CUENTO AFRICANO: LA IRA de los MUERTOS

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En el relato ´La ira de los muertos´ (2000) asistimos a una problemática de total actualidad en África: la difícil reconciliación en Ruanda tras el genocidio. Aunque con estructura de cuento –incluso la presentación y comportamiento de los personajes también parecen confirmarlo-, este relato plantea la negociación que los vivos deben hacer con sus difuntos para que perdonen, se alejen y les dejen reconstruir la vida en Ruanda.



LA IRA DE LOS MUERTOS

Los muertos acudían con frecuencia a visitar a los vivos. Y cuando los encontraban, les preguntaban por qué habían sido asesinados.
Las calles de la ciudad estaban llenas de espíritus que transitaban, que se arremolinaban en el aire irrespirable. Se codeaban con los seres humanos, se les subían por la espalda, caminaban a su lado, bailaban a su alrededor, los seguían por los callejones superpoblados.
A los muertos les hubieses gustado hablar pero nadie los oía. Les hubieses gustado decir todo lo que no les dio tiempo a decir, todas las palabras que les habían robado, todas las palabras desgajadas de la lengua, arrancadas de la boca.
Andaban por todos los barrios. Era posible sentirlos cuando adelantaban apresuradamente a la gente.
Los espíritus tenían prisa por llegar a su casa y visitar a los que habían conocido en los lugares que habían amado, y que seguían siendo sus lugares.
Y aun cuando sólo quedasen casas en ruinas, les bastaba con una piedra para evocar los días pasados.
Flotaban entre los vivos que vivían su vida diaria mientras su memoria empezaba a desvanecerse. En las carnes las heridas eran profunda, pero cicatrizaban lentamente sobre las pesadillas.
La ira de los difuntos ante los olvidos, ante las promesas rotas era de esperar. Resultaba que la vida tironeaba a los vivos desde todos los lados, y no sabían a dónde acudir. La vida diaria comenzaba a apoderarse de ellos y los más ínfimos detalles de la rutina hacían peligrar su rebeldía. Estaban perdiendo sus ganas de sublevarse y rechazar cualquier parecido con un pasado maldito. Se asombraban cuando disfrutaban de nuevo con las actividades cotidianas.

Y cuando los muertos estaban furiosos, se reunían en medio de los descampados y de las ruinas, en aquellos lugares que habían bebido su sangre y su sufrimiento y lanzaban, una vez más, lo que fueron los últimos aullidos de su envoltorio carnal. El viento llevaba su rabia y reventaba los tímpanos de los supervivientes. La angustia ensombrecía las conciencias y hacía insufribles los días y las noches.

Algunos muertos estaban tan iracundos que se negaban a marcharse cuando llegaba el momento de abandonar la tierra. Había uno sobre todo a quien le habían cortado la cabeza y que se peleaba con todo el mundo. Tenía por aliada una lluvia torrencial.
La lluvia caía con furia. Una lluvia enfadada que vociferaba su negativa a abrir las puertas del otro mundo. Y golpeaba el suelo a martillazos para decir: «¡No!» Para decir que aquel muerto no quería marcharse, que aún le quedaban muchas cosas por hacer, que había amado demasiado la vida para irse de aquella manera.

«¡No!»
Y la lluvia golpeaba, protestaba, se sublevaba, exigía que el espíritu se mantuviera allí donde estaba.
El muerto gimoteaba:
«¿Por qué tan pronto? ¿Por qué de esa manera?
¿Quién será mi voz, mis ojos?
¿Quién continuará lo que yo empecé?»
Se precipitaba hacia las cuatro direcciones del viento. Pasaba de casa en casa, de patio en patio, mientras el agua seguía cayendo con más ahínco y la gente se quedaba encerrada en su casa. Todo se había detenido.
El muerto discutía, argumentaba, negociaba la posibilidad de permanecer en la tierra. Pero nadie le contestaba porque todos estaban recluidos en su propio dolor, ensordecidos por sus llantos y añoranzas.
El muerto llamaba a las puertas y a las ventanas, pero no se abrían. Gritaba: «¿Por qué me abandonáis? Ahora soy un cadáver y ya no me reconocéis. ¿Acaso no notáis mi presencia entre vosotros?»
Llamaron a un adivino que vivía muy lejos, en las colinas.
Cuando llegó el hombre venerable, el iniciado en los secretos del tiempo, saludó a la lluvia, se giró hacia el viento y se puso a escuchar al espíritu iracundo. Oyó la historia de su asesinato, de las humillaciones y torturas que había padecido antes de que le cortaran la cabeza.
Cuando el espíritu se calló, el adivino pronunció una y otra vez palabras de consuelo. Luego añadió: «Aunque yo esté llorando, sé que mi pena no alcanzará jamás la frontera de tus sufrimientos, tú que has sido víctima de la crueldad. Vengo humildemente a pedirte, a ti y a todos los muertos, que me acojáis en la casa del silencio y del luto, en esta noche en la que los recuerdos se abren como llagas. Estoy delante de todos vosotros, muertos infinitos, y podéis posar vuestra mirada ardiente sobre mi inmensa desnudez. Vengo ante vosotros, vulnerable, miserablemente humano.

