¡La corrupción al alcance de todos los españoles! Esto sí que es democracia. Y todo ello gracias a la principal industria española, la construcción, el ladrillo.
Por Pablo Méndez Gallo, sociólogo y Doctor en Filosofía
Hay algo que sí ha cambiado radicalmente en este país desde la llegada de la democracia: no sólo hemos accedido al sufragio universal tantos años negado; no sólo hemos accedido al consumo general, tanto tiempo atrasado; no sólo votamos y viajamos al extranjero, no: también hemos accedido a una corrupción democratizada. Esto es, ya no sólo los ‘cuatro poderosos’ de turno están en disposición de granjearse los beneficios públicos para fines privados, sino que esta facultad cada vez resulta más accesible al conjunto de los ciudadanos, aunque sea a través de los representantes públicos. ¡La corrupción al alcance de todos los españoles! Esto sí que es democracia. Y todo ello gracias a la principal industria española, la construcción, el ladrillo.
A la vista de esta realidad nacional que es el ladrillo hipervalorado (la ‘hiperrealidad’, de Jean Baudrillard), podríamos establecer un paralelismo con la aparición de los nuevos estatutos de autonomía en tanto que recalificaciones políticas que hacen de España no ya un país, sino un mero solar parcelado y urbanizable. Por qué será que, cada vez más claramente, las autonomías o ‘realidades nacionales’ me hacen pensar en los reinos de taifas del siglo XI.
La cuestión es: ¿Cuál es el futuro (y el presente) de la democracia en una ’sociedad’ caracterizada por la expropiación de lo público, donde la economía -norma de lo privativo- impone una ‘realidad nacional’ caracterizada por la fragmentación y parcelación de lo común? ¿Hasta dónde puede llegar la corrupción de la democracia? Dicho de otro modo: si una nación viene marcada por la idea de la continuidad territorial y su homogeneidad, además de la imaginación de una pertenencia y propiedad común de un territorio dado (véase Benedict Anderson, ‘Comunidades Imaginadas’), ¿qué quedará de un país que lo ha recalificado todo, para beneficio y uso privado, y su plusvalía recorre escabrosos canales virtuales como son el ‘blanqueo’, los paraísos fiscales (ya no quedan otros paraísos) y los billetes de 500 euros?
Claro que el que no se consuela es porque no ¿tiene? Según el CIS, la corrupción y el fraude ocupa un puesto irrelevante entre los problemas que más preocupan a los españoles: un 1% de los encuestados apunta este tema como problema y sólo un 0,4% lo elige como primera opción. Muy lejos del 42% de españoles que se muestran concernidos por la insidiosa inmigración (africana, supongo) y sus desastrosas consecuencias para la pervivencia del país (tal vez un senegalés que trabaja como irregular en la construcción o la agricultura destroza España). Quizás si los medios de comunicación abrieran cada día hablando de la avalancha o invasión de corruptos -y no de cayucos- que arriban a nuestras costas, tal vez los españoles cambiaríamos de preocupaciones.
(Perdón: la opinión pública, ¿nace o se hace? En realidad, se cuece y se enriquece).
En cualquier caso, no seré yo quien plantee qué lugar debería representar la corrupción en el ránking de preocupaciones españolas. Pero no me cabe duda de que existe una connivencia clara entre corrupción, economía y política. Como no es menos claro el sometimiento de la política a las otras dos. Sin embargo, lo que sí me parece preocupante es que el sistema político español adolezca -de manera sustancial- de uno de los elementos clave para el buen funcionamiento de cualquier democracia que se precie: esto es, los mecanismos de contrapoder. La institución del Parlamento, en Gran Bretaña, se instauró en 1707 como mecanismo que el pueblo adquiría para limitar e interferir en el poder que detentaban la corona y los grandes señores (lords). El mecanismo de contrapoder que instauró la democracia francesa, surgido de su Revolución, fue la famosa división de poderes, de Montesquieu: legislativo, ejecutivo y judicial. Otra forma más reciente de contrapoder viene marcada por la figura, también anglosajona, del ombudsman o defensor del pueblo en nuestro país. Pero, como cantaba Santos Discépolo en 1935, parece que vivimos en el reino de lo inverosímil: «Lo mismo un burro que un gran profesor».
Y es que España (entre otros países) ha desechado hasta el más básico de los mecanismos de contrapoder, como es la educación. La política es la única ‘profesión’ a desempeñar en este país que no tiene ningún requisito formativo; menos que el carné de conducir. Parecerá elitista pero ¿es legítimo confiar la administración de grandes ciudades -en un mundo cada vez más complejo- a personas que carecen de los estudios más elementales? Está claro que no debe de ser políticamente correcto mencionar estas cuestiones, teniendo en cuenta que muchos de los corruptos de este país sí tienen estudios, pero si eliminamos todo tipo de trabas, entonces, ¿qué nos queda?
Cada vez más, ante el avance y engorde de los poderes económicos que corre en paralelo al adelgazamiento del poder político, los mecanismos de contrapoder quedan reducidos a la figura de un ‘teléfono de atención al cliente (902)’ o una asociación de consumidores que, debido a la parálisis del sistema judicial y la ambigüedad de la norma, lo reduce prácticamente a la nada. Se produce la ausencia fáctica de estos mecanismos, por lo que la solución de problemas queda a expensas de la autocontención o autolimitación de los ‘presuntos infractores’, por ejemplo, a través de decálogos de buenas intenciones o códigos éticos. ¿Qué papelón! ¿De qué sirven leyes sin dotación presupuestaria, fiscalías virtuales, órganos sin recursos ! ¿Jardines sin capullos!
España, podemos decir, se ha convertido en un solar recalificado, la clase política en una promotora urbanística, las autonomías en franquicias de un Estado mercantil y la hipotética anexión de Portugal en una opa. Pronto, Iberia Construcciones SA despuntará en el IBEX 35. A no ser que la próxima legislatura municipal tenga a (todos) nuestros regidores recalificando las prisiones que habitan.