CUANDO MATO, NO SIENTO NADA

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Le llaman «Chiquitín» Acaba de cumplir 14 años y ya tiene muchos crímenes a sus espaldas porque, desde los 12, se dedica a matar por encargo. Un niño con la vida de un viejo. Un niño a las puertas de la muerte. Ante la dejación del Estado, los niños son abandonados a su suerte, para que maten o los maten.Ahora los contratan para matar no solamente por asuntos de droga. Se paga una media de 250$ por cualquier golpe, que puede ir desde pugnas familiares a venganzas, si bien hay trabajos que, en función del riesgo que vaya a correr el asesino pueden llegar a varios miles.
Chiquitín es de Medellín, Colombia, la ciudad más violenta del mundo con 4.000 asesinatos al año y varios «ejércitos» combatiendo en las laderas del valle que ocupa. Sólo en una de sus comunas combaten 1.500 soldados, policías, guerrilleros, paramilitares y narcos. Chiquitín trabaja para uno de ellos. Chiquitín ha perpetrado la mayoría de sus golpes con su mejor amigo, Ratón. Son íntimos desde que tienen memoria. «Nos llamamos primos porque estamos todo el día juntos», dicen. Son colegas. Matan juntos. Sentados en el patio de la casa donde esperan al jefe, me cuentan un asesinato que cometieron el año pasado.

Chiquitín y Ratón me explican que, en un Banco situado en el centro de la ciudad, esperaron su objetivo: un hombre de negocios señalado por el hombre que pagaba el golpe. «Lo seguimos y cuando lo alcanzamos nos echamos encima» cuentan. «Se puso como loco, gritaba no, no, no. Entonces, yo y mi primito lo agarramos y le pegamos un tiro en la nuca.» Se llevaron el maletín. Les habían prometido 300$ por muerto y maletín. Sólo les pagaron
25$. Cuando trabaja, Chiquitín no saca las manos de los bolsillos, por que le tiemblan. No puede estarse quieto, no porque sufra de los nervios, sino por una raya de cocaína y por cuatro miligramos de clonazepan, un medicamento contra la ansiedad. Guarda un arma cargada en el bolsillo delantero de sus pantalones: un 38 especial, que los chicos llaman el «8».

En muchos de los barrios más pobres de Medellín, los jóvenes asesinos matan por contrato. Los sicarios están en estas calles desde los días de Pablo Escobar. Ahora los contratan para matar no solamente por asuntos de droga. Se paga una media de 250$ por cualquier golpe, que puede ir desde pugnas familiares a venganzas, si bien hay trabajos que, en función del riesgo que vaya a correr el asesino pueden llegar a varios miles. La contratación de un sicario pasa simplemente por encontrar a un jefe, por identificar a la víctima por medio de una foto o por señalarlo, y por el abono del dinero. El jefe encuentra a los chicos y les entrega su parte. Con el tiempo tanto el precio como la edad de los asesinos ha disminuido. Me cuenta Paul Smith, un fotógrafo afincado en Colombia, que en 1995 un amigo suyo murió asesinado por un chico que en el año de su propia muerte, cuando tenía 17 años, ya había matado a más de 30 personas.

Chiquitín me contó que tenía unos 12 años la primera vez que mató. Él y un muchacho de 17 años de su banda mataron a un drogadicto que se dedicaba a robar en el vecindario. «Entraba a robar en las casas», «Te dicen que vas a ver la cara de la persona que matas hasta en la sopa, pero no ocurre así. Cuando matas a alguien, no sientes nada», me explica, sentado en el patio, donde él y Ratón pasan el rato cuando no están en el fútbol o en los billares. Unas 20 manzanas definen su mundo.

