El EVANGELIO con DOM HELDER CAMARA

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Dom Helder Camara se plantea en este libro, como en toda su obra, el mensaje cristiano desde los empobrecidos de la tierra, desde los últimos, única forma de amar a todos los hombres. Cuando sectores cristianos han intentado amar a todos los hombres desde “arriba”, lo único que han conseguido es poner en circulación formas de paternalismos, que no es otra cosa que una forma de opresión. No se puede servir a Dios y a la riqueza. Dom Helder Camara nos invita a seguir al Jesús de los empobrecidos.Te ofrecemos una entrevista que Roger Bourgeon hace a Dom Helder en el comienzo de este libro.

ENTREVISTA A DOM HELDER CAMARA

Roger Bourgeon. : ¿Por qué hablar de Jesús hoy?

Dom Helder Camara: Porque este Hombre ha marcado la historia. Está vivo en la historia. Yo me encuentro con él cada día, a cada paso. Y lo encuentro vivo. El mismo dijo que el que sufre, el humillado, el oprimido, es El. En nuestra época, en la que dos terceras partes de la humanidad viven en condiciones infrahumanas, es bien fácil encontrarle vivo.

¿Fue Jesús exactamente tal como dicen los evangelios? Yo no soy exegeta. No desprecio la exégesis, pero dejo que sean los exegetas quienes lo diluciden. Personalmente, estoy tan convencido de la existencia de Cristo como de la existencia de mi mano, con sus cinco dedos, que estoy viendo y tocando. A Jesús lo encuentro cada día. Y somos una sola cosa. ¿Cómo voy a dudar?

Pero habrá habido algún momento en el que usted lo descubrió, ¿no?

Es algo así como un niño que descubre que tiene pies: desde siempre sabe que los tiene, pero un día los descubre.
Ciertamente, un día caí en la cuenta de la presencia de Jesús en los que sufren y en mi propio interior. ¿Cuándo? Eso sí que no lo sé.
Yo he vivido en una familia que no alardeaba de cristiana, pero que actuaba como tal. Mi padre y mi madre no eran demasiado «practicantes», desde luego. Entonces, ¿quién me inspiró la idea de ser sacerdote que tuve desde pequeño? ¿Qué significaba ese deseo en mi pensamiento de niño?
Un día mi padre me hizo esta pregunta: «Siempre estás diciendo que deseas ser sacerdote. Pero ¿sabes de verdad lo que es ser sacerdote?». Y entonces me hizo una descripción del sacerdote que era exactamente el eco de lo que yo sentía sin comprenderlo, de lo que yo soñaba y no sabía formular: «Hijo mío, el sacerdote y el egoísmo no marchan juntos. Es imposible. Un sacerdote no se pertenece a sí mismo. Tan sólo tiene una razón para vivir: vivir para los demás.»
Aquello respondía exactamente a lo que el Señor había sembrado en mi interior. Y llevo toda la vida viviendo este sueño de ser una sola cosa con Cristo para ayudar a mis hermanos a vencer el egoísmo.

Usted habla con Jesús. Pero ¿le habla él a usted?

Cristo nos habla a todos. ¡Si está ahí!

Pero ¿puede usted escucharle?

Si se escucha al que sufre, es la voz de Cristo la que se escucha. Y cada

encuentro es un encuentro muy personal.

Usted ha contado que cada noche, durante lo que usted llama su «vigilia», habla con Jesús…

No es necesario hablar: basta con pensar. Durante mi «vigilia» trato de rehacer la unidad en Cristo. Y, junto con él, revivo los encuentros de la jornada. Vuelvo a encontrarme con la madre de familia que me ha hablado de los problemas con su marido o con sus hijos, o del hambre que padecen en su casa… y a través de esa madre tan concreta, a la que conozco por su nombre, descubro a todas las madres del mundo entero y de todos los tiempos: pobres o ricas, felices o desgraciadas. O vuelvo a encontrarme con aquel trabajador que estaba recogiendo las basuras en la calle. Yo le había mirado, pero él no se atrevía a darme la mano. Casi tuve que obligarle: «Amigo mío, lo que ensucia nuestras manos no es el trabajo; ningún trabajo ensucia las manos. ¡Lo que ensucia es el egoísmo!». Ese hombre, ese Francisco o ese Antonio, me recuerda a los trabajadores del mundo entero y de todos los tiempos. Entonces le digo a mi hermano Cristo: «Señor, al cabo de dos mil años de tu muerte, las injusticias son cada vez más atroces.» Haciendo de este modo el balance de mi jornada, el tiempo pasa muy deprisa.

