El DRAMA de las PATERAS

2920

Así se fortalece la nueva economía en Europa. La explotación de africanos en la U.E. mata a más de 4.000 anualmente, en el Estrecho.
Ni en la peor pesadilla. Punta Carnero, Cádiz. El rugido del mar es ensordecedor. El agua se estrella sobre las rocas formando enormes masas de espuma. En la profunda oscuridad de la noche, rota levísimamente por la luz de la luna, un disperso grupo de manchas negras comienza a surgir del mar. Cuando la vista se habitúa a la penumbra, las sombras se van transformando en figuras humanas. Una patera ha atracado cerca de la costa y una treintena de personas luchan por alcanzar la inhóspita orilla cubierta de guijarros.

Descalzos, desorientados y casi desnudos, sin más equipaje que un hatillo de ropa seca envuelto en bolsas de basura, 30 marroquíes intentan salvar la vida entre las voces de apremio de un marinero adolescente. Asustados, resbalando en el fondo gelatinoso, ahítos de agua, muchos desaparecen entre las olas sin atisbo de volver a emerger. Son las dos de la madrugada y una vez más la soledad de esta inhóspita cala se ve rota por un contingente de inmigrantes ilegales en busca de Europa. Su futuro se juega esta noche. La secuencia sería un buen argumento para el peor de los sueños. Pero es real.

Todo se desarrolla según el siniestro guión de la inmigración clandestina que desde hace ocho años alcanza a diario las costas de Cádiz. La barca ha partido cuatro horas antes de Castillejos, en las cercanías de Ceuta (Sebta para los marroquíes). La travesía ha sido tranquila; terrible, pero tranquila. Cada ilegal ha pagado 100.000 pesetas. Todos son jóvenes procedentes de las zonas agrícolas del interior del país. Es la primera vez que los pasajeros ven de cerca el mar. Ninguno sabe nadar. Con las primeras luces de España a un tiro de piedra , el barquero les ordena que salten al agua. Es un áspero final de trayecto.

De pronto se hace de día. Algo ha salido mal. Un intenso resplandor ilumina el descarnado escenario del desembarco. Un helicóptero del Servicio de Vigilancia Aduanera (SVA) se abalanza de entre las tinieblas sobre las cabezas de los inmigrantes. Un vendaval que apesta a combustible golpea sus rostros. La sirena, las centelleantes luces azuladas y los focos de una lancha rápida del SVA surgida de la inmensidad del mar colaboran a destrozar los nervios del grupo de magrebíes. Ciegos, inician la desbandada. Corren sin rubo. Les sangran las piernas desolladas por las rocas. Los livianos equipajes quedan despanzurrados en la orilla.

La oscuridad juega a su favor: los marroquíes desaparecen entre la maleza. No más de media docena son detenidos. El resto desaparece en las sombras. En una mínima grieta se adivinan un adulto y un niño abrazados, mudos, inmóviles, como intentando zafarse así de la persecución. Un miembro del SVA parece no percatarse del contenido del burdo escondrijo. Es un momento de tensión que abate a los propios aduaneros: «A nadie le gusta hacer estas cosas; no son delincuentes, son personas; detener ilegales es lo peor de este trabajo», musita afligido uno de los agentes. Han pasado tres minutos desde el comienzo de la escena.

Veinticuatro horas más tarde. «¡Eso parece una patera…!¡Es una patera; vamos a por ella!». El dedo de un miembro de la Guardia Civil del Mar se ha posado en una mancha del tamaño de un grano de arroz dibujada en la pantalla verde del radar. No hay duda. La lancha Rodman 55 enfila la dirección que marcan los sistemas de detección con las turbinas a toda máquina. Es la una de la madrugada y los cinco miembros de la dotación policial navegan frente a las aguas de Punta Camorro, al oeste de Algeciras. Instantes después aparece ante los ojos de la tripulación una patera de seis metros de eslora sobrecargada con el peso de 36 inmigrantes. Todos son jóvenes de piel morena y pelo negro. Marroquíes. Llevan gruesas prendas oscuras. Parecen auténticas sardinas en lata. No queda ni un hueco libre en la barca, cuyo fondo está anegado por tres dedos de agua. El miedo se apodera del grupo. Sus movimientos nerviosos consiguen que la barca comience a oscilar peligrosamente. Parece que en cualquier momento el océano se los vaya a tragar. «Son momentos muy peligrosos», explica el sargento Antonio Galeote, el patrón de la lancha de la Guardia Civil. «Es preferible que se nos escapen a que se nos ahoguen». Uno de los marineros intenta tranquilizar a los ilegales: «No os levantéis; no va a pasar nada; no os vamos a pegar; os vamos a dar de comer». En minutos se realiza el trasvase de los inmigrantes a la lancha de vigilancia. Nadie habla. Sólo un marroquí rozando los 50 años llora: «Por qué; por qué estando tan cerca de España nos tiene que pasar esto; para mí ya no habrá una próxima oportunidad». Un guardia civil enciende un cigarrillo y suspira mirando al mar.