«No matas sólo por divertirte –me dice Chiquitín-. Si robas en el barrio, los otros chicos te conocen, y entonces te matan.» Lo paradójico de esta teoría de la justicia es que la ley de la calle vale también para él: «Yo voy a morir igual». Chiquitín le pasa a Ratón un porro tan grueso como un dedo pulgar. Enseguida añade: «Nunca sabes cúando vas a morir». El día que mató al drogadicto, acompañó a su colega de 17 años hasta la casa donde estaba robando una olla a presión (un artículo de lujo en una ciudad tan pobre como Medellín). Lo encontraron en la cocina. El drogadicto no estaba armado, pero el muchacho de 17 años se asustó. Así que Chiquitín apretó el gatillo de su 32 prestada.

Medellín es una ciudad en guerra. Más de 40 años de conflicto armado en una ciudad conocida desde hace mucho como la capital mundial del asesinato han puesto a los niños en las primeras líneas del frente. Todos los grupos armados, tienen organizaciones que dependen primordialmente de niños en las zonas urbanas. El Código Penal debe proteger a los niños pero solo sirve para su explotación. Ante la dejación del Estado, los niños son abandonados a su suerte, para que maten o los maten. Para el capitán Luis Francisco Mariño Flórez, oficial de homicidios de Medellín, los niños asesinos son más peligrosos que los adultos. «Son menos predecibles y saben que no les puedes tocar.» Algunos con 12 años han matado más de 10 personas. «El mes pasado detuve a cinco asesinos. Todos eran menores, todos están muertos. Una vez que un niño se convierte en asesino, no vive mucho tiempo». «La otra noche recogimos un cadáver, un joven de 23 años, llevaba tres horas en un charco. Con 11 disparos en el cuerpo, cuando preguntamos, nadie sabía nada». El miedo da paso a la impunidad. Ni Chiquitín, ni el Ratón han sido nunca detenidos.

Sin padre, con cuatro tíos muertos y un único tío con vida que no para de entrar y salir de la cárcel, Chiquitín solamente cuenta como modelos con sus jefes de banda. Les tiene miedo. Cuando el jefe anda cerca, siempre lo mira antes de hablar, como pidiendo permiso. Las primeras veces que un chico es contratado para matar, el jefe le presta su arma. Cuando el chico demuestra que es fiable, el jefe lo obliga a comprarse su propia arma. Por eso Chiquitín tiene su 38. Es una pistola relativamente pesada para un niño. «La agarro con las dos manos y aprieto el gatillo con los índices». Para sus jefes es como una mascota. Al jefe le gusta Chiquitín «por que hace lo que le pidas y adora el dinero. Es un buen sicario».

Nunca ha ido a la escuela. Allí y debido a las constantes balaceras los niños dan clase sentados en el suelo. Vive con su madre, no tiene horario y sólo toma cocaína los domingos «por que es cara» pero, siempre tiene alguna droga a mano. Su madre le pide que obedezca al jefe. Sabe que de eso depende su seguridad. Viven en lo alto de la ladera lo que significa que son muy pobres (en Medellín, cuanto más arriba vives más pobre eres), con su abuela y cinco hermanos. Con 39 años su madre no comparte su forma de vivir, pero tiró la toalla y vive con resignación, esperando constantemente la llegada de la fatal noticia de su muerte.

Su hermano pequeño lo admira. «Si le veo imitándome, le doy una paliza». «No quiero que viva mi vida». Cuando le pregunto por qué no deja este trabajo, me contesta que no puede. «Ya no hay salida», responde. «me persiguen de continuo», «es imposible escapar y algún día me cazarán también a mi y no sabré ni quién fue». Calla a la pregunta de quien se molestaría si dejara la banda. Tras un silencio sentencia: «El que se raja ya no es hermano». Rajarse y morir son sinónimos en Medellín.

No hay sentimentalismo. Al último que mató fue porque molestaba con sus comentarios sobre una mujer al marido de ésta. Una pequeñez. Cobró 210 $. Cinco tiros en la nuca. «sino lo hago yo otro lo hubiera hecho».

Llega un coche. Es el del Jefe. Baja la ventanilla y le entrega su 38. Chiquitín la saca brillo en el pantalón y salta dentro del coche. Tiene un nuevo «trabajo». Como siempre no sabe a que hora llegará a casa… ni si llegará.