EL GENOCIDIO SILENCIOSO – Darfur, Sudán

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¿Por qué ni una sola imagen de Sudán? ¿Dónde están los muertos? ¿Dónde los niños consumidos por el hambre, con sus huesos como cañas amenazadoras y sus barrigas infladas por los parásitos y la desnutrición?

¿Dónde las fotos de los moribundos? ¿Dónde los rostros anónimos de seres humanos agotados y un destello último de vida en la mirada?¿Por qué nadie nos ilustra con las imágenes de esa barbarie para hacernos tomar conciencia de la tragedia remota y oculta que vive el pueblo sudanés desde hace más de veinte años, desde que llegaron al poder los islamistas radicales e impusieron su ominosa Sharía que alienta al sometimiento o al exterminio sin contemplaciones de casi el 60 por ciento de la población de raza negra?


En las últimas semanas llegan escuetos cables a las redacciones que hablan de una tragedia prevista y previsible de la que nadie en las calles de Europa sabe (tal vez ni quiere saber) una sola palabra. Las agencias de Naciones Unidas y las ONG hablan con sordina de un genocidio que está a punto de superar al de Ruanda. Pero, ¿dónde están las imágenes de los muertos…? ¿Y de los agonizantes? ¿Y de los refugiados?


No pueden pasar desapercibidos para los satélites, así, de cualquier modo, más de dos millones de seres humanos puestos en movimiento de repente, huyendo del hambre y de la guerra, en fuga masiva y desesperada, a través de los pantanales y del desierto. Ni cruzar la frontera del Chad sin que sea advertido por las autoridades de un país de acogida ya exangüe donde se ha generado en pocos días una catástrofe de dimensiones bíblicas.


Tampoco lo desconocen, porque además no es nuevo, los distintos departamentos de la ONU ni de Cruz Roja Internacional (a quienes se supone siempre limpieza y honestidad en sus actuaciones), ni las agencias de ayuda humanitaria, que llevan gastados en los últimos años en la zona cientos de millones de dólares de los contribuyentes.


Lo saben también todos los gobiernos, porque desde hace más de una década Sudán figura cada año en los primeros puestos de la lista del Departamento de Estado norteamericano de los países que acogen y sostienen al terrorismo internacional. Y desde hace más de diez años, el informe anual de Médicos Sin Fronteras recoge la catástrofe sudanesa como la más terrible de cuantas se viven en el planeta. Sólo el año de la tragedia ruandesa (1994) pasó al segundo lugar de dicha lista.


Son demasiados años ya, demasiadas muertes, demasiado horror, demasiada crueldad, demasiada intolerancia, como para que nadie, o casi nadie en Occidente, salvo eventualmente, quiera escuchar el crujido demoníaco del tormento de millones de personas pisoteadas, esclavizadas y masacradas bajo la planificación minuciosa de un régimen atroz que dirige desde hace 25 años, con el Corán en una mano y la metralleta en la otra Omar-Al-Bashir, convertido ahora no sólo en jefe de Gobierno, sino también en jefe del Estado, tras relevar en este último cargo al clérigo musulmán Hassan-El-Turabi, con el que hasta hace poco compartía la cúspide del oprobio sudanés.


Para colmo de todos sus males, este país, donde se compran y se venden esclavos por cuatro perras, donde se tortura y se mata a capricho del fanatismo islámico, donde las milicias árabes violan a las mujeres negras en una campaña sistemática para depurar la raza, donde las autoridades utilizan a su antojo la ayuda humanitaria que se les envía ante la mirada sumisa y complaciente de todos los organismos internacionales que actúan en la región, plagado de campos de concentración y de reeducación musulmana en los que se hacinan los negros del sur en condiciones infrahumanas, este país, digo, para colmo, hace sólo unas semanas que ha pasado a integrar la comisión permanente de Derechos Humanos de la ONU. Difícilmente se pueda llegar a más en la historia de la infamia universal. Y sin embargo… ¿dónde están las fotos que nos inunden de ese escalofrío tenebroso que en cambio nos llega cada día desde Irak? ¿Por qué no nos alcanza toda esa ignominia? ¿Qué clase de recuento de víctimas tan diferente nos aplican de uno y otro drama?