Cuarenta y ocho horas más tarde. Doce de la noche. A 1,2 millas de Punta Acebuche. El mar está como un plato. Hay luna llena. La patera ha salido dos horas y media antes de Ksar-es-Sguir. Lleva 30 inmigrantes a bordo. En cuestión de minutos, el viento cambia de rumbo. Una nube plomiza se alza sobre el peñón de Gibraltar. El aire se vuelve húmedo y caliente. El maldito levante comienza a soplar. Se levantan olas. Una de ellas inunda la patera. Los inmigrantes achican desesperadamente con botellas. Es demasiado tarde. Ibrahim, uno de los seis supervivientes, no recuerda nada más. A lo sumo, a cuatro o cinco ilegales desapareciendo de su vista entre la mar rizada según pasaba el tiempo. El permaneció 11 horas en aguas del Estrecho antes de ser rescatado. Veinte cadáveres aún no han sido encontrados. «Aparecerán: el mar no quiere nada que no sea suyo», sentencia un cabo de la Guardia Civil.

Mueren en el umbral de Europa. Miles de personas se juegan la vida a diario para alcanzar un etéreo paraíso parido por las ondas de televisión: para muchos será un viaje sin retorno. Tras intentar conquistar el paraíso, hombres y mujeres de todos los rincones de Africa no volverán. Otros, tras meses de encierro en indignos campos de ilegales en Ceuta y Melilla, de grilletes, fichas policiales y estancias en carcelarios centros de retención como el de Málaga, recibirán un billete de vuelta gratis. Todos repetirán hasta cruzar las puertas de la «tierra prometida». O morir.

El estrecho de Gibraltar es nuestro río Grande. Una frontera de 57 kilómetros de largo por 13,2 kilómetros de ancho en su punto más angosto que separa implacable Africa de Europa. El último obstáculo para los inmigrantes del Tercer Mundo. Y el más peligroso. Es imposible realizar un cálculo ni aproximado de los que han muerto en el empeño. La Asociación de Emigrantes Marroquíes de España (AEME) habla de 4.000 desde comienzos de los noventa. Un periodista francés afincado en Marruecos y especialista en el tema coincide en la cifra de 2.000 con la Asociación de Trabajadores Marroquíes en España (Atime). En España, el número se reduce a unos 250. Mientras, el Ministerio del Interior niega tener alguna información al respecto.

Pero el número de los fallecidos no se puede reducir a los que reposan en las entrañas del Estrecho. Hay cientos, miles de personas con las vidas segadas por los ejes de un camión bajo el que pretendían cruzar clandestinamente la frontera; asfixiados en contenedores de mercancías; destrozados por los motores de un transbordador; ahogados tras saltar de un barco de pasajeros para hacer el último trecho a nado y burlar a la policía. Sin olvidar a las víctimas anónimas acuchilladas por las mafias marroquíes; arrojados al mar desde mercantes con bandera lejana al ser descubiertos como polizones. Y todos los africanos que cayeron asesinados en el camino o murieron vícitmas de la malaria, las guerras, el hambre o la sed en una peligrosa travesía de miles de kilómetros por Africa. Éstos tampoco consiguieron vislumbrar ni de lejos las costas de Cádiz. ¿Quién se acuerda de ellos?

