El proceso de la sociedad planetaria es irreversible. El mundo de hoy se divide en un 20% de afortunados y un 80% de marginados. Y no se trata de una división provocada solamente por el hambre y la miseria, sino también por el sentimiento que tienen muchos millones de seres humanos de hallarse marginados. Hace varios años manifesté la opinión de que los conflictos armados entre los pobres afectarían tarde o temprano a Occidente. Estaba convencido de que las guerras que castigaban a los Balcanes, Sierra Leona, el Congo, Angola, el cercano Oriente y muchas otras zonas del planeta se extenderían inevitablemente a otras regiones del mundo, incluso, en el caso de que Occidente no se dejase arrastrar a ellas de manera directa. Lamentablemente no me equivoqué.
Hoy vemos que Occidente está gravemente implicado en una guerra de consecuencias incalculables. Me esperaba esa implicación y por eso no me sorprendió. Lo que sí me sorprendió fue el ataque: por el método que emplearon sus autores, por la dimensión del drama que provocó y por sus terribles consecuencias.
Para mí era evidente que los conflictos se agudizarían en el mundo y que empeoraba el clima en torno a Norteamérica. En verano Estados Unidos fue excluido de la Comisión de Derechos de la ONU. Luego fuimos testigos de toda una serie de acciones de los antiglobalistas con un contenido abiertamente antinorteamericano. Por último, la conferencia de Durban sobre el racismo, que precedió directamente los ataques terroristas contra Nueva York y Washington, también se desarrolló en un ambiente muy antinorteamericano. Pocos dieron importancia a las numerosas señales que indicaban que algo malo se avecinaba, que los factores negativos se multiplicaban. Ahora me preocupa la interpretación errónea de los acontecimientos que se producen. Me dan miedo las discusiones que oigo porque en ellas se habla de «fanáticos» y «terroristas» y se buscan los mejores objetivos para los bombardeos pero no se hacen esfuerzos para comprender las causas del ataque contra Nueva York y Washington. Esa actitud me hace sentir un gran temor por el futuro de nuestro mundo.
La historia no ha terminado
Tratemos de dar una explicación al conflicto que tiene lugar. Ante todo hay que poner de relieve que el fin se entendió de manera muy falsa. Se cometió el error de pensar que significaba el fin de los conflictos en general. Esa tesis errónea la planteó el analista Francis Fukuyama en su famos ensayo titulado El fin de la historia, publicado en 1989. El razonamiento de Fukuyama era el siguiente: la historia terminó porque murió el comunismo y ya no había alternativa para el régimen de la democracia liberal. Como en Estados Unidos el sistema de la democracia liberal funcionaba mucho mejor que en otras partes, era lógico que ese modelo fuese asimilado por todo el mundo y de manera automática. Esa generalización del sistema norteamericano parecía algo de lógica incuestionable. Si era así la historia, entendida como drama lleno de conflictos y rivalidades, había termindao. A ese texto de Fukuyama se le dio una gran importancia, porque se vio en él la explicación de lo que tendría que suceder de la guerra fría. Esa convicción de que vencería la democracia liberal porque era la única solución racional existente accarreó dos consecuencias prácticas. Por un lado, se desarrolló de manera vertiginosa un consumismo de enorme peso. El cambio de la filosofía de la vida en Occidente fue acompañada por el cambio del papel desempeñado por los medios de comunicación. La filosofía de Occidente se centró en todo lo lúdico y los medios fueron transformados en instrumento para la realización práctica de esa filosofía. Como escribió el pensador norteamericano Neil Postman «la gente de Occidente empezó a divertirse hasta la muerte». En su excelente libro Amusing Owerselves to Death Postman denuncia cómo nosotros, la gente de Occidente, lo transformamos todo en concursos, loterías y parques de atracciones. Todo nuestro mundo se convirtió en una gigantesca feria. Como el consumo y la diversión requieren tranquilidad, calma y buen humor, los medios de comunicación empezaron a crear ese clima apartando de nuestra vista los grandes problemas del mundo: la miseria, el hambre, las enfermedades y las guerras. La gente de Occidente nos olvidamos de que somos una parte muy pequeña de la humanidad, de la totalidad de seres humanos que habitamos el planeta. Nos olvidamos de que nuestro consumo y diversión va acompañado de una división del mundo cada vez más profunda, una multiplicación cada vez mayor de las diferencias.
El mundo de hoy se divide en un 20% de afortunados y un 80% de marginados. Y no se trata de una división provocada solamente por el hambre y la miseria, sino también por el sentimiento que tienen muchos millones de seres humanos de hallarse marginados. Esas personas se sienten amargadas, frustradas, descontentas, porque ven que no hay plazas para ellas en la carrera por un consumo mayor. En nuestro mundo las diferencias se dan a todos los niveles y en todos los planos de la vida social; por ejemplo, en el nivel de la familia, donde las mujeres (y me refiero al nivel global, sin tener en mente un país determinado) tienen una situación peor que los hombres. Esas diferencias se manifiestan también al nivel de los clanes, de los grupos sociales, de las ciudades, de las regiones o de los Estados. Hay diferencias entre las ciudades y el campo y siempre ocurre que unos son más ricos y otros son más pobres. Todas esas diferencias que afectan a comunidades más o menos limitadas se reflejan en el nivel planetario entre los países ricos y los pobres. Una gran paradoja de nuestros tiempos es que, en términos generales, el mundo progresa y se desarrolla porque hay cada vez más automóviles, televisores, carreteras y aviones, pero esa creciente abundancia, ese desarrollo, genera más diferencias y ahonda las que ya existen. Es verdad que en algunas partes del globo los pobres viven cada vez mejor, pero, al mismo tiempo, la distancia que les separa de los más ricos aumenta en vez de reducirse. Como consecuencia, el desarrollo y el progreso, en vez de dar como resultado un aumento de la satisfacción provoca -es paradójico- un aumento de la envidia, de los celos, de la frustración y del descontento. Es así como el desarrollo y el progreso se convierten en factores que incrementan los conflictos.