Esa presencia de Jesús que usted siente en sí ¿es realmente constante? ¿No se producen de vez en cuando ausencias, silencios, tiempos vacíos?

En ocasiones, cuando uno recibe una pequeña gracia, puede sentirse la tentación de atribuirse a sí mismo el mérito. Pero cuando la gracia es enorme, entonces ya no es tan fácil pensar que uno la ha merecido, es imposible sentir la tentación de la vanidad.
Digo esto a propósito de la gracia que el Señor me concede de mostrárseme siempre tan presente en mí mismo, en nosotros, en los demás en general, pero especialmente en los que sufren. Tan presente, que muchas veces, cuando preveo que un determinado encuentro me inquietaría o me fatigaría o me pondría nervioso si yo me encontrara solo, o cuando debo aconsejar o animar a una persona, digo: «Señor, sé realmente una sola cosa conmigo. Escucha con mis oídos, mira con mis ojos, habla con mis labios. Yo no sé lo que debo decir. ¡Habla tú! ¡Te presto mis labios! ¡Que mi presencia, Señor, sea tu presencia!» Eso es todo.

En Río de Janeiro, en lo alto del Corcovado, hay una enorme estatua de Cristo que suele estar oculta por las nubes. Y yo suelo pensar: «Señor, hay hermanos y hermanas que sufren de tal modo que tienen la sensación de que has desaparecido de sus vidas, de que te has escondido, de que ya no estás presente. ¡Yo sé perfectamente que estás ahí, pero ellos no pueden descubrirte!»

Cuando considero la enorme responsabilidad que significa el ver siempre a Cristo sin el impedimento de las nubes, no puedo pensar que se deba a mis méritos, a mi virtud. Entonces rezo por los que se encuentran entre tinieblas, por los que no ven nada: «No os inquietéis: Cristo está ahí! Eso no son más que nubes, pero él está ahí. ¡Ya desaparecerán las nubes y comprobaréis que el Señor está ahí!»

El que Dios, para hacerse hombre, eligiera un pueblo tan pequeño como el pueblo judío, ¿no resulta a veces extraño?

Me parece maravilloso. Cristo ha venido para todos los hombres de todos los tiempos. Pero le pareció que la mejor manera de estar presente en todas partes consistía en elegir un pequeño rincón del mundo, una determinada cultura, un determinado idioma. Es una gran lección para todos nosotros, los que estamos encargados de perpetuar la presencia viva de Cristo. No hemos sido creados para vivir en el vacío, ¡de ninguna manera! Hemos sido creados para encarnarnos en algún rincón del mundo, allí donde la vida nos ha puesto o donde nos ha llevado la voluntad de Dios.

Aquí, en el Brasil, yo me encuentro con misioneros de casi todos los países del mundo: sacerdotes, religiosas, laicos… Llegan a nosotros con espíritu de encarnación. Asumen todos nuestros problemas, no para resolverlos, sino para animar a resolverlos. A través de ellos, a través de todos nosotros, prosigue la encarnación, al igual que la redención.

Hasta el Vaticano II, muchos de los cristianos habíamos considerado a los judíos como «deicidas». Yo no llego a entender el odio contra los judíos. Nuestro Dios es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. María, la madre de Cristo, fue judía. El propio Cristo era judío. Es una auténtica hipocresía cargar a nuestros hermanos judíos con la responsabilidad de la muerte de Cristo. Si Cristo murió, fue por culpa de nuestras debilidades, de nuestros pecados. Deicidas lo somos todos.

Pero, felizmente, el Cristo muerto ha resucitado. Y esto sí que es importante: la resurrección de Cristo. ¡Somos hijos de la resurrección! No hemos nacido para la muerte, sino para la resurrección. A veces llego incluso a olvidar que somos deicidas. Y es que pienso que, aunque no hubiéramos pecado, el Hijo de Dios habría encontrado la manera de hacerse hombre para participar más plenamente en nuestra naturaleza humana, hasta la muerte.

