Joaquin Costa fue uno de los grandes pensadores de final de siglo XIX. Político, jurista, economista e historiador. Sus orígenes pobres harán que se incline de manera especial por los problemas de los más humildes.
Estudió particularmente las raíces populares del derecho consuetudinario y fue de las personas que con más rigor profundizó en las formas comunitarias de gobierno y de autogestión municipal, hecho que plasmaría en su magna obra Colectivismo agrario (1898, en que hace una dura crítica de la destrucción por las desamortizaciones y otras prácticas de ancestrales sistemas de propiedad comunal y concejil) y en su obra Oligarquía y Caciquismo (1901 en la que denuncia la enorme corrupción del sistema político de la Restauración).
A su muerte en 1911 el pueblo sencillo de Zaragoza, obreros y campesinos, le dio las gracias con un episodio tan singular como poco conocido por el cual reposan en Zaragoza sus restos mortales. Veamos el relato hecho por la pluma de un militante obrero aragonés, Manuel Buenacasa:
El Consejo de Ministros se reunió expresamente para decretar que los restos mortales del gran desaparecido reposaran en el Panteón de Hombres Ilustres. El decreto fue anulado por el pueblo aragonés. He aquí lo ocurrido:
El Gobierno había dado instrucciones para que el fúnebre convoy tomase el rumbo de Madrid sin detenerse en Zaragoza. Al enterarse de ello, una inmensa multitud invadió la estación del Arrabal (Norte), detuvo el tren y desenganchó el furgón donde don Joaquín se encontraba de cuerpo presente. La fuerza pública quiso hacer de las suyas; pero percatado el gobernador de Zaragoza del mal sesgo que tomaba el asunto, creyó poder calmar los ánimos. Subió a un banco y pronunció las siguientes palabras:
—¡Aragoneses! El Gobierno de Su Majestad, deseoso de honrar los grandes méritos y los servicios prestados a la Patria por don Joaquín Costa, ha decidido que los restos mortales de vuestro insigne paisano reposen en el Panteón de Hombres Ilustres.
Una voz estentórea interrumpió al orador:
—En ese Panteón duermen más granujas que personas decentes. Los despojos mortales de Costa reposarán en Zaragoza, donde construiremos un monumento exclusivamente para él. Tal es nuestra voluntad.
Un clamor unánime aprobó lo expresado por el tribuno improvisado. El Gobierno, informado por telégrafo de lo ocurrido, terminó por ceder. Entonces sacamos entre varios el féretro del furgón, y a hombros de trabajadores lo condujimos al gran Salón de la Lonja, donde quedó expuesto el cadáver tres días. Cuando se estaba organizando la manifestación que debía acompañar al cadáver hasta Torrero, fuimos sorprendidos por la llegada de varios ministros, que a todo trance querían ocupar la presidencia del duelo. «Aquí no preside nadie sino el pueblo», les dijimos. Y en efecto todas las representaciones de España allí presentes hubieron de confundirse con aquella muchedumbre, recogida en su dolor, y echar a andar a remolque de ella. Integraba la cabeza de la manifestación (al fin también la presidencia) los cinco mil trabajadores entonces asociados a la Federación Obrera Zaragozana. Y detrás todo un pueblo, el pueblo español representado por incontables delegaciones.
He aquí de cómo un pueblo puede derogar un decreto ministerial.