Eso quiere decir que la historia no terminó con la desaparición de la alternativa comunista, con aquel gran triunfo que alcanzaron entonces la democracia, el mercado libre y, en general, los valores del modelo norteamericano, lo único que sucedió entonces fue que comenzó un nuevo capítulo de la historia y eso fue lo que nosotros no supimos prever. Esa ceguera de Occidente se debió a que hasta el fin de la guerra fría lo único que importaba era cuántas bombas tenía cada bando, hasta dónde llegaba la influencia de uno y hasta dónde la del otro. La guerra fría era tratada como el conflicto principal e, incluso, el único realmente peligroso, un conflicto que eclipsaba todos los demás. Y, lamentablemente, ese razonamiento sigue válido en nuestros tiempos.
Juntamente con la idea del «fin de la historia» de Fukuyama, en el pensamiento norteamericano apareció otra concepción representada por Samuel Huntington. Se trata de la idea de la confrontación entre civilizaciones. El verdadero «inventor» de esa concepción no fue Huntington sino Arnold Toynbee, quien formuló la idea de que la historia era un constante enfrentamiento, no entre pueblos y Estados, sino entre civilizaciones. El mérito de Huntington consiste en que desarrolló y actualizó la idea de Toynbee. Aunque a mi modo de ver «el choque de las civilizaciones» describe mejor la realidad que nos rodea que «el fin de la historia», también se trata de una teoría con puntos débiles porque toma en consideración solamente los conflictos entre las civilizaciones, sin darse cuenta de que son también muchos los que se libran dentro de una misma civilización. La última gran guerra del siglo XX se libró entre Irán e Irak en la década de los años ochenta y noventa y se produjo dentro de la civilización del islam. Sin embargo, en el pensamiento de Huntington hay otra cosa importante: previó el mundo del siglo XXI como un mundo de conflictos y tensiones, es decir, un mundo muy distinto al que predijo Fukuyama.
¿Somos testigos de la confrontación entre las civilizaciones?
¿Se pueden explicar los ataques terroristas en Estados Unidos como el resultado del choque entre dos civilizaciones? ¿No sería más acertado definir el suceso como un simple incidente? Para responder a esa pregunta, muy importante, hay que constatar primero que los acontecimientos analizados se produjeron con la coincidencia de toda una serie de circunstancias específicas. Se podría decir, que con ayuda del ataque, el mundo marginado trató de abatir una puerta cerrada, pero yo no interpretaría los atentados de Estados Unidos como sucesos unidimensionales. Pienso que todavía no sabemos cómo interpretar lo que ha ocurrido y creo que es importante que no caigamos en interpretaciones erróneas. Un peligro muy serio sería tratar los sucesos del 11 de septiembre como simples incidentes, como granos llenos de pus en un cuerpo sano, granos que hay que extirpar para que todo vuelva a ser estupendo. Yo, personalmente, no sé si esa solución es realista. El drama del 11 de septiembre se produjo por muchas causas que se amontonaron y que, en su mayoría, siguen existiendo.
No me parece imposible la confrontación de la civilización del Islam con la civilización occidental, aunque sí me parece muy peligroso que concentremos todo nuestro análisis en ese sentido. Temo que los grandes medios, los consorcios mediáticos, se empeñen en presentar todo el asunto como un enfrentamiento entre Occidente y el islam fanático. ¿Por qué? Pues porque la búsqueda de causas más profundas exigiría la realización de un análisis muy autocrítico de toda la filosofía práctica de Occidente. Ese análisis autocrítico obligaría a reconsiderar la base y las reglas del funcionamiento de la economía y de los medios. Habría que reconsiderar también la actitud de Occidente hacia el Tercer Mundo, hacia la pobreza y hacia la marginación. Confieso que en la actual situación deposito mis esperanzas en la Unión Europea. La fuerza del pensamiento europeo siempre se basó en su capacidad autocrítica. Solamente Europa engendró corrientes tan autocríticas como el Renacimiento, la Reforma y la Ilustración. En la tradición europea toda crisis de importancia liberó ideas críticas, liberó una reflexión autocrítica. Si esta vez Europa resulta incapaz de hacer un análisis similar, entonces la crisis contemporánea será muy larga y tendrá consecuencias fatales.
Los antiglobalistas, ¿quiénes son?
Es evidente que las acciones de los antiglobalistas fueron una señal de que empeoraba el clima en torno a Estados Unidos, pero es muy difícil explicar el por qué de las movilizaciones. Nuestro problema con el antiglobalismo consiste en que es un movimiento muy jóven, difícil de identificar en un plazo tan breve. Dentro de ese movimiento hay muchas y muy diversas actitudes, tendencias y programas. Hay también mucha gente que quiere resolver de paso sus propios asuntos. No se trata, por consiguiente, de un movimiento homogéneo. Carece de programa y de estructuras organizativas. No obstante, para mí el antiglobalismo es el anuncio de ese gran descontento que hay en el mundo; solamente en ese sentido le doy importancia. Es una señal de los cambios que se producen en el ambiente de alegría y de satisfacción que imperaba hasta ahora en Occidente. Es la primera señal, desde que terminó la guerra fría, de que algo se estropea; por eso es un movimiento que merece ser observado. También merece la pena que estudiemos los procesos que provoca la globalización.
Tres globalizaciones
El fenómeno de la globalización no se desarrolla a un solo nivel, como se suele pensar, sino a dos e incluso a tres. El primer nivel es el oficial, es decir, la circulación libre de capitales, el acceso a los mercados libres, la comunicación, las empresas y corporaciones supranacionales, la cultura masiva, las mercancías masivas y el consumo masivo. De esa globalización se habla y escribe mucho. Pero hay una segunda globalización, a mi modo de ver no menos importante pero muy negativa y desintegradora. Me refiero a la globalización del mundo de la delincuencia, de las mafias, de la droga, del comercio masivo de armas, del blanqueo masivo de dinero sucio, de los fraudes fiscales y de las malversaciones y estafas financieras. Esos fenómenos, todos, alcanzan también una escala global. Hay esferas que mueven capitales gigantescos, como la venta de armas y la trata de blancas. Vemos también cómo se privatiza la violencia, cómo surgen ejércitos privados con los que se pueden librar auténticas guerras en el Tercer Mundo o realizar exitosos golpes de Estado. Esa segunda globalización goza de la libertad que ofrecen los medios de comunicación electrónicos. Cada vez es más dificil de controlar esa globalización negativa porque los Estados son cada vez más débiles. Cuando el monopolio de la violencia estaba en manos del Estado, éste era el único que podía tener ejércitos, policías, y servicios secretos. Eso se acabó. Hoy todo se privatiza y lo que es ilegal, escuchándose en la globalización de todo lo que es legal, también se globaliza y llega a todas partes.
