Gobernar es un juego completamente estúpido. Se echa de menos la voz de Cornelius Castoriadis, el disidente esencial. No se hundió en la renuncia estética, ni en el cinismo, ni en esa apatía reiterada que dice «Todo vale, todo está visto, todo es inútil». Denunció a una élite política reducida a aplicar el integrismo neoliberal, pero subrayó también la responsabilidad del «ciudadano» al que la precariedad generalizada inhibe de la actividad cívica. Silenciosamente, se ha impuesto esta formidable regresión: un «no-pensamiento» que produce esta «no sociedad», este racismo social. Hasta el final, Castoriadis buscó una radicalidad: «Soy un revolucionario partidario de cambios radicales, decía pocas semanas antes de su muerte. Sólo pienso en cómo se podría hacer funcionar de una manera libre, igualitaria y justa el sistema francés capitalista tal como es».
Evidentemente, lo que caracteriza al mundo contemporáneo son las crisis, las contradicciones, las fracturas, pero lo que me sorprende sobre todo es la insignificancia. Tomemos la querella entre la derecha y la izquierda. Ha perdido su sentido. Unos y otros dicen la misma cosa. Desde 1983, los socialistas franceses han hecho una política, después Balladur (un hombre de la derecha) ha hecho la misma política; regresaron los socialistas e hicieron, con Pierre Bérégevoy la misma política; Chirac ganó las elecciones de 1995 diciendo: «Voy a hacer otra cosa» e hizo la misma política.
Los responsables políticos son impotentes. La única cosa que pueden hacer es seguir la corriente, es decir aplicar la política ultraliberal de moda. Los socialistas no han hecho otra cosa desde que volvieron al poder. No son políticos, sino politicastros en el sentido de políticos insignificantes. Gentes que acarrean sufragios no importa por qué medio. No tienen ningún programa. Su objetivo es quedarse en el poder o regresar al poder y para eso son capaces de todo.
Hay un lazo intrínseco en esta especie de nulidad de la política, este devenir nulo de la
política y esta insignificancia en otros dominios, en las artes, en la filosofía o en la literatura. Es el espíritu del tiempo. Todo conspira para extender la insignificancia.
La política es un oficio curioso. Porque presupone dos capacidades que no tienen ninguna relación intrínseca. La primera es acceder al poder. Si no se accede al poder se pueden tener las mejores ideas del mundo, pero no sirve para nada; lo que implica pues la ascensión al poder como un arte. La segunda capacidad es saber gobernar, una vez que se está en el poder.
Nada garantiza que uno que sepa gobernar, sepa sin embargo acceder al poder. En la monarquía absoluta, para acceder al poder era necesario adular al rey, caerle simpático a Madame Pompadour. Hoy en nuestra
«pseudodemocracia», acceder al poder significa ser telegénicos, saber oler por dónde va la opinión pública.
Digo «pseudodemocracia» porque siempre he pensado que la democracia llamada representativa no es una verdadera democracia. Jean-Jacques Rousseau lo decía ya: los ingleses creen que son libres porque eligen representantes cada cinco años, pero son libres sólo un día durante los cinco años, el día de la elección, eso es todo. No es que la elección esté trucada, ni que se haga trampa en las urnas. Está trucada porque las opciones están definidas de antemano. Nadie ha preguntado al pueblo sobre lo que quiere votar. Se le dice: «Votad a favor o en contra de Maastricht». Pero, ¿quién ha hecho Maastricht? No es el pueblo el que ha elaborado ese tratado.
Ahí está la maravillosa frase de Aristóteles: «¿Quién es un ciudadano? Ciudadano es uno que es capaz de gobernar y de ser gobernado». Hay 60 millones de ciudadanos en Francia. ¿Por qué no podrían ser capaces de gobernar?. Porque toda la vida política apunta precisamente a hacérselo olvidar. a convencerles de que hay expertos a quienes confiar los asuntos. Hay pues una contraeducación política. Mientras que la gente debería habituarse a ejercer toda suerte de responsabilidades y a tomar iniciativas se habitúa a seguir o a votar por opciones que otros le presentan. Y como la gente está lejos de ser idiota, el resultado es que cada vez creen menos y que se vuelve cínica.
