El hambre como limpieza étnica en Sudán del Sur

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Miles de niños, en algún lugar entre la vida y la muerte, luchan en pequeños centros de desnutrición repartidos por toda su geografía atendidos por trabajadores humanitarios cuya existencia está más amenazada que nunca. Al otro lado, señores de la guerra sin escrúpulos y un ejército que no cobra desde hace 10 meses con permiso para saquear, violar y matar como salario. No es una película de terror: es Sudán del Sur

Ni las sequías ni las plagas ni las inundaciones son tan destructivas como la mano del ser humano. Esta hambruna, oficialmente declarada ayer en el Estado más joven del mundo, tiene un carácter diferente a las de otras regiones. No sólo porque la produce la guerra y el colapso de la economía del país, que ya sólo existe como líneas en un mapa. En este caso, el ejército está cerrando carreteras y desabasteciendo zonas enteras para que la comida no llegue, es decir, el hambre inducida, una manera muy efectiva de aplicar la limpieza étnica que desangra el país desde el año 2013, cuando se rompió el sueño de una nación unida que le llevó a la independencia en 2011.

En la actualidad hay 100.000 personas en alto riesgo de muerte y un millón más clasificadas al borde del desastre. Se espera que el número total de personas en situación de inseguridad alimentaria aumente a 5,5 millones en el punto álgido de la temporada de carestía en julio, cuando la cosecha se haya agotado, si no se hace nada para frenar la severidad y propagación de la crisis alimentaria. Al tratarse de hambruna inducida, combatirla no sólo depende del despliegue humanitario, sino de la acción del propio Gobierno de Sudán del Sur, más ocupado en combatir a parte de sus propios ciudadanos que en alimentarlos.

Esta hambruna, que no se había declarado antes por motivos políticos (los recursos económicos que se deberían haber liberado estaban centrados en Irak y Siria) es la segunda en lo que va de siglo tras la del Cuerno de África en 2011, la peor en 60 años, con un millón de muertos, la mayoría niños.

La guerra civil entre la facción dinka del presidente Salva Kiir y su ex vicepresidente, Riek Machar, de etnia nuer, ha dejado el país en bancarrota. «Nuestros peores temores se han hecho realidad», afirma Serge Tissot, de la FAO. Nadie sabe cuánta gente ha muerto en el conflicto porque las organizaciones dejaron de contar los muertos en 2015. Millones de personas han huido a Uganda, República Centroafricana, Congo e incluso a Sudán, en el norte, hacia la peligrosa región de Darfur. Cualquier lugar mejor que Sudán del Sur.

Todos los días miles de personas abandonan el país por caminos de tierra, acosados por una soldadesca alcoholizada e indisciplinada.

Dos de los principales generales del ejército de Kiir (Henry Oyay Nyago y Khalid Ono Loki) han dimitido por no querer participar en «atrocidades, actos de genocidio y limpieza étnica» contra la población civil. Ambos militares han enviado una carta al presidente indicándole que les resulta imposible «mantener la disciplina». «No podemos continuar manteniendo silencio cuando tú estás asesinando y esclavizando a gente inocente», aseguran. Mientras, crecen las matanzas en lugares como Malakal y Bentiu, en los estados del Norte, o Nimule y Yambio, en el Sur, donde también se han alzado en armas contra el Gobierno los llamados Arrow boys, los chicos flecha, una milicia que se armó con arcos y lanzas ante los secuestros del criminal ugandés Joseph Kony.

Todo esto sucede en medio de las críticas a la fallida intervención de Naciones Unidas en el país y a la advertencia de un «genocidio» como el de Ruanda de 1994 en cuanto acabe la estación seca, porque las lluvias impedirían a la gente moverse por el cierre de carreteras. Es difícil competir con los militares de Sudán del Sur en vileza y corrupción, como demuestra su historia reciente de crímenes y violaciones masivas.

El genocidio alertado por Naciones Unidas puede ser una realidad en lugares en los que no hay Centros de Protección de Civiles, esas microislas creadas y vigiladas por las tropas de Naciones Unidas para evitar una matanza aún mayor. Pero ni llegan a todos sitios ni son del todo seguros en sí mismos. El 17 de enero de 2016 soldados del Gobierno entraron a sangre y fuego en la base de Malakal, donde se esconden 52.000 personas. Hubo unos 60 muertos y medio campo de desplazados ardió en medio del pánico general.

En algunos lugares, como la ciudad de Leer, aún son visibles los llamados «campos de la muerte», multitud de cadáveres de civiles ejecutados junto a los caminos y comidos por los buitres. Según Amnistía Internacional son prisioneros torturados y asesinados dentro de contenedores metálicos, donde se asfixiaron. Después, los militares dejaron los cuerpos a la intemperie y ahí siguen. Una fuente humanitaria que aún permanece en Juba habla de un «ambiente de terror general, con toque de queda y criminalidad en las calles». «Y todo va a peor», concluye.

Autor: Alberto Rojas

Fuente: El Mundo