«¿Y a pesar de todo, por qué queremos pasar? Seguro que para vosotros es dificil comprender por qué una persona normal, que tiene una casa y un pequeño trabajo y una familia, lo deja todo y se echa a la aventura. Por qué camina miles de kilómetros, paga sobornos a policías de media Africa y se pone en manos de desalmados para llegar a Europa», intenta explicar Baschir, un marroquí que aguarda en una mugrienta pensión de Tánger el momento de dar el salto. «La respuesta es que no tenemos otro horizonte. Y preferimos jugarnos todo para encontrarlo». «Las familias se sacrifican y reúnen el dinero para que sus hijos salgan de esta miseria y busquen un mundo donde vivir mejor; imagina cómo se sienten nuestros padres cuando nos ven en la calle sentados, sin trabajo, un día y otro», dice su compañero Mohamed, que comparte la espera. «Y queremos disfrutar esa democracia que desde aquí nos parece maravillosa. Todo Africa es una gran dictadura. Y la gente joven quiere libertad. Y si nos morimos en el Estrecho, es que Alá lo ha querido así», recalca tajante Abdelaziz, uno de sus compañeros más ilustrado.

Las puertas de España estuvieron abiertas durante siglos. El tráfico de marroquíes nunca sorprendió a los habitantes del sur de España. Tuvo que llegar la Ley de Extranjería, de 1985 (Ley Orgánica de los Derechos y Deberes de los Trabajadores en España), y, posteriormente, el acuerdo de Schengen, firmado por la práctica totalidad de los países de la UE en 1991, para que los trabajadores del Tercer Mundo se vieran obligados a obtener un visado que les autorizase a permanecer en nuestro territorio. Un documento imposible de conseguir para un africano sin dinero ni influencias. Ahí comenzaron los problemas. Y las muertes.

Mamadu Lamine, de origen senegalés y miembro de la Secretaría Confederal de Migraciones del sindicato Comisiones Obreras, afirma que hay en España en estos momentos 300.000 extranjeros con permiso de trabajo y entre 100.000 y 150.000 indocumentados, de los cuales un 40% son marroquíes; un 10%, subsaharianos, y un 5% argelinos. Del total, un 30% son mujeres. «Cifras que no deben preocupar a los españoles, porque España es sólo un país de paso hacia naciones con más empleo y leyes de inmigración más flexibles». No se equivoca; sólo en Francia, el número de magrebíes documentados ronda el millón y hasta el 30 de septiembre de este año 120.000 indocumentados habían pedido con escaso éxito la regularización de su situación legal; sólo 5.000 expedientes fueron admitidos a trámite. «España se ha convertido en el gendarme de Europa sin comerlo ni beberlo. La mayoría de los inmigrantes que llegan no pretenden quedarse aquí; los del interior de Marruecos se dirigen a Italia y Alemania; los de la zona de Rabat, a Francia y Bélgica, y sólo los del norte, que es una de las regiones más despobladas, pretenden quedarse en España, sobre todo por afinidad cultural y lingüística», confirma Rachib, presidente de AEME.

Hasta comienzos de los noventa, el término espaldas mojadas sólo se refería a los mexicanos que intentaban cruzar clandestinamente el río Grande. En España no existían inmigrantes ilegales. En 1992, la bomba explotó. Las puertas de Europa cayeron como un inmenso telón. Ese año se popularizó en España la palabra patera, un sustantivo que hasta ese momento sólo hacía referencia a unas sólidas embarcaciones de pesca costera, tan elementales en su concepción como seguras navegando. «En el verano de 1992, la gente que estábamos en el negocio ya sabíamos que entre cabo Negro (cerca de Tetuán) y Larache (al oeste de Tánger) estaban saliendo a diario más de 50″, recuerda un viejo traficante marroquí ya retirado. ¿Cuántos habrán pasado? » No menos de 30.000″.

El año del Quinto Centenario fueron detenidos 1.563 inmigrantes por entrada ilegal sólo en la zona de Algeciras. Tras una bajada del fenómeno migratorio ilegal en los años 1993 y 1994, las cifras han aumentado en los dos últimos períodos. En 1996 fueron detenidos en Andalucía 7.741 ilegales; este año han sido más de 5.000 los apresados entre enero y agosto.