En las sociedades modernas, desde las revoluciones americana (1776) y francesa (1789) hasta aproximadamente la segunda guerra mundial (1945), había un conflicto social y político vivo. Las gentes se oponían, se manifestaban por causas políticas. Los obreros hacían huelgas, y no siempre por pequeños intereses corporativos. Había grandes cuestiones que concernían a todos los asalariados. Esas luchas han caracterizado estos dos últimos siglos.
Se observa un retroceso en la actividad de la gente. Es un círculo vicioso. Cuanto más se retira la gente de la actividad, más algunos burócratas, políticos, pretendidamente responsables, le ganan por la mano. Tienen una buena justificación: «Yo tomo la iniciativa porque la gente no hace nada». Y cuanto más la controlan, más dice la gente: «No merece la pena mezclarse, ya hay bastantes que se ocupan y después, de todas formas, no se puede hacer nada».
La segunda razón, ligada a la primera, es la disolución de las grandes ideologías políticas, ya sean revolucionarias o reformistas, que querían cambiar verdaderamente las cosas en la sociedad. Por mil y una razones, esas ideologías se han desacreditado, han dejado de corresponder a las aspiraciones, a la situación de la sociedad, a la experiencia histórica. Se produjo ese enorme acontecimiento que fue el desmoronamiento de la URSS en 1991 y del comunismo. ¿Una sola persona, entre los políticos -por no decir politicastros- de izquierda, ha reflexionado de verdad sobre lo que ha pasado? ¿Por qué ha pasado eso? y, como se dice simplemente, ¿quién ha aprendido la lección? Cuando se produce una evolución de ese tipo en primer lugar en su primera fase -la accesión a la monstruosidad, el totalitarismo, el Gulag, etcétera- y a continuación en su desmoronamiento, merece una reflexión muy profunda y una conclusión sobre lo que un movimiento que quiere cambiar la sociedad puede hacer, debe hacer, no debe hacer, ni puede hacer. ¡Nada!
Y ¿qué hacen muchos intelectuales? Se han dedicado a resaltar el liberalismo puro y duro de principios del siglo XIX, al que se había combatido durante ciento cincuenta años y que habría conducido a la sociedad a la catástrofe. Porque, finalmente, el viejo Marx no se había equivocado del todo. Si el capitalismo hubiese sido dejado a sí mismo, se habría hundido cien veces. Se hubiesen producido crisis de superproducción todos los años. ¿Por qué no se ha hundido? Porque los trabajadores han luchado, han impuesto aumentos salariales, han creado enormes mercados de consumo interno. Han impuesto reducciones del tiempo de trabajo, lo que ha absorbido todo el paro tecnológico. Se sorprenden ahora de que haya paro. Pero desde 1940 el tiempo de trabajo no ha disminuido.
Los liberales nos dicen: «Es necesario tener confianza en el mercado». Sin embargo, los propios economistas académicos refutaron eso en los años treinta. Aquellos economistas no eran revolucionarios, ¡ni marxistas! Mostraron que todo lo que cuentan los liberales sobre las virtudes del mercado, que garantizaría la mejor asignación posible de los recursos, la distribución más equitativa de las rentas, no son más que tonterías. Todo eso se demostró. Pero hay esta gran ofensiva de las capas gobernantes y dominantes que se puede simbolizar con los nombres de Reagan y Thatcher, e incluso de François Mitterrand. Este dijo: «Bueno, os habéis divertido bastante. Ahora. se os va a despedir -se va a eliminar el «exceso de grasa», como dijo Juppé- y después veréis cómo el mercado, a la larga. os garantiza el bienestar». A la larga. Mientras tanto. hay ya un 12,5 % de paro oficial en Francia.
LA CRISIS NO ES ALGO IRREFUTABLE
Se ha hablado de una especie de terrorismo del pensamiento único, es decir un no-pensamiento. Lo único en ese sentido es que se trata del primer pensamiento que es un no-pensamiento integral. Pensamiento único liberal al que nadie se atreve a oponerse. ¿Qué fue la ideología liberal en su gran época? Hacia 1850, era una gran ideología porque se creía en el progreso. Aquellos liberales pensaban que con el progreso se elevaría el bienestar económico. Incluso aunque no se enriquecieran, las clases explotadas iban a trabajar menos, los trabajos no serían tan penosos: era el gran tema de la época. Benjamín Constant lo dijo: «Los obreros no pueden votar porque están embrutecidos por la industria (lo dijo sinceramente, las gentes eran honestas en aquella época), por lo que es necesario un sufragio censitario».
