y su «navegabilidad» al estilo Google Print tienen una finalidad común y aspiran al mismo resultado: ambas pretenden que los productos culturales estén accesibles en línea, y esto puede favorecer la venta de libros.

Los editores que se oponen a Google Print son como aquellos grandes estudios cinematográficos que, veinticinco años atrás, denunciaron a los productores de videograbadoras y videocassettes declarando que la grabación doméstica violaba el copyright. El famoso caso «Universal contra Betamax».

Universal llegó hasta la Corte Suprema y perdió… para su fortuna. En los años sucesivos, la industria cinematográfica obtuvo la mayor parte de sus ganancias no de las salas, sino gracias al home video. Ha sobrevivido a la crisis de las salas gracias al VHS y luego al DVD. Si Universal y compañía hubieran ganado, ahora estarían a dos metros bajo tierra. Pero han perdido, y por lo tanto se han salvado.

Se podría citar también la absurda batalla de las discográficas contra la introducción en el mercado de los cassettes musicales, en los años 70, preludio de la guerra sin cuartel contra la descarga, cuando (iTunes lo ha demostrado) era suficiente ofrecer a los usuarios un canal de acceso legal a este recurso.

La de los editores también es una batalla suicida contra una innovación potencialmente ventajosa. Por su bien, los editores tienen que perder. Si ganaran se darían un tremendo porrazo en sus partes bajas.


* extractos de correspondencia personal y respuestas a entrevistas inéditas