Desde aquel 1992, muchos comprendieron que la inmigración era un negocio que podía rivalizar con el cultivo y contrabando de hachís, la tradicional actividad de subsistencia del paupérrimo norte de Marruecos que da de comer a más de cinco millones de personas (datos del Observatorio Geopolítico de las Drogas). Según el teniente coronel Juan Lara Gómez, jefe de la 234ª Comandancia de la Guardia Civil, con base en Algeciras, «no es que existan grandes redes mafiosas de tráfico de ilegales, sino pequeñas organizaciones de tipo familiar que antes se dedicaban a otros tipos de contrabando. Hay organizaciones de dos o tres personas que subcontratan a los intermediarios y a los marineros y adelantan el dinero para comprar barcas y motores (unas 150.000 pesetas cada uno), y que pueden ganar más de tres millones en un solo viaje. Pero no hay mafias tal como se entiende policialmente».

Sobre el terreno, tanto en Marruecos como en España, las afirmaciones de este militar son fáciles de comprobar. La organización de la inmigración ilegal se nutre a ambos lados del Estrecho de un indeterminado inventario de espontáneos a la caza de unos miles de dirham (un dirham son 15 pesetas) a cambio de conducir, trapichear, engañar o facilitar información para alcanzar la costa española.

Muchos españoles aprovechan la precaria situación de los ilegales para ganar dinero: desde los cada vez más numerosos pescadores (principalmente asentados en Ceuta) que ante la crisis del sector y las prolongadas paradas biológicas se dedican a cruzar en sus barcos a los inmigrantes por unas 150.000 pesetas, hasta los taxistas que transportan a los recién desembarcados hasta los clásicos núcleos de trabajadores inmigrantes en Almería y Murcia por no menos de 100.000 pesetas; desde los empleados de gasolineras que les prestan cobertura en las noches de desembarco, hasta los propietarios de prostíbulos a la caza de mujeres jóvenes o los empresarios agrícolas o de la construcción en busca de mano de obra barata. Sin olvidar los ladrones dispuestos a arrebatar los últimos dirham a los marroquíes que deambulan perdidos por el campo. Con el nuevo Código Penal en la mano, estos oportunistas pueden ser condenados por un delito contra los derechos de los trabajadores. «Pero en la práctica es difícil demostrar que lo hagan con ánimo de lucro, por lo que es casi imposible condenarles», confirma un inspector de policía de la zona.

En todo el entramado de la inmigración ilegal no se puede entender el papel de España sin el de Marruecos, y viceversa. Si España es el imán y el puente hacia Europa, Marruecos es el gran emisor no sólo de sus propios ciudadanos, sino de muchos pueblos africanos (principalmente del golfo de Guinea) que tienen en su territorio la plataforma para dar el gran salto. «Al régimen marroquí le interesa la emigración», explica un anónimo opositor marroquí. «Por un lado, es la primera fuente de divisas del país; por otro, elimina una fuente de tensión social y política en su interior que podría terminar estallando. También sirve como fórmula de presión ante la Unión Europea». «Si Marruecos quisiera, ni una patera abandonaría sus costas. Marruecos ejerce una vigilancia de vitrina, no le quepa la menor duda», corrobora un patrón de patera. No son afirmaciones falsas: a lo largo de los 68 kilómetros que separan Tánger de Ceuta, el taxi que conducía a estos dos periodistas fue detenido por ocho controles policiales (Gendarmería, Aduanas y Fuerzas Auxiliares Militares) , que registraron el coche e interrogaron a los ocupantes una y otra vez; esa misma noche partieron de esas playas un mínimo de seis pateras sin encontrar ningún obstáculo. Salieron del cabo de Malabata, a pocos kilómetros de Tánger; de Sidi Kankoush (una urbanización frecuentada por militares), y de las playas que circundan Ksar-es-Sguir (rodeado de ostentosas villas de nuevos ricos) y Ceuta. Nadie vio nada.

«¿Qué si son duros si te pillan?». Alí, un marinero de patera, oculta una carcajada mientras saborea un café repantingado en el céntrico café de París de Tánger, uno de los más clásicos puntos de contacto de la ciudad. «No mucho. Depende. Te pueden caer seis meses. A mí me han pillado varias veces, y lo normal es que te den una paliza y te echen a la calle. Ahora estoy en paro hasta que se olviden de mí». Abdel Hakin Yamani, corresponsal en Marruecos del diario francés Libération, aclara al respecto: «no existe una legislación clara en Marruecos contra estas personas. La organización de la inmigración ilegal se castiga en función del momento político o de política exterior que siga el Gobierno. Pero no hay nada escrito».