Pero hay también una tercera globalización que abarca a la vida social. Me refiero a las organizaciones internacionales no gubernamentales, a los movimientos de más diverso tipo y a las sectas. Esa globalización indica que la gente ya no consigue plena satisfacción para sus necesidades en estructuras antiguas y tradicionales como el Estado, la nación o la Iglesia. Como consecuencia, la gente se siente obligada a buscar soluciones nuevas. En una palabra, a comienzos del siglo XX los Estados eran muy fuertes, y muy fuertes también sus instituciones, pero a comienzos del siglo XXI el Estado es un ente débil mientras que se produce una gran multiplicación de otras formas mayores o menores que permiten a la gente funcionar o actuar al margen del Estado, de la Administración, de las estructuras civiles y religiosas de la sociedad. Cambian, pues, el contexto y las estructuras de la vida del hombre. Empieza a crecer el valor de la comunidad. La gente se organiza según sus necesidades y aficiones privadas. Se desarrolla el patriotismo, pero no al nivel del Estado o de la nación, sino al nivel de pequeñas comunidades. Esas actividades del hombre son muy difíciles de controlar. La percepción de esa nueva realidad es muy importante para comprender los sucesos del 11 de septiembre, nos indica que podemos enfrentarnos a fuerzas que nadie controla y que serán muy difíciles de controlar también en el futuro.
Aquí hay que señalar que en el siglo XX tuvimos enemigos identificados. Lo fueron el fascismo y el comunismo. Había países que, enarbolando la bandera de esas ideologías, practicaron la política de la expansión. Era fácil indicar a los líderes y a los ideólogos: Hitler, Stalin… Luego tuvimos la guerra fría, con enemigos igualmente identificados. Durante esa etapa observamos el proceso de descolonización y entonces también sabíamos muy bien quién combatía contra quién. Ahora cuando la guerra fría ya terminó y comenzaron los conflictos de nuevo tipo, nos sentimos incapaces desde el punto de vista intelectual para indicar al enemigo. Nos esforzamos por definirlo y darle algún nombre y lo hacemos de manera atolondrada, esbozando su imagen de manera insegura; y es que pensamos que necesitamos un objetivo para poder golpearlo. Pero nos movemos a ciegas porque no conseguimos captar las influencias de la segunda y la tercera globalización a la que me he referido. El mundo de hoy, eso hay que tenerlo muy en cuenta, es un mundo de esfuerzos, recursos, medios, objetivos e intereses atomizados. Me parece que esa indicación de que hay tres y no una sola globalización puede ayudarnos a comprender mejor el mundo en que vivimos. Se trata de una realidad de verdad muy difícil de compreder y de orientar en un determinado sentido. La globalización no va acompañada de un proceso de creación de estructuras jerárquicas y ordenadas, de la construcción de un centro universal de poder. Nos enfrentamos, pues, a un mundo de fenómenos incontrolados que pueden engendrar cosas que no estamos en condiciones de imaginar.
Al terminar la guerra fría de Occidente pensó que había nacido un mundo con un polo único, un mundo que avanzaría ya siempre hacia algo mejor, pero resultó que ese era un sueño que tenía muy poco que ver con la realidad. Era verdad que quedaba solamente una superpotencia, pero no menos verdad que se encontraba constantemente hostigada por actos hostiles, como los atentados del 11 de septiembre. Lo primero que pensé, cuando vi el 11 de septiembre las imágenes de los atentados, fue que deberíamos reocnsiderar las estructuras y la organización del mundo. Es evidente que esa tarea será muy difícil porque carecemos de los instrumentos y las nociones indispensables para reinterpretarlo, para darle una nueva imagen. Todas nuestras costumbres, también las que conciernen al pensamiento, al razonamiento, se relacionan con el viejo mundo del que nos deberíamos despedir. Ahora nos toca, con las nociones e instrumentos antiguos, dar una nueva descripción al mundo y dotarlo de nuevos mecanismos y estructuras.
Nos encontramos en la transición de la civilización masiva a la civilización planetaria. La civilización masiva cabía aún en los marcos de los Estados que, a su vez, estaban aún en condiciones de controlar a sus sociedades. Hoy surge la sociedad planetaria que, evidentemente, no podrá tener un poder supremo. Se trata de seis mil millones de personas a las que nadie podrá dar órdenes ni dictar imposiciones. El hombre jamás se enfrentó a semejante situación. Todo es totalmente novedoso y tendremos que asimilar esa nueva cualidad de la realidad, así como tratar de comprenderla para poder encontrar la mejor forma de organizarnos y de vivir en ella. Pienso que lo más importante es comprender que jamás conseguiremos dar soluciones definitivas a nada. En una palabra, jamás conseguiremos garantías absolutas de los conflictos, jamás conseguiremos dar a los conflictos una solución total. Es evidente también que la asimilación de qué y cómo es el mundo tampoco resolverá de por sí los problemas, pero nos permitirá movernos con más libertad y distinguir lo positivo de lo negativo. Y eso ya es muy importante, porque vivimos en un mundo muy complejo y el que se avecina lo será aún más. Se habla, por ejemplo, de la globalización en el sentido de la desaparición de las fronteras entre los Estados. Esos procesos los estamos viendo, pero paralelamente la gente manifiesta una gran compenetración con sus culturas, identidades y tradiciones. Desde hace más de cuarenta años viajo por el mundo y puedo decir que lo que he advertido en los últimos años, cuando el fin de la guerra fría descongeló las actitudes que antes pasaban inadvertidas, es que la gente en el Tercer Mundo se siente marginada y apartada del poder. Al mismo tiempo esa gente siente una necesidad cada vez mayor de que se respeten su dignidad y su cultura.
