El “Primer Consiliario” de la HOAC fue un hombre clave para que la Iglesia española pudiera tender puentes con la clase obrera.

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Esta ruptura entre la Iglesia y la clase obrera marcaba profundamente el corazón de D. Eugenio, la gran preocupación de muchas de sus obras anteriores a la guerra (Tierra de Campos, Cura y mil veces cura, El espíritu de la Acción Católica,… ) era precisamente cómo llegar a dialogar desde la fe con los profesionales krausistas salidos de las Universidades y con los campesinos y obreros que creían encontrar en el socialismo ateo el remedio a las injusticias y el hambre que padecían.
El 8 de abril de 1953 fallecía D. Eugenio Merino, consiliario de la HOAC, en esta época estaban surgiendo en la Iglesia española muchos de los movimientos que iban a reconciliarla con la modernidad, publicaciones como El Ciervo o Incunable, y grupos apostólicos como la HOAC o los grupos de Jesús Obrero en los seminarios anunciaban un nuevo modo de afrontar el diálogo con las mentalidades e ideologías que habían sido vencidas en la Guerra Civil y que la Iglesia universal se disponía a reconocer con respeto en el Concilio Vaticano II.

En enero de 1950, mientras miembros destacados de la democracia cristiana, afincados en el gobierno de la Dictadura, cerraban el ¡Tú! (semanario obrero y sin censura promovido por la HOAC) el cardenal Pla y Daniel nombró como consiliario de la HOAC a un sacerdote leonés, ciego y enfermo, que había sido traductor de Cardijn al español, D. Eugenio Merino.

Meses atrás, en una semana de formación celebrada en el seminario de León, un grupo de anarquistas asturianos habían abrazado la fe y la militancia hoacista gracias a las charlas de este anciano director espiritual sobre la Gracia, el Bautismo y la Extremaunción. Su mensaje de que la vida cristiana consiste en vivir las 24 horas del día de vida honrada en gracia de Dios, su crítica a una espiritualidad burguesa, rutinaria y ajena a las preocupaciones y sufrimientos de la vida obrera, y su propuesta de un apostolado que busque en primer lugar engranar con las preocupaciones obreras en materia de vivienda, salario y justicia social, los había convencido de que desde la fe podían continuar con mayor radicalidad la lucha por el ideal obrero en el que habían militado desde su juventud.

Guillermo Rovirosa, pese a reconocer las dificultades de diálogo y colaboración entre un ingeniero como él que ha vivido en París, Madrid o Barcelona y un hombre rural que apenas ha salido del trabajo en un seminario en Tierra de Campos, se entusiasma con la propuesta de Mística de la HOAC que hace D. Eugenio. Ambos comparten la profunda convicción de que el cristianismo sólo merece la pena si es vivido como radical vocación a la santidad, encarnada en la lucha apostólica por la justicia. Ambos, por diferente camino, han descubierto la trampa que se esconde detrás del espiritualismo y politiquería que ha caracterizado al movimiento social católico español, y que vive su cenit en el Nacionalcatolicismo. De este modo, el Plan Cíclico y los Cursillos Apostólicos de la HOAC, que se comienzan a redactar en los años en que D. Eugenio es consiliario y será culminado por D. Tomás Malagón, van a presentar un cristianismo de conversión que dará como fruto las generaciones de militantes y sacerdotes capaces de tender puentes entre la Iglesia y la clase obrera vencida en la Guerra Civil.

Esta ruptura entre la Iglesia y la clase obrera marcaba profundamente el corazón de D. Eugenio, la gran preocupación de muchas de sus obras anteriores a la guerra (Tierra de Campos, Cura y mil veces cura, El espíritu de la Acción Católica,… ) era precisamente cómo llegar a dialogar desde la fe con los profesionales krausistas salidos de las Universidades y con los campesinos y obreros que creían encontrar en el socialismo ateo el remedio a las injusticias y el hambre que padecían. Su intuición era que para lograrlo la Iglesia debía afrontar dos grandes retos: el primero la restauración de una vida cristiana auténtica basada en la vocación de todos a la santidad; el segundo, la vuelta al espíritu apostólico de las primeras comunidades cristianas. En ambos casos, San Pablo era su referencia de radicalidad bautismal y de diálogo con la cultura de su tiempo (hacerse todo a todos para ganar a algunos).

Por este empeño de buscar el encuentro entre la fe y los hombres del s. XX, queriendo liberarse del integrismo carlista en que le habían educado en los seminarios del s. XIX, Merino llega a tener un pensamiento y una predicación caracterizada por romper barreras que parecen insalvables en la mentalidad común de su tiempo. Rompe la separación entre religiosidad y vida profana, pues para él la vida cristiana es sobre todo vida –las 24 horas del día- y no sólo el rato en que se practica la religión.

Rompe la barrera entre santidad y vida laical (todavía en 1949 le tocaba discutir en el seminario de León con los predicadores jesuitas que negaban a un cura secular la posibilidad de ser santo) y propone a las madres cristianas pobres como modelo de perfección, pues ellas, con su vida de sacrificio desinteresado, son la que viven en plenitud el significado del sacrificio de la Eucaristía.

Rompe la separación entre Teología profesional y catequesis popular, pues para él todos los dogmas están destinados a ser vividos en la vida cotidiana y está convencido de que las cartas de San Pablo se escribieron para los cargadores del puerto de Corinto y no para que se las encerrara en los sesudos comentarios de los teólogos.

Y rompe la separación entre la Iglesia y la clase obrera pues descubre como la honradez y la solidaridad (el amor sacrificado de las madres cristianas pobres) eran los principales valores de la militancia obrera atea en la historia de España, y ambos coinciden plenamente con la aportación más genuina del Evangelio y la Iglesia a la promoción de los pobres: la vocación a la santidad vivida como lucha en la militancia cristiana.

Con todo ello, D. Eugenio supo engranar –como él decía- con la mentalidad obrera, y entusiasmar con la vocación bautismal a los conversos como Rovirosa, Quintanilla, Gómez del Castillo, Martín,… que, tras la ruptura de la Guerra Civil, hicieron que la Iglesia española volviera a tener su lugar como evangelizadora de los pobres y defensora de la justicia. Cincuenta años después no podemos dejarle en el olvido, como decía un sacerdote de León «si hubiera evangelizado a los ricos ya estaría beatificado», por esos la HOAC de León y Valladolid está organizando actos en su memoria con motivo del 50 aniversario de su muerte. También la editorial Voz de los sin Voz ha reeditado sus charlas sobre La Mística de la HOAC.

Cuando de nuevo se habla de tender puentes entre la Iglesia y la izquierda no es legítimo hacerlo olvidando la historia y el testimonio de quienes abrieron este camino. El diálogo que facilitó la Transición se inició desde mediados de los años cuarenta con el lanzamiento del apostolado obrero militante y se basó precisamente en la coincidencia de obreros ateos y cristianos en un deseo radical de honradez, solidaridad y justicia. D. Eugenio Merino contribuyó a profundizar este punto de encuentro, él recordó a los militantes obreros cristianos que no debían tener ningún complejo por su fe, pues la Gracia que recibían en el Bautismo desarrollaba en ellos todos los ideales representados en la militancia obrera, y la vida cristiana (oración, liturgia, compromiso, pertenencia eclesial,…) eran la mejor garantía de fidelidad a las luchas de su clase y de encarnación auténtica en los pobres, por encima de la manipulación de cualquier ideología (como recordaban las palabras del Papa en la portada del primer número del ¡Tu!).