Tánger es el epicentro de la inmigración ilegal, seguida de cerca por Tetuán, donde se centraliza la demanda de los aspirantes a ilegales de las regiones del Rif y el Atlas. En ambas ciudades, esta actividad es un negocio floreciente. Tras la detención a finales de 1995 de dos de los principales capos del hachís, Abdelaziz el Yajlufi en Tetuán y Ahmed Bunekkub, El Lobo, en Tánger, y la desarticulación de sus respectivas organizaciones, muchos de sus peones han quedado en paro. No es difícil encontrarlos por la Medina y en el paseo de España de Tánger o en algunos cafetines y bidonville de Tetuán en busca de otras posibilidades de negocio. «Pero somos dos redes distintas. Los del hachís estamos hartos de las pateras de corderos (ilegales en argot) porque nos queman las rutas», explica Ahmed, un viejo contrabandista. «Es cierto, no se mezclan», confirma un miembro de la Guardia Civil; » los de la droga son más profesionales y cuentan con buenas lanchas con motores de hasta 400 caballos, telefonía móvil con secráfonos y prismáticos de visión nocturna. Siempre tienen contactos en España; salen de cualquier punto de la costa marroquí y desembarcan en la costa de Málaga. Mientras tanto, las pateras atracan siempre al oeste de Algeciras. Sus territorios están perfectamente delimitados. Y nadie se pasa un pelo».

En el Zoco Chico de Tánger es relativamente fácil entrar en contacto con las organizaciones de tráfico de ilegales. El café Fuentes es punto de cita obligado, al igual que el café Marsá, el Hafa, el Nahaj o el Menara. Algún establecimiento de la Rue des Chrétiens también puede ser un buen inicio. Tampoco hay que romperse la cabeza: la realidad es mucho más descarada. La plaza de la estación de ferrocarril, en el céntrico paseo de España, está repleta de ganchos dispuestos a captar a los aspirantes a ilegales. «No es difícil saber a quién entrar», explica Hamido, que trabaja captando ilegales. «Enseguida les ves: paletos, con bigote, con bultos y muy despistados. Les ofrezco brûler (quemar) la frontera. Si les conviene nos vamos a una pensión hasta el momento de dar el salto. El jefe me paga 1.000 dirham por cada atún que pesco. Es fácil».

En la pensión Asdib, una veintena de jóvenes procedentes de Beni Mellal (a 700 kilómetros de Tánger) esperan su turno. El albergue es un inmundo garito situado en una planta baja de la Medina, con seis dormitorios apenas aireados por ventanucos enrejados. En la habitación número dos, 14 personas juegan a las cartas con una baraja mugrienta y fuman quif sentados en colchonetas sobre las que brincan las chinches. El olor a pies y cannabis y el vapor del té que se calienta en un hornillo hacen el aire irrespirable. Los jóvenes están relajados, casi animados. Se habla de la travesía como si de una excursión colegial se tratara. Nadie habla de miedo. En alta mar, la reacción será muy distinta: al ser detenidos por la Guardia Civil en medio de un temporal, muchos inimgrantes les darán las gracias. Pero ahora el ambiente es casi de fiesta: «Queremos quedarnos para siempre en Europa. Nos gustan las mujeres de allí, el fútbol, la ropa, sobre todo la de Nike… ¿Volver a Marruecos? De vacaciones como mucho».

Su espera puede durar un día, dos; una semana, dos meses… «depende de cómo esté el mar y la policía», describe Alí, el marinero, «hay gente que prefiere confiarse al primero que llegue. Y si cuela, te pueden robar, matar o embarcarte en una patera, darte una vuelta y devolverte a Marruecos. O decirte que la conduzcas tú mismo, con lo que firmas tu pena de muerte. Mi familia es seria. En tres horas, mi cuñado te pone en España por 150.000 pesetas. Y si nos pillan los guardias en medio del Estrecho, te devolvemos la mitad del dinero».