El orgullo del Tercer Mundo
En el Tercer Mundo ha aumentado el orgullo de la gente. Ese fenómeno se manifestó ya en los tiempos de la descolonización, pero no como ahora. Durante mis últimos viajes a Africa y Asia, en todas partes me dieron a entender que no era más que un huésped europeo, un huésped aceptado sólo y exclusivamente si respetaba las costumbres y los valores locales. Me dieron a entender que, en caso contrario, sería muy mal visto por los lugareños. Ésa es una actitud totalmente nueva, llena de dignidad, una actitud que pone de relieve el valor de la cultura propia, de la lengua local, de la forma de vivir. En los últimos años ya empecé a sentirme sólo como un extraño, como alguien que pasa casualmente por un lugar, por un mundo que pertenece sólo a los lugareños. La descongelación de las actitudes y de las culturas se produjo como consecuencia del fin de la guerra fría y de un nuevo despertar del Tercer Mundo. Ese despertar comenzó con la descolonización y fue aumentando a medida que avanzaba ese proceso. El fin de la guerra fría aceleró el desarrollo de las actitudes emancipadas. Durante los últimos 500 años los europeos impusieron su voluntad al mundo entero y obligaron a los demás a actuar como ellos deseaban. El europeo era el autor de las leyes, de los derechos y de las obligaciones, pero eso se ha terminado. Esa es una gran revolución al nivel mundial. En 1912 el antropólogo polaco Bronislaw Malinowski escribió que no hay culturas superiores ni inferiores, sino culturas distintas, pero todas de igual valor. Eso significa que cada cultura, en los marcos de sus estructuras, satisface plenamente las necesidades espirituales, sociales, etcétera, del hombre. En 1912 aquella constatación de Malinowski sonó como el estruendo de un cañonazo en un silencio absoluto. Fue un golpe durísimo asestado a la concepción del colonialismo, que decía que llevaba la religión, la educación y la técnica a los pueblos atrasados. . Malinowski nos enseñó que no teníamos derecho a afirmar que nuestra cultura es mejor que otras culturas. Tenemos una cultura como las demás.
Todavía desconocemos los detalles sobre los autores de los ataques del 11 de septiembre. Pudieron cometerlos miembros de la internacional terrorista y no es obligatorio que fuesen de origen árabe. Y aquí tocamos los problemas a los que ya me referí más arriba. Sin tener en cuenta el contexto de esa globalización subterránea que indicaré que nos será muy difícil entender lo que sucedió en Estados Unidos, ya que los ataques fueron posibles precisamente porque existe esa globalización de lo ilegal. Veamos: hoy vuelan de manera totalmente impune los aviones cargados de drogas, de armas, de millones de dólares y de diamantes que se venden en las bolsas de Amsterdam, Londres y Nueva York, diamantes que fueron robados por ejércitos privados que explotan las minas de Sierra Leona y el Congo. Hay cientos de bancos en muchas islas en los que se puede blanquear el dinero sin problemas. Todos lo saben y todos lo consienten. Sin esa ilegalidad legalizada, sin la certidumbre de que se puede funcionar muy bien al margen de todo control, los atentados en Estados Unidos no se hubiesen producido. Sin la existencia de la globalización clandestina e ilegal, de esa globalización que carece de bandera, raza, nombre y religión, nunca hubiese podido pasar algo similar. La gente sabe, no obstante, que todo es posible, que todo se puede hacer. Cuando vi en llamas las Torres Gemelas me acordé de mis viajes por Colombia y Afganistán, de las dimensiones inconmensurables del comercio ilegal , de un comercio que lo abarcaba absolutamente todo. Pienso que los autores del atentado eran peces que nadaban en esas aguas turbias. En muchas partes del mundo ya nadie controla nada o los que podrían y deberían controlar se benefician de la ilegalidad. Por eso no se puede hablar del 11 de septiembre como de un acontecimiento surgido de la nada por arte de magia.
La crisis del Estado
El Estado, en tanto que forma de organización de la sociedad, se ve atacado desde muchos ángulos. Por un lado se encuentra bajo las presiones de grandes corporaciones y bancos que quieren funcionar por encima de las fronteras y no se preocupan por los intereses de los Estados. Esas corporaciones son con frecuencia mucho más potentes que muchas organizaciones estatales. Por otro lado los Estados son debilitados desde dentro por los nacionalismos étnicos y por regionalismos. Mi tesis fundamental desde años es que no se puede democratizar un Estado multinacional porque las naciones y etnias menores siempre entienden las consignas propicias para el separatismo. Fue así como se hundió la revolución de Irán, que comenzó como un proceso democrático. Sus líderes, con la salvedad de Jomeini, eran graduados de la Sorbona de París, personas de amplios horizontes, abogados, humanistas, etcétera. Pero, ¿qué sucedió? Los kurdos, los árabes y otras etnias que habitaban Irán trataron inmediatamente de separarse de ese Estado. Surgió el peligro de una desintegración total del Estado iraní y apareció el gran nacionalismo persa precisamente como repuesta a las corrientes que promovían la desintegración. La revolución se desvió de su cauce democrático y se transformó en una terrible matanza de la población del Kurdistán y del Baluchistán.
La democratización, la perestroika, también acabó con el Estado soviético, que era un buen ejemplo de Estado multinacional. Cuando la Unión Soviética empezo a democratizarse no resistió la presión ejercida por los micronacionalismos. Los movimientos nacionalistas resultaron mucho más potentes que la fortaleza militar y política de Moscú. Incluso en Europa, donde los Estados nacionales todavía se mantienen fuertes, se intensifican las tendencias centrífugas y ya se empieza a hablar de la Europa del futuro como de un Europa de las regiones. El Estado se encuentra en una curva muy peligrosa porque está buscando una nueva identidad. De esa situación poco clara dimana también la debilidad de las élites gobernantes, carentes de ideales, de una visión nítida del futuro Estado. No saben tampoco cuál debería de ser su misión, cuál debería de ser su papel, porque se acabó la etapa de los líderes visionarios, otra consecuencia de la crisis del Estado en tanto que concepción. Por eso no pienso que la culpa de los fenómenos negativos que nos afectan sea de las personas, de una determinada generación de políticos. Pienso que es un aspecto más del contexto que debemos tener en cuenta al analizar los acontecimientos del 11 de septiembre. Todos los que minimicen la importancia del debilitamiento del Estado lo único que buscan es omitir un análisis crítico, ignorar las señales que hay de que en el mundo se producen fenómenos cada vez más dramáticos y complejos.
