El dedo en el ojo

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Desde diversos ámbitos de la izquierda política, se oyen voces defendiendo a los niños en el vientre de la madre. Nos hacemos eco hoy, del artículo de García Moriyón, anarquista libertario, militante de la CGT

Estaba en su programa y al final el PP ha promulgado una nueva ley del aborto. Ha sido un proyecto elaborado por Gallardón, uno de los ministros que, como bien sabíamos en Madrid, pertenece al ala más conservadora del partido. Como era de esperar, la polémica generada ha sido dura, como siempre suelen serlo los debates en torno al aborto o interrupción del embarazo.

La visión más simplificada del tema, pero también la que domina los medios de comunicación es que hay dos bandos enfrentados. Por un lado los progresistas, en general gente de «izquierdas», defensores de los derechos de las mujeres, que ven en esta ley un retroceso a tiempos remotos, reaccionarios y patriarcales; y por el otro lado los conservadores, en general gente de derechas, defensores de la vida del embrión y el feto que consideran que debe ser protegido jurídicamente.

El campo está, como digo, perfectamente delimitado, y las descalificaciones son mutuas. Para los primeros, los «progresistas», el otro bando lo componen sobre todo gente que no respeta a las mujeres y sus derechos, defensores de una sociedad patriarcal de mujeres sometidas y son enemigos manifiestos de la libertad de decisión. Para los segundos, «los conservadores», el otro bando se compone de personas egoístas, encerradas en un individualismo que desprecia la vida de lo que supone un obstáculo en su desarrollo personal. La retahíla de descalificaciones mutuas es bastante amplia y la posibilidad de llegar a un acuerdo parece remota. Es un debate en el que se sienten bastante incómodas las personas que son al mismo tiempo «progresistas», militantes de «izquierdas», comprometidos con los derechos de la mujer, pero que consideran que el aborto es moralmente malo. Ese es mi caso particular.

El cruce de descalificaciones recíprocas que caracteriza el debate actual hace desaconsejable meterse en ese charco, pero creo que puede venir bien recordar algunas cuestiones, sin ánimo de cerrar el debate. Sé que definirse como antiabortista es, además de una simplificación intencionada que pretendo luego aclarar, una provocación en un contexto como este en el que la casi totalidad de los lectores muy probablemente sean pro-abortistas. ¡Qué le vamos a hacer! Mi vinculación al pensamiento y la práctica libertaria siempre me ha exigido seguir pensando por mi mismo.

El núcleo de la disputas, lo que realmente se discute en última instancia, es el estatus antropológico del embrión/feto. Para unos, desde los primeros momentos, se inicia un proceso que, salvo interrupciones accidentales o voluntarias, dará lugar a un persona humana lo que exige protegerlo como tal. Es más, la carga de la prueba, por así decirlo, no está en quienes nos oponemos moralmente al aborto, sino en quienes lo defienden. Por descontado que estas personas consideran que no tiene ese estatus antropológico y, por tanto, no debe ser protegido, pero son ellas las que deben señalar por qué a partir de un determinado momento, digamos 14 ó 18 semanas, es ya una persona y antes no.

Una consecuencia de esto es que, curiosamente, puede ser incluso más inmoral una ley de supuestos que una ley de plazos, puesto que si consideramos que el estatus del embrión/feto es inviolable, lo será independientemente de que sea producto de una violación o que presente malformaciones (excepto quizás algunas excesivamente graves), como es el caso del síndrome de Down (apenas nacen ya niños con ese síndrome). Y si se considera que no tiene ese estatus, lo que procede es una ley de plazos: no es una «persona», por lo tanto decido lo que me parece oportuno y no tengo que dar explicaciones ni justificaciones de mi decisión.

No está en cuestión, por tanto, el derecho a decidir de las mujeres ni de nadie, sino saber si se tiene derecho a decidir sobre la continuidad de un embrión/feto. Por dejarlo claro, casi nadie pone en duda que sea correcto que la ley prohíba que la gente venda su sangre o un órgano: no se reconoce en esos y otros casos, la libertad de elección. La libertad de decisión es un requisito de la vida moral plena, pero de ahí no se sigue que lo que decidimos libremente sea moralmente aceptable.

Del mismo modo, no procede embarcarse en un creciente proceso de descalificaciones mutuas. Uno puede, perfectamente, ser radicalmente feminista (un ámbito en el que hay cierta variedad de posiciones), pero estar en contra del aborto. Y del mismo modo, una persona puede considerar que el embrión/feto no es una persona, por lo que no tiene ningún sentido acusarla de asesinato cuando practica la interrupción el embarazo. Como decía al principio, conviene tener más sensatez en estas discusiones y más comprensión de la posición contraria.

Tampoco resulta sensato recurrir a ejemplos extremos de violaciones, malformaciones graves, situaciones socio-económicas deplorables… Todo eso son circunstancias que explican por qué la gente se ve forzada a abortar, pero las explicaciones no son justificaciones. Por otra parte, la proporción de abortos debidos a esas causas es muy pequeña para que debamos enciscar el debate con esos casos. Más vale buscar caminos intermedios que hagan posible la convivencia, aunque en casos como este a lo más que podamos aspirar es a una tensa coexistencia. Un primer paso es distinguir entre la ley y la moral. Es cierto que las leyes deben estar muy próximas a las normas morales, pero los dos ámbitos no coinciden exactamente, lo que deja margen para que puedan ser aprobadas leyes de dudosa validez moral. Las leyes sobre la propiedad privada, por ejemplo, se alejan con cierta frecuencia de criterios morales elementales y por eso algunas personas, aunque seamos una minoría (la verdad moral tampoco se vota, se fundamenta argumentativamente) luchamos por su desaparición.

Eso deja un amplio margen para que, si existe una ley de plazos, los partidarios del aborto podrán ejércelo y quienes están en contra, desarrollarán políticas sociales encaminadas a que disminuya significativamente la práctica del mismo, al margen de lo que diga la ley. Y, claro está, seguirán luchando para que las leyes se aproximen lo más posible a los estándares morales que consideran fundamentales. Eso es lo que pasa en todos los ámbitos de la vida de las personas. Acabo de mencionar el caso de las leyes sobre la propiedad privada y puedo añadir, por ejemplo, las leyes inspiradas en el neoliberalismo radical que algunos, como yo mismo, las consideramos profundamente inmorales y luchamos para derogarlas y modificarlas.

Evitar las descalificaciones desproporcionadas no resuelve al problema, sin duda, pero hace más llevadero el enfrentamiento e incluso permite encontrar campos en los que es posible colaborar. Por ejemplo, antiabortistas y abortistas pueden participar activamente en mejorar las condiciones de existencia que explican una parte nada despreciable de los abortos. Y además podemos avanzar en una reflexión de más calado sobre el auge de las políticas neomalthusianas y de las prácticas eugenésicas, que guardan alguna relación de fondo con la práctica del aborto.

Autor: Félix García Moriyón