El Aula «Julián Gómez del Castillo» la Universidad de los Pobres

1671

En San José de Chirica (San Félix, Ciudad Guayana. Venezuela), una de esas periferias urbanas de tantas ciudades del mundo, en dónde nadie que no sea de allí se atreve a entrar sin temor y temblor, se erige un edificio que llama la atención porque se eleva dos pisos sobre el mapa de barracas e invasiones que enmarañan un área que antes fue selva. Un edificio que ha sido levantado bloque a bloque, verso a verso, con el trabajo gratuito de descartados que comen una o tal vez dos veces al día.

Campaña solidaria en Venezuela

Desde lo alto de la torre-campanario (aún sin campana) que preside el edificio se ve a algunos niños volando cometas: un plástico de una bolsa colocado en una estructura hexagonal de palos. Los cables caóticos de la luz, que atraviesan algunas calles, han atrapado y retenido muchas de ellas, o las han mutilado e inutilizado, cual metáfora de su vida. Ellas son testigos mudos de este juego que consiste en hacer volar, soñar, y tratar de elevarse del suelo enfangado que pisan las cholas de los descalzos. Al volar las cometas, lo dicho: los niños transfiguran lo que pisan y elevan sus ojos al cielo.

Aquí está, alegre y brava, modesta y valiente, la Casa de Formación y Espiritualidad del Movimiento Cultural Cristiano, la Casa Emaús, el Aula “Julián Gómez del Castillo”, la universidad de los pobres. Para transformar el fango y la fealdad, la humillación del mal y la injusticia, en canto y lucha. No nació de la noche a la mañana, o tal vez sí. Pero de una noche larga, llena de veladas de insomnio, incómodas, duras, humildes, vibrantes, en las que poco a poco se iba reuniendo un grupo de gente sencilla. Se sentaban en torno a una mesa, para leer (o balbucear), para estudiar, para dialogar, para cantar, para debatir, para educarse en la fe que proclama que, a solas, heridos y maltrechos, desechados y rotos, cada uno por su cuenta, no somos nada, porque no somos lo que Dios quiere que seamos. Una mañana la mesa se convirtió en casa, la casa en hogar, en sala, en escuela, en familia.
En esa Casa se celebra, desde hace dieciséis años, el Aula “Julián Gómez del Castillo”, con encuentros, jornadas y cursos que salpican el calendario de todo el año y que se intensifican en verano. Aprendieron del Aula “Malagón Rovirosa” que se celebraba ya en España y toman de ella todo el patrimonio de promoción integral y colectiva que, a su vez, de generación en generación, hemos recibido como herencia.

Julián Gómez del Castillo en Iberoamérica

Los “conferenciantes” no cobran. Todos los asistentes, por pobres que sean, pagan. Si no se puede con dinero, se hace con trabajo. El trabajo asociado, a disposición del servicio, siempre ha sido la riqueza más valiosa de los “sin poder”.

La sola preparación del Aula de verano supone meses de esfuerzo y trabajo que corren a cargo de los militantes de allá. Ninguno de ellos es un “liberado” de la organización. Su vida es la de cualquier vecino de aquellas barriadas. Sólo proveer la intendencia para los asistentes se convierte en un episodio épico que conlleva cientos de horas de colas en mercados, de idas y venidas a pie o en carros prestados, y de los tejemanejes que cualquier vecino sabe que tiene que enfrentar en las economías negras de subsistencia de estas vastas áreas periféricas del planeta.

Poder asistir supone también una odisea ante la que jamás hemos visto ningún lamento ni queja, sino todo lo contrario. Son muy conscientes de que su aportación monetaria al Aula, que nadie con dignidad cuestiona porque saben que está pensada y propuesta desde ellos mismos, mermará su escuálida economía. Saben también que abandonar su rancho- una chabola o casa- les puede costar encontrarse sin techo a la vuelta de los cursos. Saben que tendrán que organizar todos los cuidados y tareas que conlleva la convivencia con niños y ancianos, con enfermos y discapacitados que tienen a su cargo. Y sin olvidar que nos encontramos en un país donde la cesta básica se paga a precios españoles, pero dónde se cobra un salario que no supera de promedio para la mayoría los cuarenta o cincuenta euros mensuales. Y dónde la esperanza de vida, que permite hacernos una idea de en qué condiciones transcurre su existencia, ya cuenta con tres años menos que en el resto de Iberoamérica.

Sin embargo, el plantel de cursos y asistentes de que disponen los “desposeídos” supone, sin duda, una de las ofertas de formación y espiritualidad de mayor calidad y consistencia de todo el país. Y nadie puede hacerse una idea de la alegría y el agradecimiento que transmiten todos los que pueden acudir a ella. La semilla de la liberación, puro evangelio, está plantada.

A las 5 de la mañana ya se ha levantado un grupo de asistentes para preparar el desayuno de todos. Entre ellos se encuentra el ponente del curso de la mañana. Se prepara algo que llaman café, porque un venezolano no funciona sin él. Y se disponen a hacer unas arepas austeras, que tienen que estar listas a las 6,30h. a.m. La jornada anterior ha sido intensa. El sueño, ligero. En la cocina se ríe, se canta y se reza con vehemencia, antes del comienzo de las laudes, que marcan el inicio de la nueva jornada. Las cometas se han puesto a volar.

Editorial de la revista solidaria AUTOGESTIÓN nº 149