Donata, hutu hija de asesino, se casó con Alfred, tutsi hijo de su víctima.
Los matrimonios mixtos del país de las Mil Colinas reflejan el esfuerzo de la sociedad por la reconciliación.
No todas las historias terminan mal en Ruanda. Surcar el país de las Mil Colinas es encontrar una sucesión de relatos increíbles sobre cómo un pueblo fue capaz de lamerse las heridas tras una degollina sin precedentes: cuentan que hay un equipo ciclista, el Team Rwanda, que ha unido las fuerzas de hutus y tutsis y que hoy es el mejor de África. Cuentan que la emisora nacional, heredera de la radio Mil Colinas, cómplice de la difusión de la ideología genocida, ofrece hoy una exitosa radionovela que basa su argumento en el perdón y el diálogo. Cuentan que, en 1994, un asesino hutu entró en casa de una mujer tutsi en Kigali, la hirió de un machetazo en la pierna y mató a su marido y a su hijo. Años después, cuando salió de la cárcel, pasó por aquella casa de barro para pedir perdón, vio a la viuda casi inválida, se apiadó de ella y comenzó a cuidarla. Poco después se enamoraron y hoy son marido y mujer. Y también nos cuentan que hay un matrimonio formado por la hija de un genocida y el hijo del hombre al que mató. Estos últimos nos invitan a su casa para conocer su experiencia.
En las colinas de la prefectura de Kamembe, en una casa entre plataneras viven Alfred y Donata, él militar y ella ama de casa, un matrimonio normal si no fuera porque ella es hutu e hija de asesino y él es tutsi e hijo del asesinado. Dos décadas después del genocidio de los 100 días, aquella primavera de machetes que sepultó a 800.000 personas, la reconciliación se escribe en esta pequeña aldea en un lugar remoto de la Ruanda más rural, alejada del sonido de los móviles, de los rascacielos y del tráfico de Kigali, una de las capitales más limpias, seguras y prósperas de África.
La historia de la pareja condensa el pasado de muerte, el presente de difícil reconciliación y el futuro esperanzador del país, encarnado en sus dos hijos mixtos. Llegar hasta la colina implica recorrer horas de viaje atravesando los parques naturales donde viven los últimos gorilas de montaña, los auténticos reyes de África.
«Yo pude perdonar al padre de Donata porque vino a mi casa a disculparse por lo que hizo», dice Alfred, sentado en el tresillo de madera tosca que adorna su salón sobre el suelo de tierra roja. «Ella y yo nos conocemos desde niños. Siempre estuve enamorado de ella». Su madre, Bernardette, la viuda tutsi, asegura que «Alfred siempre estuvo como hechizado por Donata. Los veías hablar y ya sabías que había algo poderoso entre ellos».
Durante los meses previos al genocidio los funcionarios elaboraron listas de tutsis, los profesores universitarios manipularon la historia, las revistas publicaron la propaganda homicida, la emisora Radio Mil Colinas retransmitió el odio y el ejército entrenó y armó a las milicias.
Los vecinos se convirtieron en asesinos de vecinos. Toda la maquinaria del Estado se puso a trabajar en el objetivo común: la solución final en versión africana.
El día 6 de abril de 1994 los extremistas hutus derribaron el avión del presidente Juvenal Habyarimana cuando venía de firmar la paz con los rebeldes tutsis. Si será grande Kigali que el aparato en llamas fue a caer justo en el jardín de su propia casa. Eso sirvió de justificación para desatar las matanzas contra las cucarachas, como llamó a la minoría tutsi la radio Mil Colinas.
El odio se extendió como una maldición bíblica. El día 15 de abril comenzaron a llegar a las colinas de Kamembe las milicias Interahamwe (literalmente, los que matan juntos) mirando carnés de identificación y buscando a tutsis casa por casa para matarlos. «Grazie, el padre de Donata, nos traicionó. Nos dijo que nos escondiéramos en el bosque y él mismo reveló después nuestro escondite. Yo pude escapar con mis hijos, pero a mi marido lo capturaron. Después supe que él mismo había empuñado la lanza que lo atravesó. Dos días después murió», cuenta en voz baja Bernardette mientras criba un puñado de alubias.
A 100 metros de casa de la viuda vive Grazie, el asesino de su marido. Pasó 13 años en la cárcel por lo que hizo, pero los tribunales populares Gacaca (significa hierba, porque es ahí donde los vecinos se sentaban a dialogar y a juzgar) le permitieron volver a la aldea a condición de que pidiera perdón a sus víctimas. Ahora vuelven a ser vecinos. «Yo era un simple granjero y no estaba al tanto de asuntos políticos», dice Grazie en el interior de su casa, decorada con pósters de Jesucristo y la virgen María. «Nos unimos a las milicias por miedo, estoy arrepentido de aquello, pero yo no maté al padre de Alfred. Cuando yo lo vi ya estaba moribundo», afirma ante su cama, coronada con una mosquitera blanca como el velo de una novia.
Más tarde, otro compañero suyo de la milicia, que vive en la misma aldea, nos confesará que en realidad Grazie sí clavó su lanza en el cuerpo y cabeza del padre de Alfred y marido de Bernardette. «Por eso fue a la cárcel», concluye. Cuando Alfred le pidió la mano de su hija aún estaba en prisión y no lo aceptó. «Que un tutsi quisiera casarse con su hija hutu le pareció una especie de venganza», recuerda Bernardette. «Después cedió, viendo que en realidad su hija amaba a Alfred».
«No me importa lo que hizo mi padre. Yo sólo quiero vivir en paz», concluye Donata. En la Ruanda actual hablar de hutus y tutsis es un gran tabú, aunque todo el mundo sabe a qué casta (agricultores o ganaderos, aristócratas o vasallos) pertenece. No es una diferenciación nueva, sino que tiene siglos de antigüedad y fue rescatada por los conquistadores belgas para apoyar su poder en la división de la población, una vieja práctica colonial…
Autor: Raquel Villaécija, Alberto Rojas ( * Extracto)