Hace cinco años, estas pensiones (Gibraltar, Mohamed, Tantan, Continental, Andalucía, Fuentes, Aziz) estaban abarrotadas de africanos subsaharianos que deambulaban como almas en pena por los rincones más sórdidos de la ciudad en busca de un pasaporte al otro lado del Estrecho. Ellos fueron los protagonistas de las primeras olas de pateras. Conejillos de Indias. El mar escupió sus cadáveres a las playas en el verano de 1992. Ante el escándalo levantado por los medios de comunicación y las presiones diplomáticas, el Gobierno marroquí detuvo a más de 2.000 a finales de 1992, les confinó en la plaza de toros y les expulsó a sus países de origen. Al parecer, el desencadenante fue un viaje del entonces ministro del Interior español, Jose Luis Corcuera, a Marruecos.

El acuse de recibo de aquella gestión gubernamental fue el Tratado de Buena Vecindad y el Convenio de Readmisión entre España y Marruecos, que contemplaba que Marruecos debería aceptar a los inmigrantes que llegasen a españa procedentes de su territorio. Y a Marruecos no le interesaba en aquel momento acumular una población subsahariana que aumentaba día a día y dañaba la imagen del régimen. Desde entonces, las pateras fueron de marroquíes y para marroquíes. Los africanos quedaron proscritos de las capitales y tuvieron que buscarse otros medios de paso. Y descubrieron Melilla y Ceuta.

Melilla, a sólo 160 kilómetros de la frontera de Marruecos con Argelia, se ha convertido en una de las estaciones términus de las migraciones de Africa hacia Europa. La ruta africana de los ilegales cruza toda la geografía del oeste y centro africano, asciende por Malí y Níger hasta entrar en Argelia por Libia o por el sur del país. Los inmigrantes, que hacen el trayecto en autobuses, taxi-bus, camionetas o a pie, rebasan el desierto del Sahara y se reagrupan en Tamanrasset (la principal capital del sur de Argelia y centro de las carretera transahariana), donde recobran fuerzas antes de continuar hasta el Mediterráneo. A la altura de Oujda atraviesan la frontera (oficialmente cerrada) con Marruecos, ayudados por aduaneros marroquíes (los mehanis) previamente sobornados. De allí se dirigen a Nador a pie durante 10 días de marcha nocturna esquivando las patrullas militares. Ya en Nador, un nuevo soborno a los aduaneros permite cruzar clandestinamente la permeable frontera de Melilla: una alambrada de 10 kilómetros de perímetro que durante siglos ha sido franqueada sin problemas por los contrabandistas. «Aquí, en Melilla, no hacen falta pateras. Desde aquí, los inmigrantes al final pasan a España. Y los que consigan trabajo o asilo político lograrán la residencia, y los que no, serán expulsados. Y vuelta a empezar», explica Mustafá Hamed, redactor especialista en migraciones del diario Melilla Hoy.

La realidad no es tan sencilla. Melilla es un callejón sin salida para 1.000 africanos. Algunos esperan partir hacia España desde hace un año. Carecen de dinero para volver a sus países o les aguarda una ejecución tribal; el Gobierno español sólo permite su acceso a la Península con cuentagotas, y Marruecos se niega a aceptarlos, aunque, lógicamente, proceden de su territorio. El acuerdo de readmisión de estos africanos es para Marruecos papel mojado. Durante el primer semestre del año, el Gobierno marroquí sólo aceptó a uno de estos inmigrantes entre 271 peticiones cursadas por el Gobierno español.

Las condiciones de vida de los inmigrantes en Melilla son un insulto a la dignidad humana. Y su paciencia se va acabando. Son una bomba de relojería que empeora aún más la peculiar situación de la ciudad-frontera de España en Marruecos.

La primera imagen que tienen los dos periodistas del campamento de Melilla es un enorme carnero muerto, colgado, con la lengua fuera, al que un africano despelleja con la ayuda de gasolina. Cuando esté listo, este cocinero venderá a sus compañeros raciones de carne chamuscada a 100 pesetas.

La Granja Agrícola era una vieja explotación municipal. Hoy es un erial; una
subespecie de campo de refugiados que alberga en condiciones infrahumanas a 1.000 personas que han huido del hambre y las dictaduras. No tienen documentos, trabajo ni futuro. Llegan de todos los puntos de Africa, desde Nigeria hasta Ruanda, pasando por Níger, Ghana, Togo, Liberia, Sierra Leona, Camerún, Zaire, Etiopía, Guinea-Bissau o Burkina Faso, y sólo sueñan con alcanzar las costas de España.