Seguidamen- te, disminuía el tiempo de trabajo, había alfabetización, educación, especie de Tiempo de las Luces que ya no eran las Luces subversivas del siglo XVIII sino Luces que se difundían a pesar de todo en la sociedad. Se desarrollaría la ciencia, se humanizaría la humanidad, se civilizarían las sociedades y poco a poco se llegaría a una sociedad donde no habría ya prácticamente explotación, donde esta democracia representativa tendría que convertirse en verdadera democracia.
Pero eso no ha pasado. De ahí que la gente no crea ya en esas ideas. Hoy lo que domina es la resignación; incluso entre los representantes del liberalismo. ¿Cuál es el gran argumento de este momento? «Esto es quizás malo, pero la otra alternativa sería peor». Y es verdad que eso ha paralizado en gran medida a la gente. «Si uno se agita demasiado, se va hacia un nuevo Gulag». Eso es lo que hay detrás de ese agotamiento ideológico y del que no se saldrá a no ser que se produzca verdaderamente un resurgimiento de una crítica poderosa del sistema. Y un renacimiento de la actividad de la gente, de una participación cívica.
Aquí y allí se empieza a comprender a pesar de todo que la «crisis» no es una fatalidad de la modernidad a la que hubiera que someterse, «adaptarse» so pena de arcaísmo. Se siente y se presiente un renacer de la actividad cívica. Mientras se plantea el problema del papel de los ciudadanos y de la competencia de cada uno para ejercer los derechos y los deberes democráticos con el fin -dulce y hermosa utopía- de salir del conformismo generalizado.
Para salir, ¿habría que inspirarse en la democracia ateniense? ¿A quién se elegía en Atenas? No se elegía a los magistrados. Eran designados por sorteo o por rotación. Para Aristóteles, recordémoslo, un ciudadano es aquel que es capaz de gobernar y de ser gobernado. Todo el mundo es capaz de gobernar, pues entonces que se haga un sorteo. La política no es un asunto de especialistas. No hay ciencia de la política. Hay una opinión, la doxá (1) de los griegos, no hay episteme (2).
La idea es que no hay especialistas de la política y que las opiniones que se dan son la única justificación razonable del principio mayoritario. Así pues, entre los griegos, el pueblo decide y los magistrados son sacados por sorteo o designados por rotación. Para las actividades especializadas -construcción de astilleros, de templos, de conducción de la guerra- se necesitaban especialistas. A éstos se les elige. Eso es la elección. Elección quiere decir «escoger a los mejores». Ahí interviene la educación del pueblo. Se hace una primera elección, se equivocan, se comprueba que, por ejemplo, Pericles es un deplorable estratega, pues bien, no se reelige, se le revoca.
Pero es necesario que la doxá sea cultivada. ¿Y cómo una doxá concerniente al gobierno puede ser cultivada? Gobernando. Por ello la democracia -es importante- es un asunto de educación de los ciudadanos, lo que hoy no se da en absoluto.
DESCANSAR O SER LIBRE
Recientemente, una revista publicó una estadística indicando que, en Francia, el 60 % de los diputados confiesa no comprender nada la economía. ¡Diputados que están decidiendo continuamente! Realmente, esos diputados, como los ministros, están dominados por sus técnicos. Tienen sus expertos, pero tienen también prejuicios y preferencias. Si se sigue de cerca el funcionamiento de un gobierno, de una gran burocracia, se ve que los que dirigen se fían de los expertos, pero escogen entre aquellos a los que comparten sus opiniones. Es un juego completamente estúpido y es así como estamos gobernados.
Las actuales instituciones rechazan, alejan, disuaden a la gente de participar en los asuntos. Cuando la mejor educación en política es la participación activa, lo que implica una transformación de las instituciones que permite e incita a esa participación.
La educación debería estar mucho más orientada hacia la cosa común. Sería necesario comprender los mecanismos de la economía, de la sociedad, de la política, etcétera. Los niños se aburren aprendiendo historia, cuando es apasionante. Habría que enseñar una verdadera anatomía de la sociedad contemporánea, tal como es, como funciona. Aprender a defenderse de las creencias, de las ideologías.
