Según la Corte Penal Internacional, crimen contra la humanidad es ‘cualquier acto inhumano que cause graves sufrimientos o atente contra la salud mental o física de quien los sufre, cometido como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil’. Desde la II Guerra Mundial nos hemos familiarizado con este concepto y con la idea de que, no importa cuál haya sido su magnitud, es posible y obligado investigar estos crímenes y hacer pagar a los culpables.
Situaciones como las que ha generado la crisis económica han hecho que se empiece a hablar de crímenes económicos contra la humanidad. El concepto no es nuevo. Ya en los años 1950 el economista neoclásico y premio Nobel Gary Becker introdujo su «teoría del crimen» a nivel microeconómico. La probabilidad de que un individuo cometa un crimen depende, para Becker, del riesgo que asume, del posible botín y del posible castigo.
A nivel macroeconómico, el concepto se usó en los debates sobre las políticas de ajuste estructural promovidas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial durante los ochenta y noventa, que acarrearon gravísimos costes sociales a la población de África, América Latina, Asia (durante la crisis asiática de 1997-98) y la Europa del Este. Muchos analistas señalaron a estos organismos, a las políticas que patrocinaron y a los economistas que las diseñaron como responsables, especialmente el FMI, que quedó muy desprestigiado tras la crisis asiática.
En la actualidad son los países occidentales los que sufren los costes sociales de la crisis financiera y de empleo, y de los planes de austeridad que supuestamente luchan contra ella. La pérdida de derechos fundamentales como el trabajo y la vivienda y el sufrimiento de millones de familias que ven en peligro su supervivencia son ejemplos de los costes aterradores de esta crisis. Los hogares que viven en la pobreza están creciendo de forma imparable. Pero ¿quiénes son los responsables? Los mercados, leemos y oímos cada día.
En un artículo publicado en Businessweek el 20 de marzo de 2009 con el título «Wall Street’s economic crimes against humanity», Shoshana Zuboff, antigua profesora de la Harvard Business School, sostenía que el que los responsables de la crisis nieguen las consecuencias de sus acciones demuestra «la banalidad del mal» y el «narcisismo institucionalizado» en nuestras sociedades.
Es una muestra de la falta de responsabilidad y de la «distancia emocional» con que han acumulado sumas millonarias quienes ahora niegan cualquier relación con el daño provocado.
Culpar solo al sistema no es aceptable, argumentaba Zuboff, como no lo habría sido culpar de los crímenes nazis solo a las ideas, y no a quienes los cometieron. Culpar a los mercados es efectivamente quedarse en la superficie del problema. Hay responsables, y son personas e instituciones concretas: son quienes defendieron la liberalización sin control de los mercados financieros; los ejecutivos y empresas que se beneficiaron de los excesos del mercado durante el boom financiero; quienes permitieron sus prácticas y quienes les permiten ahora salir indemnes y robustecidos, con más dinero público, a cambio de nada. Empresas como Lehman Brothers o Goldman Sachs, bancos que permitieron la proliferación de créditos basura, auditoras que supuestamente garantizaban las cuentas de las empresas, y gente como Alan Greenspan, jefe de la Reserva Federal norteamericana durante los Gobiernos de Bush y Clinton, opositor a ultranza a la regulación de los mercados financieros.
La Comisión del Congreso norteamericano sobre los orígenes de la crisis ha sido esclarecedora en este sentido. Creada por el presidente Obama en 2009 para investigar las acciones ilegales o criminales de la industria financiera, ha entrevistado a más de 700 expertos. Su informe, hecho público el pasado enero, concluye que la crisis se hubiera podido evitar. Señala fallos en los sistemas de regulación y supervisión financiera del Gobierno y de las empresas, en las prácticas contables y auditoras y en la transparencia en los negocios. La Comisión investigó el papel directo de algunos gigantes de Wall Street en el desastre financiero, por ejemplo en el mercado de subprimes, y el de las agencias encargadas del ranking de bonos. Es importante entender los distintos grados de responsabilidad de cada actor de este drama, pero no es admisible la sensación de impunidad sin «responsables».
En cuanto a las víctimas de los crímenes económicos, en España un 20% de desempleo desde hace más de dos años significa un enorme coste económico y humano.
Miles de familias sufren las consecuencias de haber creído que pagarían hipotecas con sueldos mileuristas: 90.000 ejecuciones hipotecarias en 2009 y 180.000 en 2010. En EE UU, la tasa de paro es la mitad de la española, pero supone unos 26 millones de parados, lo cual implica un tremendo aumento de la pobreza en uno de los países más ricos del mundo. Según la Comisión sobre la Crisis Financiera, más de cuatro millones de familias han perdido sus casas, y cuatro millones y medio están en procesos de desahucio. Once billones de dólares de «riqueza familiar» han «desaparecido» al desvalorizarse sus patrimonios, incluyendo casas, pensiones y ahorros.
Otra consecuencia de la crisis es su efecto sobre los precios de alimentos y otras materias primas básicas, sectores hacia los que los especuladores están desviando sus capitales. El resultado es la inflación de sus precios y el aumento aún mayor de la pobreza. En algunos casos notorios de fraude como el de Madoff, el autor está en la cárcel y el proceso judicial contra él continúa porque sus víctimas tienen poder económico. Pero en general, quienes han provocado la crisis no solo han recogido unas ganancias fabulosas, sino que no temen castigo alguno. Nadie investiga sus responsabilidades ni sus decisiones.
Los Gobiernos los protegen y el aparato judicial no los persigue. Si tuviéramos nociones claras de qué es un crimen económico y existieran mecanismos para investigarlos y perseguirlos se hubieran podido evitar muchos de los actuales problemas. No es una utopía. Islandia ofrece un ejemplo muy interesante. En vez de rescatar a los banqueros que arruinaron al país en 2008, la fiscalía abrió una investigación penal contra los responsables. En 2009 el Gobierno entero tuvo que dimitir y el pago de la deuda de la banca quedó bloqueado. Islandia no ha socializado las pérdidas como están haciendo muchos países, incluida España, sino que ha aceptado que los responsables castigados y que sus bancos se hundieran.
De la misma forma que se crearon instituciones y procedimientos para perseguir los crímenes políticos contra la humanidad, con los económicos. Este es un buen momento, dada su existencia difícil de refutar. Es urgente que la noción de «crimen económico» se incorpore al discurso ciudadano y se entienda su importancia para construir la democracia económica y política. Como mínimo nos hará ver la necesidad de regular los mercados para que, como dice Polanyi, estén al servicio de la sociedad, y no viceversa.
Lourdes Benería es profesora de Economía en la Universidad de Cornell.
Carmen Sarasúa es profesora de Hª Económica en la Universidad Autónoma de Barcelona.