La religión más jóven del mundo
Es indispensable que seamos conscientes del carácter del fenómeno que estudiamos. El islam cuenta hoy con 1.300 millones de fieles. Es la religión del mundo que se desarrolla con mayor dinamismo. Tiene fieles en todos los continentes, incluida América del Norte. Su presencia en Europa es cada vez más visible. Su influencia es especialmente fuerte en el espacio en el que siempre tuvo peso: el Cercano Oriente, gran parte de Asia y el Africa del norte y central. Pero también tiene cabezas de puente en Iberoamérica y fuertes plazas en el Pacífico, sobre todo en Indonesia. Es la única de las grandes religiones del mundo que se desarrolla de manera muy activa. Otras religiones atraviesan por distintas crisis, pero no el islam. Es también la más jóven de las grandes religiones, porque apenas tiene 1.400 años. Atraviesa, pues, por la etapa de mayor florecimiento, también gracias a los muchos rasgos positivos que posee y que la hacen muy atractiva para las masas de gente pobre, ya que su esencia es la umma, es decir, la comunidad que tiene que cumplir determinadas obligaciones a favor de sus miembros, a los que debe ayudar, socorrer, respaldar. Esa comunidad es la que da al individuo su identidad. Igualmente es importante el hecho de que las reglas del islam son muy fáciles de asimilar. Cualquiera puede convertirse al islam porque basta con que uno mismo se declare musulmán para que otros lo admitan como tal.
La dinámica del crecimiento de las masas de fieles del islam es extraordinaria. Cada año se incorporan a esas masas 80 millones de personas, de las 73 millones nacen en el Tercer Mundo. Muchos de ellos se convierten en musulmanes, porque, como ya he señalado, el islam ofrece a los fieles una identidad y un determinado valor. Ellos perciben el mundo de la abundancia como un mundo que no pertenece al islam; y precisamente esa convicción hace que para muchos haya un signo de igualdad, entre el islam y la pobreza, la pobreza y el islam vínculos muy fuertes de compenetración.
El islam es una religión pacífica, aunque tiene un rasgo que puede provocar un «excedente de apasionamiento fanático», esa actitud que puede conducir al terrorismo. Aunque el islam es una religión monolítica funciona en distintos círculos culturales y, obviamente, se ve saturado por las creencias, influencias e interpretaciones locales. Así aparecen los grupos de fieles que tratan de depurar el islam eliminando todo lo que puede considerarse «añadido». Esos grupos proclaman el retorno a las fuentes puras del islam, es decir, al Corán. Se puede decir que es un comportamiento semejante al que tuvieron en el pasado los protagonistas de la Contrareforma. Esos grupos se oponen a toda interpretación liberal de las normas del islam; es en esos círculos en los que se forman los pequeños grupos que practican el terrorismo. Esos grupos suelen tener dos objetivos. El primero consiste en eliminar del islam a sus enemigos internos y el segundo en eliminar del mundo a los infieles. El primer objetivo es la causa de que el terrorismo islámico se enfrente ante todo, a otras fuerzas e instituciones islámicas. Por eso fueron blanco del terrorismo islámico Mubarak, Sadat, los partidos gobernantes en distintos países islámicos, los bancos árabes, etcétera. Hay que tener muy presente que la lucha contra los terroristas es librada, ante todo, por la fuerzas políticas que también se basan en el islam porque son las que se sienten más amenazadas. Los procesos contra los Hermanos Musulmanes, una de las organizaciones que empleaba el terror como método de lucha, se celebraron en los últimos años no en La Haya, sino en El Cairo. Y los terroristas fueron juzgados y condenados por musulmanes.
Para entender el fenómeno que llamamos «fanatismo islámico» tenemos que saber que, a lo largo de los 1.400 años de la historia del islam, existieron muchas escuelas del pensamiento islámico que tenían sus propias interpretaciones de los libros sagrados, algo parecido al movimiento carismático dentro del catolicismo. Esos movimientos querían existir y desarrollarse y, por eso, siempre eran movimientos secretos. EL secreto era lo que mantenía unidos a los miembros de los grupos. Los que estaban fuera del grupo nada sabían sobre su existencia. Ese «secretismo» sigue siendo típico, también hoy, de los grupos extremistas que funcionan dentro del islam. Se trata de un «secretismo» defendido a toda costa, aunque haya que pagar con la vida. Al traidor, al que revela el secreto, se le corta la cabeza. La historia del islam casi desconoce las traiciones. Los grupos secretos son prácticamente impermeables. Por eso, el que acusa hoy a la CIA de no haber descubierto a tiempo a los terroristas, a pesar de que debió hacerlo, no sabe lo que dice. Nadie está en condiciones de infiltrarse en un grupo secreto de fieles del islam. Lo repito, nadie: tampoco la policía más secreta de un país islámico. Además, los grupos integristas y terroristas suelen estar fundidos con la sociedad en la que viven y esa cohesión hace aún más difícil la lucha contra ellos. Es, sencillamente, muy difícil aislar a los terroristas del resto de la comunidad. En el islam los primeros grupos secretos aparecieron hace varios cientos de años. Sus comienzos duran del empalme de los siglos VIII y IX. Adquirieron una gran fuerza en los tiempos de las Cruzadas, juntamente con el surgimiento de las llamadas sectas de los Asesinos. Fue entonces, cuando se produjo el primer gran conflicto entre la cultura europea y los grupos que hoy definiríamos como terroristas. Eso significa que nos enfrentamos a un conflicto que ya tiene 900 años de historia; cuantas veces Europa trató de penetrar en la cultura del islam y conquistarla (en los tiempos de las Cruzadas o de Napoléón, como también durante la crisis del Canal de Suez en 1956) originó siempre la misma respuesta, el nacimiento de movimientos islámicos místicos y religiosos de carácter terrorista.
