El hambre y las ayudas (extracto)

2257

No existe hambre en el mundo porque no haya alimentos, sino porque más de mil millones de personas no los pueden comprar.

Revista Mundo Negro.-


 «Panela de barro» (Olla de barro) es un restaurante ubicado en el barrio Alvalade de Luanda, capital de Angola. Este barrio se encuentra en pleno corazón del asfalto, si nos atenemos al concepto de «la frontera del asfalto», que hace el escritor luso-angolano José Luandino Vieira para designar «la raya» que divide y separa dos mundos: el de la opulencia y el de la miseria. «Panela de barro» se encuentra en el mundo de la opulencia, que llega casi hasta las inmediaciones del «musseque» (barrio pobre, lo que los ingleses llaman «slum») de Rocha Pinto, sembrado de cloacas con aguas turbias, malolientes y portadoras del cólera. «Panela de barro» tiene la peculiaridad de que el cliente se sirve los platos que desea comer y se pagan al peso. Me descubrió este restaurante, durante un viaje que hice a Angola en el año 2005, el misionero español P. Vicente Nieto, rector entonces del Seminario Mayor de Malanje.






No existe hambre en el mundo porque no haya alimentos, sino porque más de mil millones de personas no los pueden comprar.

En «Panela de barro» percibí dos cosas: que hay comida en abundancia, incluso bien cocinada, y que el 80 por ciento de los clientes son blancos; el restante 20 por ciento está formado por negros bien alimentados y trajeados, acompañados por lo general de señoritas jóvenes, apuestas, elegantemente vestidas, profusamente enjoyadas y exageradamente acicaladas con productos blanqueadores, lo que nuestros clásicos llamaban afeites. Nada que ver con las «kitandeiras» (vendedoras ambulantes y en los mercados populares) que vocean su mercancía con carcajeante alborozo. Ante la puerta del restaurante, hay dos guardias de seguridad, con «kalashnikov» en ristre, para disuadir a posibles asaltantes.


Descubrí aquí, insisto, que hay comida en abundancia. Anoté después en mi cuaderno de viajes algo que ahora resulta más notorio: no existe hambre en el mundo porque no haya alimentos, sino porque más de mil millones de personas no los pueden comprar. En la misma Luanda, por ejemplo, un salario rondaba en 2005 los 100 euros al mes, un pollo congelado costaba dos euros y un litro de leche 1,40 euros; pero el paro afectaba a más del 50 por ciento de la población luandesa.


Recapitulo estos recuerdos mientras se celebra en Roma la cumbre sobre la crisis alimentaria, organizada por la FAO. Con este pretexto, se han multiplicado los análisis y hasta las recetas para acabar con el hambre en el mundo o, al menos, para reducirla a la mitad entre 1990 y 2015, como se pide en el primero de los ocho objetivos del milenio. Nadie duda que no se cumplirá este objetivo. Peor aún: se va a incrementar el número de personas malnutridas y hambrientas y es muy probable que también el de quienes mueren a consecuencia del hambre en el mundo.






El hambre es el mayor problema o vergüenza de la humanidad y es evitable.

Desde que el brasileño Josué de Castro, médico, filósofo y presidente del Consejo de la FAO a mediados del siglo pasado, analizó lo que él mismo llamó «la más terrible de todas las realidades sociales» en su libro «Geopolítica del hambre», se han publicado decenas de miles de análisis y libros, se han abordado cumbres de diversas alturas y a todos los niveles, para llegar a la misma conclusión: el hambre es el mayor problema o vergüenza de la humanidad y es evitable. Yo añadiría algo más: el hambre lo crea el hombre y es el hombre quien tiene la responsabilidad de resolverlo.


 Como ha asegurado el secretario General de la ONU, Ban ki-Moon, la mejor ayuda es «eliminar las políticas fiscales y comerciales que distorsionan los mercados». Los donantes pueden aliviar el crujido de las tripas vacías de los hambrientos, como las limosnas aquietan los estómagos de los mendigos, pero ni aquéllos acaban con el hambre ni éstas eliminan la mendicidad. Pueden estimular y perpetuar una situación en la que unos pocos ricos serán siempre donantes y una inmensa muchedumbre estará integrada por beneficiarios perpetuos.


Dicho más a las claras: el hambre no se resuelve con ayudas, sino con justicia, es decir, con unas nuevas leyes aplicadas al comercio internacional. Lo diré con palabras del citado Josué de Castro: «El problema del hambre es de orden político, de una política basada esencialmente en la desigualdad económica y social y en una división premeditada del mundo en dos grupos: dominadores y dominados». Esta última frase tiene reminiscencias marxistas. ¡Qué le vamos a hacer! Josué de Castro, que murió como exiliado político en París hace 35 años, no era marxista ni comunista; yo tampoco.


Pero él tenía muy claro cómo resolver este problema que tanto nos conmociona: «El subdesarrollo es el producto de una mala utilización de los recursos naturales y humanos… Sólo a través de una estrategia global de desarrollo, capaz de movilizar a todos los factores de producción en favor de la colectividad, podremos eliminar el subdesarrollo y el hambre de la faz de la tierra».


Seguramente, entonces no habrá que proteger con «kalashnikov» restaurantes como el «Panela de barro» y desaparecerá esa «frontera del asfalto» entre el elegante barrio luandés de Alvalade y el «musseque» de Rocha Pinto.