Corrupción de menores

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En el Matrix progre todo lo que tenga que ver con la hipersexualización de la vida cotidiana se contempla como una medida benéfica, aunque la experiencia demuestre justamente lo contrario.

En el Reino Unido han decidido ponerse manos a la obra… para acelerar la demolición. Leo que en las escuelas inglesas la Educación sexual se convertirá en disciplina obligatoria desde los cinco años, «para disminuir la elevada tasa de embarazos de adolescentes»; que es como si nos dijeran que en las escuelas van a enseñar a los niños a rociar de gasolina una hoguera, para disminuir la elevada tasa de incendios forestales.


Bueno, no es exactamente lo mismo; porque en el Matrix progre todo lo que tenga que ver con la hipersexualización de la vida cotidiana se contempla como una medida benéfica, aunque la experiencia demuestre justamente lo contrario. Pero, ¿quién osa refutar las mentiras sobre las que el Matrix progre asienta su dominio?






«Banalización a la que se colabora repartiendo irresponsablemente condones entre adolescentes de doce años»

Hace unos días recibí una carta de un profesor que ejerce su labor docente en un instituto. «En una reunión del claustro de profesores –me narraba mi corresponsal– y ante las dudas planteadas sobre la conveniencia de abastecer de condones a nuestros imberbillos de doce años en el día del Sida, asistimos, espeluznados, al linchamiento verbal de un profesor que cuestionó que ésta fuera la única medida eficaz de prevención de la enfermedad (dogma indiscutible, ante cuya sola duda uno es anatemizado sin compasión como retro-facha-opusino-kiko), planteándose si no sería más interesante centrar la campaña en la inconveniencia de ir por ahí echando polvos a los doce años». Por supuesto, el mero llamamiento a un uso responsable de la sexualidad del adolescente fue acogido en el claustro de profesores de aquel instituto como una idea trasnochada. La idea progre consiste en decir al adolescente que, mientras lleve una gomita en el bolsillo, puede hacer con su sexualidad lo que le dé la gana; porque la gomita es su antídoto, su bálsamo de Fierabrás. Por supuesto –prosigue mi corresponsal–, «una especie de comité de comisarios políticos, curiosamente capitaneados por profesores de Filosofía, condenó en juicio sumarísimo al díscolo docente que osó exponer estas ideas, poniendo el dedo en la llaga». Y es que, como todos íntimamente sabemos (aunque callemos, por temor a ser anatemizados), la propagación de las enfermedades de transmisión sexual y los embarazos no deseados responden, en no escasa medida, a la falta de compromiso y trascendencia en la más íntima manifestación de afecto que existe entre un hombre y una mujer. O, como me decía mi corresponsal, «a la banalización de este afecto», convertido en mera coyunda lúdica. Banalización a la que se colabora repartiendo irresponsablemente condones entre adolescentes de doce años, o impartiendo clases de Educación sexual a niños de cinco.


Banalizado el afecto que debe regir una relación sexual se banalizan también las consecuencias de dicha relación. Y así, si el adolescente al que le has repartido condones se ha olvidado ese día su «bálsamo de Fierabrás» en casa, o si el apretón le impide ponérselo, no renunciará por ello a la experiencia lúdica que con trazos tan deleitosos le han trazado en la escuela. A esto antaño se le llamaba corrupción de menores; en el Matrix progre se denomina con el eufemismo de «Educación sexual».


Y, aunque sabemos –porque el sentido común y la experiencia así nos lo enseñan– que tal Educación no hace sino arrojar gasolina sobre el fuego que pretendemos sofocar, callamos, por no pasar como retrógrados. Lo más estremecedor y angustioso es que ese silencio pusilánime lo mantenemos a costa de nuestros propios hijos.





Espero que algún día nuestros hijos nos escupan en el rostro, recordándonos la cobardía moral que nos agarrotó, cuando no impedimos que corrompieran su infancia.
Mi corresponsal, el profesor de instituto, acababa su carta con unas líneas desoladoras, aunque paladinas en el reconocimiento de la parte de culpa que le correspondía: «Ninguno de los que asistimos, erizados, al espectáculo, abrimos la boca para defender al compañero. Tampoco yo, que para colmo soy directivo del centro. Luego le manifesté mi apoyo por teléfono, no fuera a ser que alguien me viera. Soy todo un héroe». Más o menos igual de héroe que todos nosotros. Espero que algún día nuestros hijos nos escupan en el rostro, recordándonos la cobardía moral que nos agarrotó, cuando no impedimos que corrompieran su infancia.