Crónica del último informe sobre el derecho a la alimentación

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En línea con sus informes anuales anteriores y en un lenguaje diáfano y contundente, alejado del eufemismo y la elipsis con la que a veces se tratan de maquillar dolorosas realidades en los documentos oficiales, Ziegler descarga su batería de argumentos y datos contra quienes se mantienen en la esquizofrenia entre un discurso humanista y una política generadora de hambre y muerte.

Alberto Montero Soler
Rebelión

El último informe del relator especial de las Naciones Unidas para el derecho a la alimentación, Jean Ziegler, es un documento cargado de denuncia que debería avergonzar a más de un asistente al 61º periodo de sesiones de la Comisión de las Naciones Unidas sobre Derechos Humanos.

En línea con sus informes anuales anteriores y en un lenguaje diáfano y contundente, alejado del eufemismo y la elipsis con la que a veces se tratan de maquillar dolorosas realidades en los documentos oficiales, Ziegler descarga su batería de argumentos y datos contra quienes se mantienen en la esquizofrenia entre un discurso humanista y una política generadora de hambre y muerte.

Y es que no debe ser fácil ser relator de la situación por la que atraviesa un derecho cuando tantos millones de personas carecen de él y perecen por dicha carencia. No tiene que ser agradable ser la voz de los hambrientos o el grito de los sedientos cuando esa hambre y esa sed son el producto de las políticas que el mundo opulento instrumenta para mantener sus estándares de vida y consumo.

Eso se deja traslucir en algunos de sus párrafos. Como cuando afirma, por ejemplo, que «es una vergüenza para la humanidad que continuemos permitiendo que cada 5 segundos muera un niño menor de cinco años por hambre o por enfermedades relacionadas con el hambre. Que una persona pierda la vista cada cuatro minutos por carencia de vitamina A. Y que en un mundo más rico que nunca antes, el número de personas gravemente desnutridas haya aumentado hasta 852 millones».

Se puede decir más alto pero no más claro. Sus palabras deberían sonar como aldabonazos en las conciencias de una sociedad que, al tiempo que se compromete con los Objetivos del Milenio o promueve las resoluciones de las Cumbres Mundiales de la Alimentación de 1996 y 2002, permite que, en tan sólo un año, el número de personas gravemente desnutridas haya aumentado en 10 millones según datos del último informe de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura).

Organización, esta última, que tampoco escapa incólume en el informe de Ziegler. Y es que resulta moralmente cuestionable que se traten de promover políticas contra el hambre recurriendo al argumento de que ésta y las enfermedades relacionadas con ella provocan una merma en las capacidades físicas y psíquicas de quienes las padecen que repercuten sobre su productividad y, por lo tanto, sobre la evolución económica de los países en desarrollo. Pérdidas de productividad que la FAO estima en más de 50.000 millones de dólares.

Ziegler no admite componendas al respecto y con machacona insistencia reitera a lo largo de todo el Informe que el derecho a la alimentación es un derecho humano y, como tal, protegido por el derecho internacional. El hambre no es que sea económicamente ineficiente, como argumenta la FAO, es que es ilegal. Y, además, su existencia resulta moralmente repugnante en un mundo que tiene capacidad para producir alimentos que aporten 2.100 kilocalorías por día a 12.000 millones de personas, es decir, casi el doble de la población mundial actual.

La solución al problema del hambre no puede sustentarse sobre la misma lógica economicista que lo genera. Y el enfoque de Ziegler es un intento por quebrar dicha lógica y, superando la estrecha dimensión económica desde la que habitualmente se analiza este problema, centrarlo en el ámbito mucho más preciso de las responsabilidades políticas y jurídicas.

De esta forma, al considerar el derecho a la alimentación como un derecho humano universal lo está convirtiendo en un instrumento práctico para dar poder a los pobres y a los hambrientos, para «empoderarlos» y promover que éstos puedan reclamar sus derechos de una manera realmente efectiva.

Para ello es preciso que su discurso no caiga en la trampa de plantear si el hambre es o no inevitable o si es viable económica o técnicamente acabar con ella. Esto queda fuera de toda duda. Si el mundo puede producir alimentos para alimentar al doble de la población mundial, todo discurso que gire en torno a esos parámetros sólo trata de ocultar lo que precisamente Ziegler trata de poner de manifiesto: que la desaparición del hambre en el mundo es un problema de voluntad política.

Y lo afirma expresamente cuando demanda «la necesidad de un compromiso político para hacer frente a las políticas existentes, a las desigualdades y a la corrupción en todo el mundo que están haciendo que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Necesitamos soluciones políticas más que complicadas soluciones técnicas para el hambre».

Pero, además, la traslación del discurso desde la órbita aparentemente oscurantista de la economía hacia el terreno más nítido de los derechos permite que el hambre deje de ser considerado como el subproducto inevitable de dinámicas económicas impersonales y pueda ser abordado como la consecuencia fatal de la vulneración de un derecho: el derecho a la alimentación. Quienes violen dicho derecho no sólo incurren en responsabilidades morales sino, también, en responsabilidades penales que alguna instancia judicial internacional debería poder depurar.

Como puede apreciarse, la importancia de este cambio de enfoque es decisiva. El hambre ya no sólo obedece a causas más o menos sabidas pero de responsabilidad difusa; ahora también tiene responsables directos, de todos conocidos pero por pocos denunciados.

