¿De qué hablamos cuando hablamos de explotación laboral?

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Grupo trabajo y descarte

Yo no tengo ninguna vocación. Pero tiene que haber algún sitio para la gente como yo.
Charles Bukowski

El pasado quince de febrero, nuestra sociedad quedó sobrecogida por la noticia del trágico naufragio de un pesquero gallego en aguas de Terranova. Once personas fallecieron en circunstancias aún no del todo conocidas. En algunos medios se informó de las duras condiciones en las que realizan su labor estos trabajadores del mar. No tienen jornada laboral ni sueldo preestablecido, funcionan al ritmo de los bancos de pesca, con descansos máximos de cuatro horas, cobrando según la cantidad y cotización del pescado que capturen. Alternan dos meses y medio fuera de casa con paradas sin retribución de 10 o 15 días. Eso sin contar la altitud de las olas y las gélidas temperaturas.

No en vano, según Stephen Cotton, de la federación internacional de trabajadores de transporte marítimo, el de pescador, es el trabajo más peligroso del mundo.
Uno se pregunta al leer esto, si se informa para aderezar el fondo de la noticia, que es el dolor por las pérdidas humanas, o si se hace para exigir a las autoridades que pongan fin a este sucedáneo de esclavitud. Porque, en este caso, ¿hablamos de explotación laboral o de pura y dura esclavitud? ¿hay diferencia entre ellas?

En su obra «El estado servil», Hilaire Belloc, nos dice que nuestros antepasados convirtieron la esclavitud en el eje fundamental en torno al cual giraba la producción de la riqueza. El sostén de la esclavitud no fueron victorias guerreras sobre pueblos extranjeros, ni redadas humanas perpetradas por piratas, sino la indigencia prevista y calculada, que generaba esclavos y hacía que sus hijos también lo fuesen.
Y me pregunto, ¿cómo se gana uno el jornal en los pueblos españoles desde donde zarpan estos marineros? ¿De qué se puede vivir allí? Da la sensación de que nadie tiene intención de mejorar las condiciones de estos pescadores, se da por hecho que así se trabaja en este sector, que es «lo que hay» y que cuando te metes a trabajar en un buque de este tipo ya sabes a lo que vas.

Pero no es el único sector en el que nos encontramos condiciones penosas
Pienso ahora en las personas que pidieron comida a los Riders durante la gran nevada Filomena o en las inundaciones de Murcia. » Yo no voy a trabajar, porque no puedo desplazarme, pero obligo a otro trabajador a que arriesgue el pellejo trayéndome comida en bici». Seguramente el que hace esto tendrá una excusa del tipo: al final es su trabajo, peor estaría en el paro.

Durante el encierro derivado de la pandemia COVID 19, hubo una serie de trabajadores que fueron denominados «esenciales» y que continuaron realizando sus labores, mientras el resto quedaba obligatoriamente confinado en sus casas. Algunos de estos trabajadores recibían aplausos a diario, otros muchos no. ¿Por qué?, todos eran importantes, hacían funciones distintas pero esenciales. La razón tal vez fuese que a nadie le importaría trabajar en el sector sanitario, mientras que a muy pocos les gustaría hacerlo en un supermercado, limpiando o de repartidor. ¿Quién aspira a que sus hijos acaben trabajando en un súper o en un bar?

Recuerda al viejo chiste en el que las partes del cuerpo se ponen a discutir a ver cuál de ellas es la más importante. El cerebro piensa que es él, porque toma las decisiones, el sistema nervioso dice que es él, porque las transmite, el corazón porque bombea la sangre, así una tras otra, hasta que el culo decide cerrarse una temporadita para ver qué pasa. Pues así nos sentimos en los supermercados, me dijo un reponedor de una multinacional alimenticia. Somos el culo del tejido productivo.

Durante el tiempo en el que tuvimos nuestro país parado al raíz de la huelga de transportistas, el chiste anteriormente citado cobraba más realidad que nunca, de hecho, a lo mejor no es un chiste.

Decía F.X. Toole que boxear es un acto antinatural. En el boxeo todo va al revés de la vida. Si quieres desplazarte a la izquierda, no das un paso a la izquierda, sino que te impulsas con el pie derecho, para ir a la derecha, utilizas el pie izquierdo. En lugar de escapar del dolor, que es la reacción natural en la vida, en el boxeo vas a su encuentro.

En muchos empleos ocurre algo parecido al boxeo. Durante los periodos en los que baja la actividad: verano, navidad, puentes, etc., donde la mayoría de las personas disfrutan de ritmos más relajados, tú trabajas más duro. Cuando tus seres queridos tienen vacaciones, es cuando tú tienes menos libranzas. Y los Domingos y festivos, días para disfrutar en familia o con amigos, rara vez puedes librar. De hecho, volviendo al tiempo COVID, para tomarlo como simple ejemplo, las bajas médicas eran suplidas por otros empleados de la plantilla, y a los que no podían hacer esas suplencias, se les acusaba de falta de compañerismo. Es decir que estabas trabajando o confinado por el virus, no había manera de librar.