Porque Dios siente debilidad por el hombre. Ama a toda la creación, claro que sí; pero dentro de ella tiene una mirada especialísima para el hombre. ¡Es formidable este amor entre Dios y el hombre! Estoy convencido de que, aunque no hubiéramos pecado, Dios habría encontrado una razón para encarnarse. Se habría hecho hombre para llevarnos a participar de su naturaleza divina.

Es realmente maravilloso lo que Dios ha hecho al crear al hombre. Es verdad que tenemos mucho en común con los minerales, con las piedras… También con los vegetales: los árboles respiran, se alimentan, crecen… Y nosotros también. Y no puede negarse que somos, por así decirlo, «hermanos» de los animales. Pero además, a un nivel superior a nosotros, participamos de la naturaleza de los ángeles y de la del propio Dios… ¡Qué aventura, qué audacia, reunir en una misma criatura tantos y tan diferentes caracteres! Por eso le es tan difícil al hombre conservar el equilibrio: hay tantos mundos que nos atraen desde dentro mismo de nosotros… Y es Cristo quien nos proporciona la unidad. Es Cristo quien unifica todos esos mundos que hay en nosotros.

¿Piensa usted que el hombre es de verdad tan absolutamente único en su especie dentro del universo?

Me parece que sería totalmente ridículo pensar que únicamente hay vida en la Tierra, habiendo como hay millones de planetas… Cuando hablo de la preferencia del Creador por el hombre, me refiero a nuestra pequeña Tierra. No sé lo que sucede en otras partes del universo. Pero el hombre lo sabrá algún día.

Recuerdo que, cuando llegaron a la luna los primeros astronautas, me encontré en Brasil con personas muy sencillas que no lo creían: «¡Es propaganda yanqui!» -«Que no; que esta vez es verdad… Que el hombre ha llegado realmente a la luna…» -«¡Pues entonces es un desafío contra Dios! ¡El hombre ha ido demasiado lejos!» -«No, hermano, no es así. No te preocupes. Esto es sólo el comienzo del comienzo. El día en que el hombre llegue a Saturno – y llegará algún día- verá que aún no ha llegado al final del universo, sino tan sólo al final del comienzo.»

Si en otros lugares hay otras formas de vida, ¿piensa usted que conocen a Dios? ¿Qué conocen a Jesús?

Cuando pienso en la diversidad de mundos que se encuentran reunidos aquí, en la criatura humana, me siento hermano de cada uno de ellos. ¡Con qué alegría presto mi voz a las piedras, a los árboles, a los animales de mi calle o del bosque! Y les digo: «Tal vez no sepas hablar ni pensar. Tal vez no puedas saber que existe un Creador. Por eso voy a hablar yo en tu nombre. Voy a prestarte mi voz.»

Exactamente de la misma manera, pienso que, si hay millones de criaturas que quizá no han escuchado nunca el nombre de Cristo, éste está con ellas a pesar de todo. Cristo está en todas partes con todo el mundo de Dios, no sólo con quienes le conocen. La única diferencia entre los cristianos, que conocen a Cristo, y los demás, es que aquellos tienen mayor responsabilidad.

En su libro sobre «Los años oscuros de Jesús», decía Robert Aron que Moisés había sido el instrumento de la victoria de Dios sobre la idolatría primitiva del pueblo de Israel, y que, más tarde, Jesús había sido el instrumento de la victoria de Dios sobre la idolatría evolucionada de griegos y latinos. Hoy quedaría por superar el pensamiento materialista. Pero Robert Aron no decía quién sería el instrumento de esta victoria.

¿Qué quiere decir eso de «el materialismo»? Para mí, la materia es algo vivo. A su manera, también ella habla, canta y ora. La materia es santa, porque todo cuanto existe, o bien ha sido creado directamente por el Señor, o bien ha sido creado por el Creador a través del co-creador que es el hombre.

¡Comprendo estupendamente a Teilhard de Chardin cuando se sumerge en el corazón de la materia y descubre que está viva!

Para usted, ¿no existen fronteras entre la materia, la vida y el espíritu?

No, no hay fronteras. Me parece que es igualmente fácil orar al Señor contemplando la sonrisa de un niño, la salida del sol o el vuelo de un reactor. Porque siempre se trata de la Creación.


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