Aristóteles dijo: «El hombre es un animal que desea el saber». Falso, el hombre es un animal que desea la creencia, que desea la certidumbre de una creencia, de ahí la influencia de las religiones, de las ideologías políticas. En el movimiento obrero, al principio, había una actitud muy crítica. Escuchad la segunda estrofa de la internacional, el canto de la Comuna: «¡No hay salvador supremo, ni Dios, -fuera la religión- ni Cesar ni tribuno» -fuera Lenin!
Hoy, aunque una franja social busque todavía la fe, la gente se ha hecho mucho más crítica. Es muy importante. La cienciología, las sectas o el fundamentalismo, que tienen peso en otros países, no lo tienen tanto en Francia. la gente se ha hecho mucho mas escéptica. Lo que le inhibe también para actuar.
Pericles en el discurso a los atenienses dijo: «Somos los únicos a quienes la reflexión no inhibe para la acción». Es admirable. Añade: «Los otros, o bien no reflexionan y son temerarios, cometen errores absurdos, o bien. reflexionando terminan por no hacer nada porque se dicen, hay este criterio y el criterio contrario». Actualmente se atraviesa por una fase de inhibición, es cierto. Gato escaldado huye del agua fría. No hacen falta los grandes discursos, hacen falta discursos verdaderos.
De todas formas, hay un irreductible deseo. Si se observa a las sociedades arcaicas o a las sociedades tradicionales, no hay en ellas un deseo irreductible, un deseo tal que se haya transformado por la socialización. Aquellas sociedades eran sociedades de repetición. Se dice por ejemplo: «Tomarás una mujer en tal clan o en tal familia. Tendrás una mujer en tu vida. Si tú tienes dos, o dos hombres, será a escondidas, será una transgresión. Tendrás un estatuto social, será así y no de otra manera».
Pero hoy, hay una liberación en todos los sentidos del término en relación con las restricciones de la socialización de los individuos. Se ha entrado en una época de eliminación en todos los dominios y por eso tenemos el deseo de infinito. Esa liberación es en algún sentido una gran conquista. No es cuestión de volver a las sociedades de repetición. Pero también -y es un tema muy importante- hay que aprender a autolimitarse. individual y colectivamente. La sociedad capitalista es una sociedad que corre hacia el abismo, desde todos los puntos de vista, porque no sabe autolimitarse. Y una sociedad verdaderamente libre, una sociedad autónoma, debe saber autolimitarse, saber que hay cosas que no se pueden hacer o que incluso no es necesario intentar hacer o que no hay que desear.
Nosotros vivimos en este planeta que estamos a punto de destruir. y cuando pronuncio esta frase sueño con espacios maravillosos, pienso en el mar Egeo, pienso en montañas cubiertas de nieve, pienso en la visión del Pacífico desde una esquina de Australia, pienso en Bali, en India, en la campiña francesa que está al borde de desertizarse. En tantas maravillas en proceso de demolición. Pienso que deberíamos ser los jardineros de este planeta, haría falta cultivarlo. Cultivarlo tal como es y para él mismo. Y eso podría absorber una gran parte del ocio de la gente, liberada de un trabajo estúpido, productivo, repetitivo, etcétera. Pero eso está muy lejos no sólo del sistema actual sino de la imaginación dominante actual. El imaginario de nuestra época es el de la expansión ilimitada, el de la acumulación de la mercancía basura -una televisión en cada habitación, un microordenador en cada habitación-, eso es lo que hay que destruir. El sistema se apoya en ese imaginario.
La libertad es muy difícil. Porque es muy fácil dejarse llevar. El hombre es un animal perezoso. Hay una frase maravillosa de Tucídides: «Hay que escoger: o descansar o ser libre». Y Pericles dice a los atenienses: «Si queréis ser libres, hay que trabajar». No se puede reposar. No se puede permanecer sentado ante la televisión. No se es libre cuando se está delante de la televisión. Creerse libre haciendo zaping como un imbécil, no es ser libre, es una falsa libertad. La libertad es la actividad. Y la libertad es una actividad que al mismo tiempo se autolimita, es decir, sabe que puede hacer todo, pero que no debe hacer todo. Es el gran problema de la democracia y del individualismo.Ž
Notas
(1) Conjunto de opiniones recibidas sin discusión como una evidencia natural en una civilización dada.
(2) Conjunto de conocimientos regulados (concepción del mundo, ciencias y filosofías) propias de un grupo social y de una época.