¿Cómo desatascar todo ese silencio que nos ha dejado sordos ante la barbarie? ¿Cómo desenredar esa maraña de intereses abyectos que han llevado a la ONU y a Cruz Roja Internacional, a aceptar la distribución de la ayuda humanitaria sólo allí donde les autorice y les indique el Gobierno de Jartum? ¿Por qué seguimos, desde hace más de una década, enviando toneladas de alimentos y apoyo de urgencia desde Lokichokio, en la frontera con Kenia, dentro de la mayor y más cara operación de socorro conocida en la Historia, si todos saben que las autoridades arabo-sudanesas utilizan a su capricho dicha ayuda como un arma letal del genocidio contra los rebeldes negros del sur?


Primero fue el exterminio del pueblo Nuba, en las montañas centrales de la región de Kordofán, la más fértil y rica del país, donde los fedayyines incendiaron cosechas y poblados, sometieron a la esclavitud a la población negra, violaron a las niñas y mujeres, deportaron o ejecutaron a los rebeldes y, finalmente, expropiaron por la fuerza todas sus propiedades para entregárselas a los señores feudales de raza árabe. Durante años, ningún occidental, que se sepa, ha logrado poner un pie en aquellas montañas. Y si alguien lo hizo (se tienen noticias de algunos integrantes de ONG y de algún periodista que lo intentaron y yo mismo quise llegar allí), nada se ha vuelto a saber de él.


Luego continuó la guerra en el sur (aún sigue) contra unas facciones rebeldes enfrentadas a su vez entre sí en las provincias de Equatoria, Bhar-El-Ghazal y Upper Nile. Hace unos años recorrí la zona gracias a los aviones y avionetas de «Operation Lifeline Sudan» que partían diariamente desde Lokichokio. Visité aldeas y vi masas de refugiados enormes que huían exhaustas de la muerte, incapaces de comprender que la muerte viajaba con ellos en forma de hambrunas, guerra y enfermedades terroríficas que diezmaban diariamente a la población. ¿Qué otra cosa podían hacer sino huir hacia ninguna parte? ¿Cómo oponerse a los designios de la clase humanitaria que los reunía como a ratones en una ratonera para alimentarlos en puntos designados por los canallas de Jartum y que a continuación serían bombardeados por la aviación asesina de los musulmanes? La historia se repite, ahora en la región de Darfur, en el oeste, y varios millones de personas huyen despavoridas y cruzan la frontera con el Chad, ante las denuncias con sordina de las organizaciones humanitarias.


En la base de Lokichokio, el despliegue de efectivos humanitarios es descomunal. Aquello se asemeja bastante a un bonito lodge de vacaciones, aislado por una cerca de los peligros de la sabana africana. Hay amplias tiendas con camas y mosquiteras, agua caliente en las duchas, oficinas con aire acondicionado, bar y restaurante de campaña para los pilotos y los miembros de la base. Una inmensa flota de vehículos, más de medio centenar de furgonetas, camiones y todoterrenos y una docena de aviones Buffalo, Hércules y avionetas, se encuentran disponibles, mientras la compañía Caltex suministra puntualmente el combustible.


Trevor Howard, un ex militar inglés cruzado de tatuajes, era en aquel momento el responsable de seguridad de Lokichokio y el encargado de autorizar o no los vuelos diarios que transportaban al personal y la ayuda humanitaria al interior de Sudán. Al atardecer, Pat Culpam, norteamericano, jefe de la logística de Lokichokio, paseaba cada día con un radio-transmisor en una mano y con la otra rodeaba el cuello de su esposa haciéndose carantoñas bajo un cielo incendiado de colores violetas mientras un ejército de camareros negros servían costillas con miel y romero. A esa hora, una chica de MSF me dicta al oído: «Esto es un derroche completamente innecesario. Actúan como niños que estuvieran jugando a la guerra». Y un piloto sudafricano contratado por la ONU para estos vuelos especiales afirma: «Si los donantes vieran lo que se hace con su dinero, esto se cerraría en dos días». Cinco kilómetros al norte, del otro lado de las montañas que separan Kenia de Sudán, los muertos se pudren y las jovencitas dinkas, nuer o torit se hacen hermosas pulseras de metal dorado fundiendo las balas que mataron horas antes a sus hermanos.