Energía y materias primas se están repartiendo el pastel de los beneficios derivados de la guerra.
En el primer caso, aunque con meses de retraso, la Comisión Europea ya ha movido ficha para que las petroleras, gasistas y eléctricas compensen —vía impuestos— las severas pérdidas de renta sufridas por las familias. Un paso que ya había dado España. En el segundo flanco, sin embargo, todo está por hacer: el comercio de productos básicos, una actividad cuya intermediación se desarrolla en una permanente y enorme zona de sombra —tan oscura como beneficiosa para sus intereses—, ha visto crecer sus ganancias hasta niveles inéditos.
Mientras una mayoría social y empresarial sufre la dentellada de la inflación, estos intermediarios se mueven como pez en el agua en este entorno de crisis solapadas: de la covid-19 a la invasión de Ucrania. La guerra —y las subidas en el precio de la energía, los alimentos y los metales— es música para las cuentas de resultados del sector, a costa de consumidores y productores.
Los datos son cristalinos: Glencore, especializada en minería y energía, se anotó un beneficio de 19.000 millones de euros en la primera mitad del año; Vitol, cuya actividad descansa en gran medida en los combustibles (pero no solo), ganó 4.500 millones —más que en todo 2021—, y Trafigura —metales y carburantes—, 2.700 millones, casi un 30% más, según los datos publicados por las propias compañías y por la agencia Reuters. Un viento de cola que también están aprovechando para asegurar su futuro, acelerando su conversión de lo fósil a los materiales críticos para la transición energética. Si algo demuestra la historia de este sector es, precisamente, sus dotes camaleónicas y su habilidad para ir un paso por delante de los acontecimientos.
Fiscalizar a estas empresas no es tarea fácil por varias razones. La principal, de índole geográfica: están radicadas fuera del perímetro europeo o estadounidense, un gran impedimento a la hora de obligarlas a tributar de acuerdo con sus ingresos. Glencore y Vitol son suizas; Trafigura está a caballo entre el país helvético y Singapur, y la firma estadounidense Cargill, focalizada en los granos y las materias primas agrícolas, centra la mayor parte de sus operaciones en Delaware. Jurisdicciones todas ellas que se distinguen por su laxitud fiscal y, en no pocos casos, por la falta de escrúpulos a la hora de aceptar según qué negocios en su territorio.<
La tributaria no es la única herramienta para frenar las malas prácticas de este sector. Se puede atacar también el flanco financiero, quizá el más débil para estas empresas, elevando las exigencias a los bancos —estos sí, con sede en la UE o EE UU— que las riegan de crédito. Son igualmente bienvenidas las diligencias abiertas por la justicia de varios países occidentales, que han aplicado severas sanciones contra ellas por soborno y manipulación de precios. Aunque no podrán gravar sus ingentes beneficios para compensar a los perdedores de la crisis, estas pesquisas sí prometen arrojar algo de luz sobre un sector que tiene en la opacidad y la falta de regulación dos de sus principales divisas. La otra es la altísima concentración: son pocas las manos que manejan estas compañías y acaparan sus rentas.
Se echa en falta una vigilancia más estrecha por parte de Bruselas y, más en general, de los gobiernos de Europa, destino final de un volumen no menor de las materias primas que se extraen en el mundo. Como en otros casos, los bancos centrales han tomado la delantera, posando su lupa para tratar de conocer y desvelar sus secretos. Pero la voluntad política es fundamental para ir más allá. La realidad lo exige.
Fuente: Diario El País