La realidad es que hay una serie de trabajos que a la gente no le gusta ir, no son vocacionales, son, podríamos decir «de último recurso»: comercio, hostelería, transporte, limpieza, vigilantes de seguridad, repartidores. Y a esta falta de «glamour”, se le unen otras circunstancias que agravan la inicial falta de vocación por estas formas de ganarse la vida.
Una de ellas sería la pérdida de una identidad de clase. El sistema en el que vivimos, con la evidente ayuda de los partidos de nueva izquierda, fomenta el auge de las políticas identitarias, para diluir cualquier conciencia solidaria. Ya no luchamos por defender derechos generales sino por reivindicar el derecho a sentirnos de una determinada manera.
Hoy muchos se sienten: veganos, nacionalistas, homosexuales, heterosexuales, deportistas, feministas, ecologistas, indigenistas, animalistas etc. Pero definitivamente se ha perdido la identidad de clase obrera, porque ser obrero no es hoy algo de lo que estar orgulloso, está mal visto, es sinónimo de pobreza monetaria y cultural. Términos despectivos como chavs en Inglaterra, ñapas, cani o choni en España son prueba de que ser obrero es más bien una situación de la que hay que huir.

Así lo explica Owen Jones: » Demonizar a los de abajo ha sido un medio conveniente de justificar una sociedad desigual…El consenso actual solo gira en torno a escapar de la clase trabajadora. Problemas sociales como la pobreza y el desempleo en otro tiempo eran considerados injusticias derivadas de los fallos internos del capitalismo, pero hoy se ha empezado a considerar consecuencias del comportamiento personal, de defectos individuales e incluso una elección…Tachar a la gente de clase trabajadora más pobre, de vagos, racistas, groseros y sucios hace cada vez más difícil empatizar con ellos. Vemos como la aspiración se presenta como el medio de salvación individual, es decir, el objetivo de todos en la vida debería ser volverse de clase media».

En todo esto las empresas juegan un papel fundamental, es evidente que les resulta mucho más asequible responder a reivindicaciones identitarias del tipo: implantar un tercer baño o fomentar el leguaje inclusivo, que subir sueldos o mejorar condiciones laborales y de conciliación.

En todo esto las empresas juegan un papel fundamental, es evidente que les resulta mucho más asequible responder a reivindicaciones identitarias del tipo: implantar un tercer baño o fomentar el leguaje inclusivo, que subir sueldos o mejorar condiciones laborales y de conciliación.

Conceptos como la responsabilidad social corporativa, por la cual toda empresa se hace responsable de los perjuicios que pueda ocasionar a la sociedad, o el comportamiento ético de la empresa por el cual, las empresas estaban moral y técnicamente obligadas a formar y a cuidar a sus trabajadores, han sido sustituidos por otros como el llamado «empresario del yo» mediante el cual, son los trabajadores los responsables de sus resultados. Esto es, yo me formo, yo busco mi trabajo, sigo formándome, hago mis apuestas laborales y si fracaso, la culpa solo es mía.

«Ahora que uno se explota a si mismo y cree que está realizándose» que diría Enrique Bunbury.
Pero esto viene de lejos, el dictador Pinochet abogaba por «Hacer de Chile una nación de emprendedores y no de proletarios» y Margaret Thatcher aseveró: «No es la existencia de clases lo que amenaza la unidad de la nación, sino la existencia del sentimiento de clase».
En su libro «Chavs», Owen Jones analiza estas políticas: » El objetivo era acabar con la clase obrera como fuerza política y económica en la sociedad, reemplazándola por un conjunto de individuos o emprendedores que compiten entre sí por su propio interés. En esta supuestamente ambiciosa sociedad todo el mundo aspiraría a escalar y el que no lo hiciera sería responsable de su fracaso».

Por otro lado, crece el pluriempleo. El predominio de contratos temporales y sobre todo de jornadas parciales en esto sectores, contribuyen seriamente a la falta de seguridad, implicación y compañerismo. A esto se une la llegada de las nuevas tecnologías y de la mal llamada economía colaborativa, que facilita obtener un trabajo precario para complementar el ya de por sí precario sueldo que te van a ofrecer por una jornada parcial en cualquier supermercado, empresa de limpieza o de reparto.
Esto genera abundantes combinaciones del tipo: 20 horas en comercio y 20 en limpieza, o 20 en hostelería y 16 haciendo camas en hoteles, también tenemos 15 horas fin de semana en el super y otras muchas cuidando personas mayores o repartiendo comida rápida o conduciendo un Uber.

