Nuestra vida diaria está como tendida sobre un manto de despojos de la Edad Media, entre los cuales abundan las palabras muertas, ya sin sentido
Antes he dado un ejemplo. Nada puede evocar menos la imagen del comunismo cristiano que la «comuna» de Wimbledon. Y lo mismo hay que decir a propósito de insignificancias como las letras mismas que escribimos en nuestras cartas y tarjetas postales.
La misteriosa palabra trunca, el monosílabo «Esq». que en ingles ponemos a continuación del nombre de la persona, es una patética reliquia de cierta remota revolución, que transformó la caballería en «novelería». No hay dos cosas más diferentes que el «esquire» medieval y el moderno «squire». Con la antigua palabra «es• quire» se designaba un estado incompleto y de noviciado : el del escudero, gozquecillo de la caballería ; la segunda palabra, en cambio, designa una situación segura y completa : designa al señor, propietario y dueño de la Inglaterra rural en siglos más recientes. Nuestros «esquires» no alcanzaban su estado mientras no renunciaban a todo capricho particular por alcanzar las espuelas. «Esquire» no significa ya «squire», y «Esq» no significa ya nada.
Pero todavía queda en nuestras cartas como un garabato de pluma y tinta, indescifrable jeroglífico producido por los extraños giros de nuestra historia, que han transformado una disciplina militar en una oligarquía pacífica, y a ésta, finalmente, en una mera plutocracia. Y en otras formas de los tratamientos sociales pueden encontrarse otros enigmas históricos por el estilo. Por ejemplo, la moderna palabra «Mister» contiene también la huella de algo que se ha perdido. Aun en su sonido hay cierta graciosa debilidad, que denuncia el encogimiento de la enérgica palabra de que procede. Y, en efecto, recuerdo haber leído un cuento alemán, una historia de Sansón («Samson»), donde a éste se le daba el modesto nombre de Simson, que seguramente hace aparecer a Sansón todavía más trasquilado.
Algo de este triste diminuendo se advierte en la evolución de «Master» a «Mister». He aquí las razones de la importancia vital que posee la palabra «Master». Un gremio era, aproximadamente, una «Trade Union», en que cada uno era su propio amo. Es decir, que nadie podía trabajar para ningún mercado si no se afiliaba en la Liga y aceptaba las leyes de aquel mercado; pero, en cambio, trabajaba en su propia tienda, con sus instrumentos, y ganaba todo el provecho para sí. Pero la palabra inglesa correspondiente a amo, «Employer», el que emplea, significa una deficiencia moderna, que hace del todo inexacta la aplicación de la palabra «Master». El «Master» es más que un simple «patrón». Es el maestro de la obra, mientras que hoy sólo significaría el jefe de los obreros. Es carácter fundamental del capitalismo moderno el que el dueño de un barco no sepa ni para qué sirve un barco; que el terrateniente no conozca ni el contorno de sus tierras ; que al propietario de una mina de oro sólo le interese la porcelana antigua, o que el propietario de un ferrocarril viaje exclusivamente en globo.
Claro es que podrá tener más éxito si siente alguna predilección por sus propios negocios; pero, desde el punto de vista económico, puede gobernar el negocio por el simple hecho de ser capitalista, no porque tenga la menor afición o el menor conocimiento de la industria que posee. En el sistema de gremios, el grado superior era el «Master», el maestro, lo cual supone una verdadera maestría en el oficio. Y, para decirlo con los términos que inventaron en aquella época los colegios, todo patrón de obreros era un maestro de Artes, «Master of Arts».
Los otros grados sucesivos eran: oficial y aprendiz. Pero éstos, como los grados universitarios correspondientes, eran grados por los cuales cualquiera podía pasar; no eran clases sociales. Eran grados, no castas. Y ésta es la explicación de ese tema novelesco tan frecuente del aprendiz que se casa con la hija del maestro. Cosa que al maestro no le causaba sorpresa alguna, así como tampoco podría justificar la indignación aristocrática de ningún M. A. («Maestro en Artes») el que su hija se casara con algún B.A. («Bachiller en Artes»).