Cuando sólo eran 300, fueron alojados en las tres naves de La Granja amuebladas con literas del Ejército (también las Fuerzas Armadas se encargan de cocinar el poco apetecible rancho por el que el Gobierno español paga ocho millones al mes). Se instalaron algunas duchas y retretes. Cuando fueron 600, la marea negra ocupó un viejo depósito de coches abandonados contiguo a La Granja, en cuyos vehículos crearon los africanos sus hogares de miseria. Los destartalados coches son cocina y comedor, lecho nupcial y cama hospitalaria. Cuando fueron 900, comenzaron a construir decenas de chabolas entre la chatarra con plásticos y uralita. Hoy son 1.000 (sólo 42 mujeres), y La Granja es una olla a presión. Todos los días llegan nuevos inmigrantes.

Las historias de James, de Zaire; Baruk, de Malí; Michael, de Camerún; Guerra, de Guinea, o Mass, de Senegal, son calcadas. Con una sonrisa muy africana de resignación describen viajes que ponen los pelos de punta a través de Africa. Recorridos que pueden durar desde semanas hasta años, dependiendo del dinero que se transporte. Y la última prueba de fuego: el paso de Marruecos a Melilla ayudados por aduaneros a los que hay que pagar un mínimo de 10.000 pesetas. Y si no les queda dinero, ¿cómo pasan?

«Espera un momento»: Mass hace un gesto a Keita, un compañero senegalés, para que muestre al peridista cómo un aduanero le rompió la boca y los dientes de un culatazo por no tener ni un dirham para sobornarles; Jean Baptiste, un camerunés de 25 años, enseña los terribles surcos en su pierna derecha producidos por el alambre de espino de la frontera: «Yo pasé por mi cuenta; me hice esto, se me infectó y creí que iban a cortármela, pero no pagué. ¿Qué crees, que después de atravesar medio Africa me iba a parar un alambre?», relata orgulloso.

Ninguna ONG ha hecho acto de presencia por La Granja de Melilla. Sólo la Cruz Roja se afana a diario, con dos funcionarias, un voluntario, una doctora y una ATS, en poner orden, revisar expedientes, repartir las escasas raciones elaboradas por la Legión y prestar un simulacro de asistencia médica. Su principal papel es el de paño de lágrimas. Hasta hace un mes, la doctora, Isabel Jiménez, no tenía ni lavabo. Carece de un estudio epidemiológico y de historias clínicas. A diario, decenas de inmigrantes con diarreas y altísimas fiebres aporrean nerviosos la puerta de su consulta. Isabel Jiménez no da más de sí. «Esta semana no ha salido ningún inmigrante hacia España y han llegado 40 más».

Cuando llega la noche, el campamento adquiere tintes tenebrosos. Hay hogueras y huele a alcohol fuerte. Suenan en el aire ritmos tradicionales y moderna música raï. Abundan las borracheras de desesperación. Cuando cae el sol, La Granja se pone peligrosa. Comienzan las peleas. Se previene a los periodistas contra algunos liberianos y nigerianos. Ajena a la bronca, Marie avanza entre la chatarra oxidada con una garrafa de agua sobre la cabeza (en el campamento no hay agua potable) y una sonrisa triste. Es de Togo, tiene 27 años y está embarazada de seis meses. «Eramos un grupo pequeño. Salimos de nuestro país en febrero y llegamos aquí en septiembre. Atravesamos Ghana, Níger, Argelia y Marruecos. Lo peor fue lo último: desde Oujda hasta Nador andando; caminamos ocho horas diarias durante más de una semana. Siempre de noche, siempre por el campo. Se me hincharon muchísimo los pies, eran como unas botas, casi no podía andar. Desde entonces tengo un dolor aquí, en la tripa, que no se me pasa. ¿Crees que mi hijo nacerá en España?»

Los africanos se han ido organizando a duras penas a lo largo de estos meses. Tienen un equipo de representantes (que huele a corrupción), hacen chapuzas en la ciudad y han montado negocios en el campamento para su propio consumo: desde primitivos bares y restaurantes de comida africana hasta tienda de comestibles, peluquería o lavado de ropa. Hay, incluso, un fotógrafo. Algunas de las mujeres se prostituyen ocasionalmente. Al mismo tiempo, Melilla vive de espaldas a La Granja. El poblado es invisible para la ciudad. «Hemos olvidado enemistades de países y tribus y hemos creado un espacio de solidaridad alrededor de nuestra piel negra», describe Jeffrey, de Nigeria.