El retrato del fanático
El terrorista islámico típico es un joven de origen urbano, por lo regular de la clase media, con frecuencia bien instruido e inteligente. Lo caracterizan un gran apasionamiento y una gran determinación. Es un individuo que no recula ante nada porque no tiene la menor duda de nada, la menor vacilación y está dispuesto a todo. Une en sí un nivel intelectual elevado con una fe ardiente y fanática, con la absoluta seguridad de que la verdad y la razón están de su parte. Los jóvenes oficiales que asesinaron a tiros a Sadat durante un desfile militar no renunciaron a su plan aunque sabían que lo más seguro era que serían acribillados a balazos. Se equivocaron, porque no fueron matados a tiros en el lugar del atentado, sino arrestados y juzgados. Durante el juicio demostraron que no entendían por qué ni de qué eran acusados. ¿Por qué querían que se confesasen culpables si lo único que hicieron fue cumplir la voluntad de Alá?
Eso no significa que la motivación religiosa se imponga a la política. Sencillamente, las dos motivaciones se entrelazan. En el islam es imposible distinguir lo sagrado de lo profano. Pero hay que tener presente que, dentro del islam, hay algo más que se llama «el islam político», es decir la corriente que tiende a que el islam conquiste el poder en cada Estado y en el mundo entero. Dentro del «islam político» hay otra corriente más que se llama el «islam militante». El terrorismo suele nutrirse con miembros de esa corriente. De vez en cuando suelen nacer de ella grupos terroristas que llegan a la conclusión de que su misión primordial consiste en eliminar a los enemigos del islam. Dentro de esa corriente del «islam militante» abundan también los que se definen como «combatientes de la guerra santa». Son de esos individuos que solemos ver en las pantallas de nuestros televisores empuñando los fusiles automáticos. Ellos también son los que matan. Para entenderlos hay que tener presente que para los musulmanes fanáticos tiene una gran importancia la concepción del mártir. Y que, para alcanzar ese rango no es indispensable que el musulmán muera en una guerra santa. Basta que muera por el islam y con el nombre de Alá en los labios. Si cumple esas condiciones consigue ir directamente al Paraíso, sin tener que esperar al Juicio Final, cuya sentencia, para colmo, nunca es segura. Y no olvidemos que el Paríso del Corán es un lugar maravilloso, con abundancia de agua fresca y pura, con una sombra eterna, dátiles, mujeres y la constante cercanía de Alá. El Paraíso islámico cumple plenamente los sueños de los varones musulmanes.
Uno de los rasgos característicos de la civilización islámica es que todas las comunidades musulmanas se organizan siempre en torno a los jeques, es decir, en torno a los líderes locales. Cada musulmán tiene su propio jeque. No puedo garantizarlo del todo, pero pienso que Osama Ben Laden es sencillamente uno de esos jeques. Los vínculos con su jeque son , para sus acólitos, vínculos indisolubles hasta la muerte. Si el jeque le ordena a alguien que se mate, ese alguien, si de verdad es musulmán, se mata.
El Tercer Mundo religioso
El Tercer Mundo es un conglomerado de muchos mundos, culturas y religiones, pero se puede afirmar que «el hombre del Tercer Mundo», si empleásemos ese término muy simplificativo, es más religioso que el hombre del mundo desarrollado, que el hombre de Occidente. No es necesario que tenga un único Dios, porque, por ejemplo, en el hinduísmo hay muchas divinidades. Puede incluso no tener Dios y creer en las fuerzas de la naturaleza, en los espíritus de la jungla. Es un ser religioso por dentro. Cuando hablamos con él siempre nos pregunta si creemos en Dios. Luego puede no importarle ya en cuál de los dioses creamos, pero la única respuesta que se le puede dar es «Sí». Si le diésemos otra respuesta el interlocutor se sentiría confundido y contrariado y adoptaría una actitud de desconfianza y hostil.
Los musulmanes dan a la existecia del hombre un tratamiento muy religioso. Las oraciones elevadas a Dios cinco veces al día son algo totalmente natural. Cuando llega la hora de rezar todos se arrodillan y rezan sin importarles dónde están. Ese comportamiento me asombró en Irán. La gente hacía sus cosas normalmente hasta que en un determinado momento un transeúnte sacó su alfombrilla, la puso en la acera y se arrodilló. Enseguida se arrodillaron junto a él varias personas más y luego empezaron a formarse hileras de hombres que rezaban. Se arrodillaban juntos hombres que no se conocían. En una palabra, los musulmanes rezon sin que les importe el lugar ni las personas que les rodean. Vi algo parecido en El Cairo, en la avenida principal, tan concurrida y con tanto tráfico como la calle principal de Varsovia. Y esa oración conjunta da a los musulmanes un sentimiento muy fuerte de identidad, comunidad y unidad.
Paralelamente los musulmanes aceptan con mucho agrado las conquistas técnicas de nuestra civilización occidental, la televisión, el automóvil y el teléfono celular. Pero esa aceptación de las novedades que llegan del mundo no islámico tiene sus límites. Recuerdo que cierta vez vi en los Emiratos Arabes Unidos una muchacha joven, una chica árabe de unos 16 ó 17 años, muy atractiva. Vestía unos pantalones vaqueros muy ajustados y una blusa muy coqueta, pero tenía cubiertas la cabeza y la cara. La mujer musulmana está obligada a tapar su cabello porque el Corán dice que el pelo es una gran fuente de tentaciones y, por consiguiente, la mujer no puede exhibirlo. Y, como esa, hay muchas otras costumbres que conviven con la modernidad. Por ejemplo, la mujer no puede estar a solas con el hombre, porque el Corán dice que allí donde se encuentran el hombre y la mujer aparece el diablo. Ellos están muy orgulloeso de su religión y de su cultura y pienso que ahora, cuando leen y oyen lo que se dice y escribe de ellos en nuestra parte del mundo, seguramente se sienten muy enfadados.