Algunas de esas causas son expuestas en el informe, pero su principal contribución es la clasificación de los responsables del hambre en tres categorías: determinados estados nacionales y las políticas que aplican; un amplio conjunto de agentes privados nacionales y transnacionales; y, finalmente, algunas organizaciones multinacionales.

Así, el hambre ya no es tan sólo el producto de un progresivo descenso de los siempre insuficientes fondos que los países desarrollados destinan a la lucha contra el hambre. Aunque no puede olvidarse que desde que Estados Unidos inició su «Guerra contra el Terror», los fondos destinados a la lucha contra el hambre en el mundo han ido disminuyendo. Esto se ha traducido, por ejemplo, en nuevos riesgos de hambruna en los campos de refugiados de Etiopía, en donde el Programa Mundial de Alimentos ha reducido en un 30% sus raciones diarias de alimentos porque carecen de los fondos necesarios para seguir manteniendo las raciones de 2.100 kilocalorías por día; fondos que están siendo desviados hacia la susodicha «Guerra contra el Terror». Como si la muerte de una persona por hambre no fuera una expresión suficiente del terror contra la que habría que combatir con todos los recursos a nuestra disposición.

En lugar de dar relevancia a ese enfoque, el centro de atención del informe gira en torno a la denuncia de la aplicación por parte de los países desarrollados de políticas y acciones que tienen consecuencias sobre el derecho a la alimentación de los ciudadanos de países en desarrollo.

Con ello se está hablando, por fin, de la existencia de obligaciones extraterritoriales a las que los Estados y los agentes nacionales y multinacionales deben de hacer frente por cuanto suponen una violación explícita de los derechos humanos en otros países.

El hambre ya no es un problema interno al territorio en el que se produce la hambruna, con causas exclusivamente endógenas al mismo, sino que es también el efecto externo de una medida que pudo haberse tomado a miles de kilómetros de allí.

En este sentido, Ziegler resalta la incoherencia que supone que los países desarrollados destinen fondos para luchar contra el hambre mientras que, simultáneamente, aplican políticas comerciales que se encuentran entre las principales responsables de la existencia de este problema. Y es que esos países, para proteger su sector primario, conceden generosos subsidios a agricultores y ganaderos nacionales, provocando incrementos artificiales de la producción que acaban saturando los mercados de las economías occidentales y dando lugar a excedentes que son vendidos por debajo de su coste en los países en desarrollo gracias a subsidios adicionales a la exportación.

Por citar tan sólo un dato ofrecido por el último informe de Intermón-Oxfam, una reforma de la Política Agraria Común europea en el sector del azúcar que estuviera marcada por la impronta de la ayuda al desarrollo permitiría la creación de más de 25.000 puestos de trabajo en ese sector en Mozambique y Zambia. Sin embargo, las subvenciones a la producción de azúcar existentes actualmente en la Unión Europea provocan que ésta inunde los mercados mundiales con 5 millones de toneladas anuales de excedentes de ese producto, dando lugar a una caída artificial de los precios y privando a los países en desarrollo de una importante fuente de ingresos en un producto en el que, precisamente, son más competitivos que Europa.

Pero, además, Ziegler también alude a otro tipo de actuaciones vulneradoras del derecho a la alimentación de los ciudadanos de terceros países que resultan mucho más dolorosas por lo arbitrario de su aplicación y lo vergonzoso de la tolerancia internacional al respecto.

En concreto, en el informe se denuncia la existencia de «embargos injustificados» por parte de un país que afectan a la vida de millones de personas que viven en otros. Y no duda en poner como ejemplo la situación de Cuba y afirmar que los cubanos no son víctimas de la desnutrición porque la prioridad de su gobierno ha sido asegurar el acceso del pueblo a la alimentación. Además, mientras que el Relator pudo visitar la isla caribeña para comprobar en persona la situación y los esfuerzos de ese país por huir del hambre, el gobierno estadounidense rechazó recibirlo y atender sus peticiones.

Finalmente, las responsabilidades extraterritoriales no se limitan a las políticas o acciones de los estados, también las tienen los agentes privados y, más concretamente, determinadas empresas transnacionales.

En este sentido, se cita el caso de la maquinaria blindada que la empresa estadounidense Caterpillar vende al ejército de ocupación israelí y que éste utiliza para la destrucción de granjas, cosechas, plantaciones e instalaciones de agua. Esto, en opinión de Ziegler, sólo puede ser catalogado como una actuación cómplice con la violación del derecho a la alimentación y, por lo tanto, susceptible de ser denunciada y condenada.

En definitiva, el quinto informe sobre el derecho a la alimentación constituye un paso más en la cruzada que Jean Ziegler viene realizando a favor de una causa nunca suficientemente defendida: que toda persona, por el mero hecho de serlo, tenga acceso a una alimentación suficiente para el desarrollo de sus capacidades físicas y psíquicas. Algo que, con los tiempos que corren, pudiera parecer una triste utopía pero que, por eso mismo, por su aparente condición utópica, se convierte en una poderosa razón para seguir avanzando hacia ella.

Alberto Montero Soler (amontero@uma.es) es profesor de Economía AplIcada de la Universidad de Málaga.