Por imposible que parezca, hay inmigrantes en territorio español cuya situación es aún mucho más penosa. Más indigna. Más propia de fieras enjauladas: los argelinos.

«Ici la merde» es la pintada que recibe al visitante en el edificio Lucas Lorenzo de Melilla, un ruinoso antiguo centro de menores donde un centenar de argelinos sobreviven como bestias durmiendo en el suelo, entre charcos de aguas fecales y comidos por las moscas. «Nosotros somos la mierda de un país que vosotros veis como la gran mierda», define a su grupo Cherif, un argelino de apenas 20 años natural de la zona de Orán. «Los españoles no nos quieren por racismo, por miedo, porque piensan que somos todos unos asesinos como los que salen en televisión; los marroquíes, por odio histórico, y los africano, por rivalidad. Estamos solos». Asu lado, Hadi se levanta con rabia la camisa y muestra una bolsa conectada a sus intestinos (resultado de una operación abdominal que le fue practicada tras recibir varios navajazos en una pelea) hasta los topes de heces: «No me la han querido cambiar en el hospital. Voy a reventar. ¿Tengo que morirme para que me hagáis caso?».

En Ceuta, esta situación extrema de los inmigrantes argelinos se repite multiplicada por cuatro. Más de 450 personas esperan el improbable momento de saltar a la Península internados en Calacamorro: una especie de basurero que un día fue un campamento juvenil. Han llegado desde Argelia hasta Marruecos a pie y luego han traspasado clandestinamente algún punto poco vigilado de los 13 kilómetros de frontera ceutí. A cambio han tenido que pagar 25.000 pesetas a los aduaneros marroquíes. Otros han alcanzado Ceuta en barco desde la costa argelina o la marroquí.

Fugitivos del integrismo del GIA y de las acciones paramilitares del Gobierno de Liamine Zerual; inte- gristas islámicos en busca y captura; ex gendarmes amenazados de muerte y familiares de las decenas de miles de muertos caídos desde que en 1992 fuera suspendido el proceso electoral; prófugos del servicio militar, yonkis y delincuentes comunes; universitarios y maleantes se hacinan en chabolas construidas en un bosquecillo de árboles tiñosos. No hay servicios sanitarios, luz ni agua: el monte se ha convertido en una enorme letrina. Duermen en el suelo. Por la noche se abrigan con cartones. El terreno, tapizado de polvo, se convertirá en un hediondo barrizal con las primeras lluvias.

Frente a la resignación y el carácter más flexible de los centroafricanos, los argelinos muestran genio, rencor, desconfianza, odio. «Fíjate cómo vivían los franceses en Argelia y cómo vivimos los argelinos en Europa», escupe uno. «Cómo no vamos a robar, si a nosotros nos pisotearon durante 130 años», grita otro. No se dejan fotografiar, ocultan los rostros; no dan nombres; mienten. Se sienten odiados. Tienen vetada la entrada a la ciudad y se saben objetivo de la policía. Son animales acorralados. Tienen unos rostros macilentos, una delgadez enfermiza y extrañas llagas purulentas en los brazos y las piernas que atribuyen «a la alimentación y los parásitos». Por el campamento corren las ratas y los escorpiones. Las moscas se pegan al cuerpo como lapas. Esta escena transcurre a 20 kilómetros de Europa.

«Cuando decides partir hacia España tienes que despedirte de tu familia como si fuera la última vez, porque tienes muchísimas probabilidades de no volver a verles», resume Mohamed, un marroquí de 16 años que llegó en primavera a Madrid escondido entre la transmisión de un camión procedente de Tánger. «Hacer testamento es un buen consejo para los inmigrantes que intenten el salto por primera vez», bromea.

A dos kilómetros de Tarifa, en el cementerio de las Santas Animas, orientado hacia La Meca, un rectángulo de tierra baldía de unos 20 metros cuadrados acotado por cuerdas y flores de plástico acoge los restos de 14 inmigrantes africanos de los que nunca nadie supo el nombre ni el origen. El Estrecho les quitó la vida. Nadie los reclamó. Nadie les visitará. Nadie los llora. Vuelven a estar solos. Murieron a las puertas de Europa. No serán los últimos.