Si de las jerarquías estrictamente académicas pasamos al ideal estrictamente igualitario, nos encontramos de nuevo con que quedan ahora unos despojos del antiguo sistema, tan averiados e inconexos, que producen un efecto cómico. Nuestras actuales compañías han heredado la cota de mallas y la riqueza relativamente grande de los antiguos gremios; pero nada más.
Lo que a aquéllas conviene no hubiera convenido a estos. Y no es difícil encontrarse con alguna venerable compañía de construcciones, en la cual inútil es decir que no hay un solo albañil, ni quien haya conocido a uno personalmente, pero cuyos principales accionistas en dos o tres negocios gordos, y unos cuantos militares enmuellecidos y amigos de la buena cocina, repiten, en sus brindis y charlas de sobremesa, que la mayor gloria de su vida consiste en habérsela pasado fabricando ladrillos alegóricos. También pudiéramos encontrar por ahí cierta venerable compañía de enjalbegadores, verdaderamente dignos de tal nombre, por cuanto necesitan valerse de otros para toda obra de encaladura. Estas compañías realizan, sin duda, actos de caridad, a veces muy meritorios; pero sus fines distan mucho de los fines de los antiguos gremios.
Porque éstos buscaban con la caridad un fin semejante al que, en su línea, cumplía la propiedad de las tierras comunales, que era resistir los males de la desigualdad, o como hubieran dicho los honrados señores de la generación pasada resistir a la revolución. El antiguo gremio no sólo procuraba el mantenimiento y el éxito del arte de la albañilería, sino de todos y cada uno de los albañiles; trataba así de reconstruir las ruinas de cada albañil particular, y de proporcionar una blusa blanca a todo blanqueador algo deteriorado. Todo el anhelo de los gremios era el remendar a sus zapateros remendones como remendaban éstos los zapatos; el zurcir a sus roperos y vestirlos con sus retales; el reforzar los eslabones más débiles de la cadena ; el seguirle la pista a la última oveja. En suma, el mantener inquebrantable el frente de los pequeños talleres como una línea de combate.
Para el gremio, presenciar el desarrollo de un gran taller era como presenciar el crecimiento de un dragón. Mientras que, ahora, ni los legítimos enjalbegadores que haya en la compañía de marras podrían pretender que el objeto de dicha compañía sea impedir que el taller grande se coma a los talleres pequeños, ni la tal compañía pretenderá haber desplegado el menor esfuerzo en tal sentido. A lo sumo, la mayor generosidad de estas compañías para con un enjalbegador que se declare en quiebra, no pasará de ser una especie de compensación; nunca será una reinstalación: nunca se restaurará al quebrado dentro del sistema industrial. La compañía es tan cuidadosa del tipo como ‘descuidada para con el individuo particular, por lo cual, según las modernas filosofías evolucionistas, el tipo mismo se va destruyendo.
Los antiguos gremios, con el mismo objeto igualitario, exigían de modo perentorio el mismo sistema de nivelación de pagos y salarios que es hoy un argumento de protesta contra las «Trade Unions». Pero también exigían, y esto no pueden hacerlo las «Trade Unions», un tipo elevado de capacidad artística, que asombra todavía al mundo al revelársenos en los rincones de las antiguas, fábricas ruinosas o en los colores de las vidrieras estrelladas.
No hay artista, no hay crítico, que se niegue a admitir, por muy alejado que este de la escuela gótica, que había en aquel tiempo una pericia artística anónima, pero universal, para moldear todos los útiles de la vida. La casualidad ha hecho llegar hasta nosotros multitud de objetos groseros, bastones, banquillos, marmitas, cazuelas, todo hecho según las formas más expresivas, y como si estuviera poseído, no de diablos, pero sí de duendes. Porque, en verdad, todos aquellos objetos y, sobre todo, si comparamos el antiguo sistema con otros ulteriores eran producto de una tierra maravillosa y de un país libre.
Del libro Pequeña Historia de Inglaterra de G. K. Chesterton (1874-1936)