EL DESMAYO NACIONALISTA

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Los pueblos que no conocen su pasado están condenados a repetirlo, y la Historia repite la misma lección, una vez tras otra. Don Ramón Menéndez Pidal, en su libro Los españoles en la Historia, de 1947, hizo un análisis sobre los nacionalismos y sobre la importancia de conocer bien la historia de España. Es tan certero y actual podría haber sido escrito ayer. Ofrecemos un extracto:

Por Ramón Menéndez Pidal

El nuevo brote de las ideas federalistas, el contemporáneo, toma vuelo con el descon­cierto que cayó sobre la nación tras el de­sastre de 1898. El federalismo catalán toma entre los extremistas la forma de naciona­lismo. Se quiso empezar descubriendo una diversidad étnica, se abultaron artificial­mente los hechos diferenciales por los que presentan al pueblo catalán como algo com­pletamente separado de los demás pueblos de España. Para esto, la Historia tenía que ser tratada nacionalmente: hay que ir cortando cuidadosamente los más fuertes enlaces que se observan entre la historia catalana y la

más general de España, y -donde no se pue­de cortar- mostrar lo injusto o nocivo del lazo. Modernamente, en los movimientos secesionistas, se concede la mayor impor­tancia a la diversidad de la lengua. Mientras la cultura tiende cada vez más a la unifor­midad universal, se valoriza más la indivi­dualidad de múltiples culturas menores. Se tiende a igualar en la consideración históri­ca las grandes lenguas con las pequeñas, y hasta con las antes no existentes como ta­les. El nacionalismo pretende sacudir el pe­so de la Historia y someter su idioma nativo a una violenta acción descastellanizante. Pe-

ro el desarrollo histórico de los idiomas lo­cales y de los reinos independientes anti­guos no apoya el que una diferencia de len­gua se tome como base natural del autono-mismo.

No obstante, las ideas nacionalistas sobre base lingüística alcanzan una plena reali­zación durante la segunda República. Pri­mero se aprueba el Estatuto catalán; des­pués el vasco; más tarde había de seguir el gallego. Una voluptuosidad desintegrado-ra quería estructurar de nuevo a España, co­mo el que estructura el cántaro quebrándo­lo contra la esquina, para hacer otros tan­tos recipientes con los cascos. Se incurría en las mayores anomalías históricas para constituir estos pedazos, para separar lo que los siglos conocieron siempre unido. Los vascos de las tres vascongadas, por ejem­plo, separándose hasta de sus vecinos los vascos de Navarra, querían vivir solos, cuan­do siempre vivieron fraternalmente unidos a Castilla; invocaban una lengua y una cul­tura propias; pero ¿qué cultura es la vasca, sino inseparablemente unida a la castella­na para gloria de ambas, cuando el vasco no empezó a ser escrito hasta el siglo XVI y para contadísimas materias; cuando, si san Ignacio no hubiera pensado en castellano más que en vasco, jamás hubiera podido concebir sus Ejercicios espirituales, ni hu­biera sido Ignacio universal, sino un oscu­ro íñigo, perdido en sus montes nativos; cuando, si Elcano no llevara un nombre que suena a castellano y no guiara una nave de nombre castellano al servicio de ideales fra­guados bajo la hegemonía castellana, no hubiera concebido otra empresa marítima que la de pescar atunes en el golfo de Viz­caya? De igual modo, ni imaginar siquiera se pueden las grandes figuras de catalanes o de gallegos sin ponerles por fondo el reino de Aragón o el de Castilla, como ni conce­bir tampoco se puede sin esas figuras la his­toria de Castilla o de Aragón.

En fin, también en la segunda República, igual que en la primera, la tendencia a la fragmentación se presenta como parasitaria de la ideología republicana, y también trae serios contratiempos al Gobierno, hasta exi­gir una dura intervención en Barcelona.

Federalismo, cantonalismo y nacionalis­mo moderno, lejos de representar la España auténtica, no responden sino a un desmayo de las fuerzas vitales que no puede prolon­garse sin grave peligro. Aparecen como una enfermedad, cuando las fuerzas de la nación se apocan extremamente; pues toda enfer­medad consiste en el autonomismo de al­gún órgano que se niega a cooperar al fun­cionamiento vital unitario del cuerpo.