Es evidente que dentro de una masa de 1.300 millones de personas existen sentimientos muy diversos. Sin duda, es muy distinta la visión que tiene el musulmán de Afganistán que la del musulmán de Arabia Saudita o de Nueva York. Es seguro que pueden sentirse derrotados, como representantes de su civilización, los musulmanes de los países pobres y los graduados de universidades que sienten que se parte de un mundo marginado. Esa convicción genera en ellos reacciones agresivas. Pero al mismo tiempo tienen conciencia de que en sus manos está la mayor riqueza del mundo, el petróleo. Saben que, si cerrasen el grifo, paralizarían el mundo. Eso les hace sentirse importantes y fuertes. Pienso que el odio que sienten los musulmanes radicales contra Estados Unidos tiene tres causas. La primera se debe a que la gente, por lo regular, suele sentir aversión por los ricos. En segundo lugar, Estados Unidos es en el mundo actual la única superpotencia y las superpotencias, nunca fueron amadas por los pueblos. En tercer lugar, se identifica a Norteamérica con Israel y con la política del Estado judío en el Oriente Próximo El islam, ¿es una religión no tolerante?
Esa opinión nace de una confusión. Hay que entender que el islam es a la vez religión, política, derecho y cultura. No se puede separar una cosa de la otra. En el islam no existe la separación de lo que es del César de aquello que es de Dios. El derecho es una parte muy importante del islam y dice cómo hay que gobernar a la sociedad musulmana. Es cierto que en el Corán hay imposiciones que se aplican solamente cuando triunfan en las sociedades islámicas las interpretaciones extremistas y bárbaras. Por ejemplo, en Afganistán las penas se ejecutan públicamente y los ladrones son castigados con mutilaciones, como la amputación de la mano derecha y del pie izquierdo. De esa manera el individuo queda marcado para toda la vida, sin hablar ya del dolor y el sufrimiento que se les causa con semejantes castigos. Pero la ley coránica así interpretada se aplica muy rara vez. Lo hacen los talibanes afganos, lo hacían en el Sudán en los años ochenta y lo suelen hacer en la Arabia Saudí.
Lo que sí se puede decir, visto desde nuestro ángulo, que la cultura del islam tiene aspectos muy represivos. Uno de ellos son los castigos que he indicado. Para nosotros la aplicación de esos castigos es inadmisible, porque consideramos que son manifestaciones de una barbarie inaceptable. Estoy seguro de que, en lo que concierne a esos castigos, jamás llegaremos a un entendimiento con los musulmanes. Nosotros somos de otra cultura, de otra religión. Y, evidentemente, no podemos idealizar el islam, porque tiene rasgos que nosotros no podemos admitir. Pero algo muy diferente es la tolerancia del islam frente a otras creencias. En los espacios en los que se extendió el islam regía el principio de que todos podían creer en el dios que más les gustase a condición de que pagasen los impuestos establecidos. Cuando los musulmanes conquistaban un territorio preguntaban a la población local si quería convertirse al islam. Si no querían, entonces tenían que pagar un impuesto especial y podían seguir creyendo en el dios que les diese la gana.
Las palabras que matan
Nuestro mundo se encuentra en una encrucijada pero hay una tendencia que parece inevitable: viviremos en un mundo multicultural. En realidad siempre vivimos en un mundo así, pero antes no éramos conscientes de ello porque jamás tuvimos medios de comunicación tan extraordinarios como la televisión, el teléfono móvil, Internet. En el pasado en China vivió mucha gente que jamás se enteró de que muy cerca existía otro mundo llamado la India. Hoy esa ignorancia es prácticamente imposible. Hoy tenemos que reflexionar sobre lo que deberíamos hacer en la nueva situación en la que nos encontramos. El proceso de globalización, el proceso de formación de la sociedad planetaria es irreversible. Eso significa que estamos obligados a optar por una estructura llena de conflictos, odios, luchas, en las que todas las culturas y religiones serán enemigas de las restantes culturas y religiones, o por buscar el entendimiento mediante el conocimiento mutuo. Está demostrado que el 99% de los conflictos que se producen en el mundo se deben al desconocimiento mutuo entre sus participantes. Tenemos que reflexionar si, viviendo en distintas culturas y con distintas religiones, queremos descubrir en las restantes culturas lo peor para fortalecer los estereotipos que tenemos o nos esforzaremos por buscar y encontrar puntos de encuentro. Huntington habla del choque de las civilizaciones, pero hay otras teorías que dicen que las culturas y las civilizaciones se pueden alimentar y enriquecer mutuamente. Todo depende del camino que elijamos. Esa elección será decisiva para el futuro de nuestro planeta. Si dotamos nuestro pensamiento con el lenguaje militar, con ese lenguaje que habla de «un enemigo anónimo»,»de un contrario hostil», todo terminará en una catástrofe. Con la enorme cantidad de armas del más diverso tipo que hay en el mundo (nucleares, biológicas, químicas) será muy fácil hacer que el mundo salte por los aires. Ayer fueron atacadas las ciudades norteamericanas, mañana podrán ser envenenadas o contaminadas las grandes ciudades de otros continentes. Eso puede desencadenar procesos que ya nadie estará en condiciones de contener. Lamentablemente, por ahora son muy pocos los que ven ese peligro como algo muy real.
En una palabra, si nos dedicamos a crear un clima de revancha y venganza podremos provocar un mal todavía mayor. Hoy las palabras hostiles pueden causar consecuencias incalculables. Hoy, antes de hablar con el lenguaje del odio, hay que pensarse las cosas cien veces. Somos seis mil millones de seres humanos que vivimos en centenares de culturas distintas, con religiones muy distintas y miles de lenguas. Somos seis mil millones de seres humanos con intereses diferentes, con objetivos, deseos y necesidades distintas. Nuestra sociedad planetaria no tiene una escala de valores única y común. Tampoco tiene una autoridad aceptada de la misma manera por todos. Nadie está en condiciones de imponerle su voluntad. Y, para colmo, esa sociedad planetaria etá tan cargada de pasiones opuestas que el empleo del lenguaje del odio y del temor se asemeja a jugar con una mecha encendida junto a un barril de pólvora. Los políticos que no tienen en cuenta el contexto de los últimos atentados terroristas se enredan en un juego muy arriesgado. A mí me preocupa que, en la situación en la que se ha encontrado el mundo, se oigan tan pocas voces sensatas, tan pocas opiniones de gente preocupada por la tragedia. Mientras tanto, es demasiado fácil impulsar la coyuntura de la destrucción y la guerra; es mucho más fácil ponerla en marcha que frenarla o detenerla.
