«Los jefes de Estado no controlan el futuro y apenas controlan el presente, y los empresarios están a merced de la destrucción creadora y de una innovación técnica que les elude»
El pasado 22 de enero, el presidente francés congregó a 120 presidentes de las empresas más grandes del mundo para una cena de gala en el Palacio de Versalles. El banquete se celebró en la denominada Sala de las Batallas, donde están expuestos unos enormes cuadros que representan las victorias de Luis XIV contra sus vecinos europeos. El contraste entre el monarca de antaño y los actuales, el poder de ayer y el de hoy, era más que sorprendente, ya que Luis XIV hacía la guerra y los monarcas contemporáneos hacen negocios.
Emmanuel Macron fue el anfitrión por una noche, pero ¿cuál es su poder real en comparación con el de sus invitados chinos (Alibaba), japoneses (Toyota) y estadounidenses (General Electric)? Varias de estas empresas tienen un volumen de negocio anual muy superior a la producción interior de numerosos Estados. Las decisiones estratégicas de Novartis o Google, otras dos empresas presentes, afectan inmediatamente a países enteros a los que van a empobrecer o enriquecer. En el pasado, antes de la globalización, los medios tradicionales que permitían a los Estados controlar el poder de estos empresarios eran las leyes y los impuestos, pero ya no.
Las empresas transnacionales eluden la ley interpretándola o mudándose; a veces, sus propios abogados y cabilderos redactan estas leyes haciendo presiones y chantajes con el empleo.
Las empresas transnacionales eluden la ley interpretándola o mudándose; a veces, sus propios abogados y cabilderos redactan estas leyes haciendo presiones y chantajes con el empleo. ¿Los impuestos? Se han vuelto contractuales, ya que estas empresas negocian su contribución con los Gobiernos o se marchan a otros lugares con unos regímenes fiscales más ventajosos. De hecho, el presidente francés así lo reconoció ya que, en su discurso de bienvenida, alardeó de sus esfuerzos para atraer a los inversores transnacionales disminuyendo el impuesto de sociedades, esfuerzos que son más bien de los contribuyentes franceses, ya que la presión fiscal total, por desgracia, se mantiene constante. Sin querer ofender a Macron, me parece poco probable que una cena en Versalles, e incluso algunas exenciones fiscales, puedan tener la más mínima influencia sobre las inversiones de las empresas transnacionales, porque estas obedecen a unos imperativos racionales llamados «precio de coste» y «conquista de mercados». Aunque la política es el arte de manejar símbolos como los de la cena en la Sala de las Batallas, el mundo de los negocios no se rige por eso, sino por los beneficios y el futuro; no se encuentra a merced de unas próximas elecciones.
¿Debemos lamentarnos por este desplazamiento del poder de la política a la economía?
¿Debemos lamentarnos por este desplazamiento del poder de la política a la economía? Las convenciones biempensantes exigen protestar contra el régimen del beneficio sin que se ejerza un control democrático sobre estas empresas. Pero queda por ver quién resulta más útil a la humanidad, si unos Gobiernos que no siempre son recomendables o unas empresas cuyos efectos concretos son medibles. No me pronunciaré sobre este punto, pero quisiera recordar que una sociedad es liberal cuando los poderes compiten entre ellos y, sobre todo, cuando no son monopolísticos. En este momento, la prueba de ello es China, donde el Gobierno, porque no es liberal, retoma el control del sector privado, que empezaba a hacer sombra al poder absoluto del Partido Comunista, y lo nacionaliza.
Después de Versalles, los nuevos autócratas de la economía mundial se volvieron a encontrar con Macron y Trump en la cumbre anual de las vanidades en Davos. Davos se ha convertido en la capital de invierno de la globalización, un ritual extraño al que se asiste sobre todo para exhibirse e intercambiar tarjetas de visita. Es lo más parecido que conozco a un circo, en el que el zoo estaría repleto de jefes de Estado. Se invita a algunos intelectuales y estrellas, como me invitaron a mí, para hacer de figurantes al igual que los floreros y las chicas de compañía. Allí, estos jefes de Estado hacen una audición ante los empresarios para los que bailan la danza del vientre. En contrapartida, los empresarios realizan una autocrítica de complacencia: el año pasado se disculparon por el calentamiento climático y, este año, se lamentaron por la creciente desigualdad de renta entre ricos y pobres.
En realidad, este circo, o esta ópera barroca, porque esto es una representación, da a entender que unos y otros ejercen absolutamente todo el poder, lo cual es falso. Los jefes de Estado no controlan el futuro y apenas controlan el presente, y los empresarios están a merced de la destrucción creadora y de una innovación técnica que les elude. La prueba de ello es que la mayoría de las empresas dominantes no existían hace 30 años y, sin duda, no existirán dentro de otros 30. ¿El clima? No obedece ni a unos ni a otros, sino a unos factores que se nos escapan. ¿Las desigualdades? Se deben a la globalización que, por su propia naturaleza, tiene dos consecuencias, la de concentrar la riqueza en algunas minorías bien situadas y la de reducir la miseria masiva de todos los demás. En Versalles y en Davos, todo el mundo desafinaba un poco o cantaba muy por encima de su capacidad vocal.
Guy Sorman