Una estrecha escalera lleva hasta el piso segundo de un edificio rojo donde en pocos metros cuadrados se hacinan hasta 10 personas. La puerta la abre Gloria, abrigada con bufanda y gorro negros. No está a punto de salir. Tampoco acaba de volver a casa. Se abriga porque no hay calefacción.
“Cuando llegamos del trabajo, nos metemos los tres bajo el edredón para no pasar frío”, explica Gloria, que llegó de Paraguay hace dos años. Su casa es una de las más de 100.000 chabolas verticales reseñadas por Cáritas en el estudio presentado este 2007.
La habitación de nueve metros cuadrados situada enfrente de la puerta la comparte con su marido y su cuñada. En ella caben sólo la cama, en la que se amontonan las mantas y edredones, el televisor y una estantería. En la pared, la foto de los familiares que dejaron en su país.
En el piso está también Rosi, de Brasil. Es la única que no ha encontrado aún trabajo. Acaba de llegar de la agencia de empleo. Mañana también volverá. Así hasta que encuentre algo. Rosi vive con dos personas en otra habitación. Pero cuando llega el fin de semana son más. Entonces comparten la habitación de 12 metros cuadrados entre cinco personas, todos inmigrantes de Suramérica. Sólo hay dos camas. “Las chicas nos ponemos en las camas y el chico duerme en el suelo”, explica. Aprovechan cada hueco de la pequeña habitación. La tercera estancia la ocupan la dueña del piso y su hija Rebeca, de tres años. Según dice Gloria, ésa es la más grande de todas. Tendrá más o menos 20 metros cuadrados. Un candado pequeño cuelga de la puerta. Está cerrada. Las dos ecuatorianas se fueron hace 15 días a Ecuador. Volverán después de Navidad.
El salón lo comparten entre todos. Pero ni Gloria ni Rosi pasan allí mucho tiempo. Lo utilizan sólo para comer. Tiene unos 14 metros cuadrados y poco espacio. Cuesta moverse entre dos sillones, una mesa, un tendedero, dos neveras grandes, de las que sólo una funciona y otra sirve para guardar los juguetes, una estantería y una silla de la pequeña. Hace dos semanas se estropeó el calentador de agua. Una pieza quemada cuelga aún de él. No lo arreglarán hasta que vuelva la dueña. Cuando abren el grifo, el agua chorrea del calentador al suelo.
Para ducharse tienen que calentar el agua en la cocina. Pero se lavan las manos y friegan en el agua fría, porque el gas cuesta mucho. “Por fregar con agua fría ya me duelen todos los dedos”, se queja Rosi. En verano el mayor problema son las cucarachas. Son muchas. Tantas que la niña les ha perdido el miedo. “No hacen daño, pero huelen, son asquerosas y son grandes”, dice Gloria. Y si se deja la comida fuera, acuden muchas más. “¿De dónde vienen tantas? Aquí se limpia cada día”, aseguran las dos mujeres.