Pero esto se veía venir, y viene muy bien también al sistema, porque trabajadores siempre a la busca de unos euros que puedan completar la maltrecha economía hogareña, estresados, cansados, desvinculados de sus compañeros, es difícil que se paren a analizar las condiciones en que trabajan y mucho menos se asocien con otros para reivindicar un empleo con condiciones dignas.
En 2014 nos lo advirtieron desde Estados Unidos. Andrew Keen, hizo un diagnóstico certero de una realidad que en aquel año aterrizaba en aquel país y que desde hace un tiempo se ha extendido por España: el llamado modelo de fuerza laboral distribuida, cuya meta es revolucionar la fuerza de trabajo mundial, un paso más en una tendencia de décadas de fragmentación del empleo, aislamiento de los trabajadores y reducción de los salarios.
Al ser más fácil acceder a trabajos puntuales que a un empleo estable, alerta Natasha Singer de The New York Times, este modelo laboral sumamente inseguro, el oscuro punto débil del capitalismo, esta convirtiéndose en un elemento cada vez más importante de la nueva economía en red.

Como suele ocurrir, hemos importado el modelo, pero, ojo, ahora en Estados Unidos están hablando de la llamada «Gran dimisión», que no es otra cosa que una multitud de personas negándose después de la pandemia a recuperar sus antiguos puestos de trabajo precarios y de alta explotación. Habrá que estar atentos al desenlace, pero ya hay síntomas de que empieza a ocurrir en nuestro país, de hecho, directivos de multinacionales de la alimentación reconocen que cada vez les cuesta más encontrar personal para sus tiendas. Y esto a pesar del actual clima de incertidumbre laboral, de las cifras del paro y del aumento de precios en general, que hacen vislumbrar un futuro inquietante.
Otro aspecto a tener en cuenta es el papel de los sindicatos, que en líneas generales han abandonado el viejo papel de defensores de los obreros, sobre todo de los más desfavorecidos. Llama la atención que en los sectores donde más se vulneran los derechos de los trabajadores, es precisamente donde menos afiliación hay. Es como si no confiaran en que les pudieran ayudar.

Y no les falta razón, porque las grandes centrales sindicales de este país prefieren actuar como correa de transmisión de las nuevas políticas identitarias, de género, nacionalistas, indigenistas o de lucha contra el cambio climático, que vienen desde los partidos de la nueva izquierda, que como garantes de los derechos de aquellos que se supone deben ser sus protegidos: los trabajadores por cuenta ajena.

Lejos quedan los tiempos en que el sindicato era una institución importante en el mundo del trabajo, algunos hasta tenían locales en las mismas empresas, donde los trabajadores acudían para asesorarse. Pero con la excusa de la gran movilidad de los sectores, alegando que ya nadie trabaja más de diez años en una misma empresa y que es mejor dar cobertura a otras reivindicaciones sociales han dejado a los pies de los caballos precisamente a los que les daban la razón de existir. Comercio, hostelería, limpieza, hoteles, seguridad, transporte, repartidores, carecen prácticamente en su totalidad de representación sindical y con ello de defensa jurídica y asesoramiento laboral.

Recapitulemos entonces: Unos empleos, a los que no se llega por vocación, sino más bien por necesidad, con un índice de rotación por encima del cincuenta por ciento anual, con sueldos bajos, dónde rara vez consigues un contrato a jornada completa, y si lo tienes careces de un horario estable y de cuarenta horas reales. Donde además deberás completar tus finanzas buscando otro empleo más precario aún. Dónde, motivado por el culto a la productividad, se trabaja con menos del mínimo del personal para poder funcionar de una forma saludable y además si falta alguien, otro se queda sin libranza, lo que genera malestar y desconfianza. Dónde casi nunca sabes cual será tu horario, ni cuando tus vacaciones, dónde para tus mandos y clientes no eres más que un paria al que no respetan porque no valoran lo que haces, porque ni tú mismo lo valoras y dónde nadie te defiende porque los que deberían hacerlo dimitieron de sus obligaciones hace tiempo.
En empleos así, ¿deberíamos hablar de explotación laboral?
Y en ese caso, ¿se podría hacer algo?
¡Asociación o muerte!

Ese viejo y todavía imprescindible grito obrero que hoy cobra si cabe más sentido que nunca. Queremos terminar este artículo recordando a los pescadores que fallecieron el pasado 15 de febrero y rindiendo homenaje a la memoria de todos aquellos trabajadores que perdieron sus vidas para que nosotros pudiésemos poner alimentos en nuestras mesas. Lo vamos a hacer con unas palabras que Ignacio Aldecoa dejó escritas en la novela «Gran Sol», dedicada a los hombres que gastan su vida en la pesca de altura.

«Las olas traían un extraño rumor, como de grandes hojas de acero quebrándose, como de alas batiendo en el aire lenta e insistentemente. Rozaban los costados del barco, rompían en la punta de la proa, se sucedían en la lontananza, y lo llenaban todo de su rumor metálico, alado y escalofriante…El patrón observaba el trabajo desde el puente…Bueno, todo bien, ha habido suerte. Simón Orozco sabía lo que significaba aquella palabra. Suerte: Unos duros para poder vivir, para que la mujer pagara en la tienda de comestibles, para que los hijos pudieran seguir yendo a la escuela. Había otra clase de suerte. Prefería no pensar en ella, prefería solamente confiar».