¿Quién soy yo para osar traspasar el umbral de vuestro dolor? ¿Quién soy yo para perturbar el curso de vuestra ira?
Soy el mendigo que busca algunas verdades. Soy el hombre perdido en el abismo de nuestras violencia. Soy quien viene a pediros que aceptéis darles otra oportunidad a los vivos.»
En este punto el adivino se detuvo.
Pidió que le trajesen un pollo de plumas muy blancas cuyo vientre abrió de un golpe seco y preciso. Sacó las vísceras y se sentó en el suelo para observar y descubrir los signos que ocultaban. Estuvo mirándolas durante largo tiempo, muy concentrado. Cuando creyó haber encontrado lo que andaba buscando, hizo algunas ofrendas rituales y escupió al viento algunas palabras que nadie pudo oír.
De repente, la lluvia empezó a remitir y sólo dejó oír el susurro regular de sus lamentos, el estribillo de su desesperación.
Al poco tiempo aparecieron los primeros ruidos cotidianos: gente hablando, llamándose, objetos que alguien mueve, zumbidos de motores, máquinas la final de la calle, música de una radio. Los habitantes salieron de sus refugios y se aventuraron tímidamente por los caminos fangosos. Los truenos ya sólo se oían a lo lejos. Al fin la naturaleza parecía haberse apaciguado.
Entonces el muerto supo que su rebeldía tocaba a su fin. Se preparó para el recorrido que había de llevarlo al otro lado de la existencia. Cuando no cayó del cielo ni una sola gota, él ya se había marchado.
El adivino se dirigió entonces a los vivos en estos términos:
«Ahora es menester enterrar a los muertos según los ritos, enterrar sus cuerpos resecos, sus huesos que envejecen al aire libre, para no conservar de ellos más que la memoria enaltecida por el respeto. La memoria es parecida a la espada que ha sido templada en acero, parecida a la lluvia en el vientre de la sequía. Diadema en la cabeza de una princesa desconsolada, adornos en los hombros de una madre herida por la pena, lujosos trajes que embellen al hombre roto por la inmensidad de la ausencia.
Es menester enterrar a los muertos para que puedan volver a visitarnos en paz, esconder su decadencia y su desnudez cegadora para que no nos maldigan. Volver a dar a las imágenes de la vida el derecho de imponerse para que estos huesos cubiertos de polvo y de violencia no lleven el peso del odio que los sepultó.
Es menester pedirles que nos confíen los secretos de la vida que está recuperando su sitio, ya que sólo los vivos pueden resucitar a los muertos. Si nosotros, ellos no son nada. Sin ellos, nosotros caemos en el vacío.»
El adivino se calló durante un instante para cerciorarse de que todos habían entendido sus palabras y también para recobrar algo más de energía.
Prosiguió:
«Son los muertos los que nos piden que sigamos viviendo, que retomemos los gestos, las palabras que ellos ya no pueden pronunciar.
¿Cómo podrían volver si les cerramos el paso con nuestra desesperación y nuestros llantos?
Es menester abrirles la puerta, dejar que se instalen, enseñarles cómo estamos viviendo, volcar nuestra memoria hacia ellos por amor, por amistad y por deber.
Extraño universo el de su eternidad. El tribunal de los dioses es el que juzga las almas y las acoge con sus heridas y sus mutilaciones. Cadáveres abandonados, devorados por perros y cuervos, ¿qué ritos limpiarán esos cuerpos’ Adelantarse hacia sus almas entristecidas y cogerlas de la mano para guiarlas por el camino de la libertad: luz fulgurante, escalera de fuego, claridad primera de toda creación, aurora del sol matutino, rocío sobre una alfombra de hierba.
Y es que el tiempo no envejece. Trescientos sesenta y seis días o el relámpago de un segundo es lo mismo. El pasado y el futuro están a la misma distancia, la que siempre nos conduce al instante que ya acaba de pasar.»
El adivino cambió repentinamente de tono y empezó a hablar con una serenidad que pronto se propagó:
«Los muertos nacerán de nuevo en cada parcela de la vida, por pequeña que sea, en cada palabra, cada mirada, cada gesto, por sencillo que sea. Nacerán de nuevo en el polvo, en el agua que baila, en los niños que se ríen, juegan y tocan las palmas, en cada grano oculto bajo la tierra negra.
Y los espíritus irán a donde quieran, ya no como almas en pena sino como rayos de luz.
Es menester derrumbar todo el daño que se hizo para que los difuntos puedan dormir en paz y que la vida sea más liviana, sin el peso de nuestra culpabilidad.
Callaremos el ruido de nuestras voces, demasiado fuertes, para escuchar los murmullos que están bajo la tierra.
Nos dirán cómo purificar nuestras pasiones, limpiar el polvo, retirar las piedras que nos estorban en la vida.
Suplicamos a los muertos que no incrementen la miseria en la que malvive nuestro país, que no vengan a atormentar a los vivos aunque éstos no merezcan su perdón.
Les rogamos que reconozcan nuestra humanidad aunque seamos débiles y crueles.
Hemos ensuciado la tierra, saqueado el sol. Hemos pisoteado la esperanza.
Pese a ello, rogamos a los muertos que no piensen en la venganza. Que no nos maltraten enviándonos un enjambre de demonios sobre nuestras cabezas. Que no manden una sequía terrible que asole nuestros campos. Que no se coman nuestras entrañas, que no nos saquen los ojos ni se traguen todo lo que es nuestro porvenir. Les rogamos que no dejen consumirse nuestros corazones en el fuego de nuestra existencia.
Buscaremos las fórmulas para aplacarlos, las oraciones para ablandarlos, las palabras necesarias para que no nos abandonen en medio de nuestras acciones, para que nuestras vidas no se vuelvan eternamente tormentosas.
Que sus espíritus se eleven hacia el cielo para que puedan encontrar el reino que es suyo y al que no debemos tener acceso. Que sigan siendo las estrellas de nuestro firmamento, aquellas que se ven en la noche oscura y que seguirán brillando durante generaciones y generaciones. Que habiten nuestros sueños con su frío esplendor.
Ninguno de nosotros ha vuelto jamás de su reino para contar cómo están, si han encontrado por fin la paz o si buscan un refugio. Nadie nos ha dicho si por dentro siguen llevando la memoria de sus heridas y de las mutilaciones de nuestros odios fratricidas. Nadie puede decirnos cómo nos recibirán cuando llegue el momento de reunirnos con ellos. Nuestro miedo es infinito porque tememos ser exiliados para siempre, desterrados en el tormento por su tribunal.»
Luego la voz del adivino se hizo más dura y cortante:
«Hombres, mujeres, cuidaos del deseo de venganza y del ciclo perpetuo de violencia y represalias. Los muertos no tienen paz porque vuestros corazones aún permanecen agujereados por el odio. Los rescoldos de la guerra aún no se han apagado.
Los signos no son de buen augurio. No hay que dejarse engañar, el presente no resulta satisfactorio. Demasiadas injusticias permanecen arraigadas en el vientre del país. Los jóvenes pagan por los errores de sus mayores. Hordas de adolescentes, con la memoria abrasada, recorren el país. La esperanza es escasa. Muy pocos creen en el nacimiento de un nuevo futuro.
¿Llegará la reconciliación algún día?
Vivís juntos pero miráis en direcciones opuestas. Convivís para poder sobrevivir pero nadie quiere dar el primer paso.
Lo dicen los signos: la nación está de luto. El dolor llega por oleadas. Pero cuando las oleadas intentes ahogaros, recordad que sois los dueños de vuestras emociones.»
Dicho esto, el adivino se dio la vuelta y desapareció por las colinas, las mil colinas de este país.

Véronique Tadjo, L´ombre d´Imana. Voyages jusqu´au bout du Ruanda, Arles, Actes Sud, 2000, 51-60.
Traducción y compilación de Inmaculada Díaz Narbona, Universidad de Cádiz.