Hace no mucho el rey de Suecia me invitó a participar en un seminario sobre el futuro del mundo. Yo hablé de las crecientes desigualdades, de que el modelo de desarrollo que impera actualmente incremente y multiplica esas desigualdades. Y encontré una cosa muy interesante en uno de los informes que leí sobre la situación en el mundo. Resulta que esas grandes desigualdades fueron advertidas por los estados mayores militares, entre ellos, el mando militar norteamericano. No las advirtieron los políticos, los sacerdotes, los filósofos ni los escritores, sino los militares. Y fueron ellos los que se dieron cuenta de que el actual estado del mundo, por culpa de las insoportables desigualdades y de la miseria, puede desembocar en un estallido.
¿Bombardear?
¿Y luego qué? Es previsible que se produzcan enormes movimientos migratorios que conducirán a la invasión de nuestro mundo, porque es más rico que otros. El ser humano no sabe vivir marginado, despreciado, ignorado. Al mismo tiempo tiene una necesidad irrevocable de poseer su propia identidad y de identificarse con algo; pero eso no es fácil en un mundo en el que el hambre y la miseria condenan a la migración. Todo movimiento migratorio significa la pérdida de las raíces, aunque garantice al hombre mejores condiciones de vida. El hombre nace en un determinado lugar y se encariña con él. La migración destruye el sentimiento de pertenencia a un lugar, a una comunidad, a una tradición. Además la gente que llega de los países pobres a los países ricos también se siente marginada.
Podemos ver cómo la gente del Tercer Mundo cambió los último años su táctica. Hace apenas 20 años existía el llamado movimiento de los Países No Alineados que trataba de presentar ideas y exigencias globales y de lograr soluciones también generales. En la mayoría de los casos nada consiguió y, como consecuencia, el Tercer Mundo optó por meterse en el mundo desarrollado y ya, dentro de él, construir sus cabezas de puente. Eso no se hizo según un plan preconcebido, sino de manera espontánea, como resultado de una reacción instintiva. La gente sintió que presentando propuestas en los foros internacionales nada conseguiría y optó, por ejemplo, por viajar a Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos y luego llamar a algún pariente más. Luego tienen hijos en los nuevos países de residencia y esos descendientes ya se afincan mejor en las nuevas tierras. Hay que tener presente que las sociedades del Tercer Mundo son jóvenes y dinámicas, mientras que el mundo rico envejece cada vez más. Es probable que nosotros mismos nos dediquemos en el futuro a conseguir mano de obra joven y fuerte para nuestros países ricos. Por eso es tan importante que no permitamos la consolidación de los estereotipos negativos relacionados con la gente de los países pobres. hay que construir un mundo tolerante, un mundo abierto en el que podamos existir juntos no solamente nosotros, sino también ellos. No hay otra salida.
Ahora bien, es evidente que no todos emigrarán de los países pobres a los ricos. En las zonas menos desarrolladas quedarán también en el futuro muchos millones de personas, pero no se trata de darles solamente una ayuda de urgencia, como la que se da a los damnificados por las inundaciones, los terremotos, el hambre u otro cataclismo. Se trata de crear una concepción general de buena voluntad en el mundo desarrollado. Hasta ahora jamás surgió esa concepción. Sí, hace 30 años los países desarrollados decidieron que entregarían el 1% de su producto interior bruto como ayuda para los países en vías de desarrollo, pero ese dinero jamás fue transferido a los citados países. Y esa falta de buena voluntad general persiste hasta ahora. En el seminario del rey de Suecia al que me referí más arriba el representante de la organización Médicos Sin Fronteras dio los siguientes datos: en las décadas de los años ochenta y noventa se introdujeron en el mercado cerca de 14.000 nuevos medicamentos. De todos ellos solamente 14 fármacos estaban relacionados con las enfermedades tropicales. Mientras tanto, las dos terceras partes de la humanidad viven en las zonas tropicales y son muchos los hombres que mueren por culpa de la malaria, la fiebre amarilla, el cólera, etcétera.
La ética y el humanitarismo no consiguen obligar a los todopoderosos a adoptar medidas que reduzcan las desigualdades. Precisamente por eso, los mandos militares aluden a los aspectos prácticos del problema y dicen sin ambages, en los informes que mencioné antes que si no ayudamos a los pobres, si no nivelamos las diferencias que hay en el mundo, acabaremos matándonos unos a otros. Tengo la impresión de que, lamentablemente, el pensamiento humanitario atraviesa por una grave crisis. Confieso que en lo que a mí se refiere no estoy en condiciones de escuchar más comentarios sobre el islam y la civilización árabe. Es sorprendente que hoy todos sean verdaderos expertos en esos temas. Me siento harto de escuchar cómo se discute sobre a quién hay que matar y cómo hay que realizar la venganza, a quién hay que bombardear y a quién no. Es evidente que hay que descubrir y castigar a los autores de los atentados contra Estados Unidos, pero ese objetivo no puede empañar el pensamiento en el momento actual. Si nos dedicamos sólo a pensar en los aspectos militares del problema no llegaremos a ninguna parte. Si después de asestar un golpe armado volvemos a sumirnos en un estado placentero, como el que vivimos en la última década, muy pronto se producirá otro suceso que volverá a espantarnos.
Hace 10 años, después de la caída de la Unión Soviética, el péndulo del estado de ánimo de la gente indicaba un optimismo total, aunque había muchas señales de que alguna catástrofe se avecinaba: esas señales fueron menospreciadas y nos hundimos en la diversión. Vuelvo a la frase utilizada por Neil Postman: «nos divertíamos a muerte». En lo que concierne a Estados Unidos hay que decir que su sociedad siempre fue muy móvil, pero pienso que ahora puede sufrir un cambio radical si en todas partes se colocan detectores de metal y controles con vigilantes y agentes, si la gente se deja dominar por el miedo. Hasta ahora Norteamérica fue un verdadero crisol en el que se mezclaban las más diversas culturas, razas, religiones y formas de vivir. Tengo la esperanza de que sabrá proteger y mantener ese rasgo. El 11 de septiembre nos demostró cuán frágil es nuestro mundo. La certidumbre de esa fragilidad se antoja muy importante para nuestra reflexión y, ante todo, para nuestra acción en el mundo.