Tras pasar 200 años matándonos, el constitucionalismo de 1978 abrió un marco común de convivencia entre los españoles, fruto de un largo y complejo proceso histórico. Nada justifica romper unilateralmente el Pacto de la Transición como ha hecho el independentismo catalán.
Fue una declaración de guerra. Quebró la paz, la paz jurídica, económica, política y social. Una declaración deliberada, sin atenuantes. La brecha abierta ha dividido la comunidad, hasta movilizar las fuerzas policiales y militares. Incluso la Comisión Europea advirtió de la violencia que provoca el movimiento secesionista.
¿Necesitamos los muertos para caer en la cuenta de que el nacionalismo conduce inevitablemente a la guerra?
El golpe al estado realizado por el independentismo catalán ha partido en pedazos el primer tercio del s. XXI español.
Del mismo modo que en el siglo pasado, cuando Cambó pactó con la Corona el Estatuto de Autonomía de 1919, para acallar los gritos de justicia de las familias del Movimiento Obrero -emigrantes en su mayoría-, el eje nacional ha vuelto a desplazar el eje social. El rechazo a las instituciones del sistema causante del paro se ha transformado, vía nacionalismo y vía populismo, en un movimiento de defensa de esas mismas instituciones.
El nacionalismo es un instrumento político del poder. La agenda nacionalista es causante que no exista en el sistema político español una oposición real a la supremacía del capital. Arrastramos cuatro décadas encadenados al conflicto territorial nacionalista, porque quieren más, se creen con derecho a más, y quieren irse.
Atrapados en un relato retorcido, provinciano y victimista, articulado y controlado por una minoría, los independentistas han construido un enemigo, “que roba, es autoritario y fascista”. Este enemigo les despierta un sentimiento inconfesable de aversión y rechazo, sino odio, que se agranda e intensifica por coalescencia de los acólitos. El nacionalismo catalán rechaza violentamente “lo español”, es excluyente y totalitario, “con nosotros o contra nosotros”.
El ariete del independentismo es el “derecho a decidir”, inseminado en todos los sectores de la sociedad para burlar los supuestos jurídicos internacionales del derecho de autodeterminación. Es una idolatríapara camuflar el egoísmo, por lo tanto, con raíz antropológica. Actúa como un poderoso germen totalitario que destruye la vida y la democracia, mucho más allá de las huestes independentistas.
Las políticas identitarias ocupan el centro de la vida política, prometiendo victorias totales fuera de la realidad. Ocurre en Cataluña como en otras partes de los cinco continentes, que irrumpen movimientos reaccionarios, populistas y nacionalistas que se llenan la boca con la palabra democracia y pueblo, pero son autoritarios y aislacionistas. No son más que la versión “moderada” de una extrema derecha que ya ha despegado en Austria, Alemania, Francia, EE. UU., Reino Unido, etc.
El ciudadano independentista si tanto ama la libertad, si tanto quiere derribar muros, podría de una vez arrinconar los cuentos, dragones y cruzadas, emanciparse de los ideólogos del sanedrín, y trabajar por la solidaridad, la cooperación y la paz. Para esto no hace falta más estado.
La oposición auténtica a los poderosos de la tierra trabaja promoviendo los pilares de la sociedad, es decir, la familia y el trabajo, que son los que en verdad sostienen el sistema sanitario, educativo, político, etc. La inefable voluntad secesionista promueve lo contrario, un estado parasitario y capitalista.
En el s. XXI el reto es superar el enfrentamiento entre nacionalismos, identidades y comunidades; el reto es el internacionalismo, “imponer un marco que impida que los egoísmos nacionales y corporativos primen sobre la búsqueda del bien común”.
Lo prioritario es la lucha común contra la barbarie, contra la globalización de la indiferencia, que mata cada día 100.000 personas de hambre. ¡Y nosotros, enriquecidos, mirándonos el ombligo!
En España, será imposible iniciar un proceso de reconciliación, de paz y convivencia sin un compromiso de lealtad institucional que respete los acuerdos.